El Ocultismo Y La Creación Poética




El ocultismo y la creación poética







Tercera edición revisada Prólogo de Francisco García Bazán











Eduardo Antonio Azcuy









Editorial Biblos

Teoría y crítica








Cuando el hombre superior escucha el Tao, hace cuanto puede por practicarlo.



Cuando el hombre medio oye el Tao a veces lo conserva, a veces lo pierde. Cuando el hombre inferior oye el Tao, se reirá de él en alta voz.



Si no riera, no sería el Tao.



Lao-Tsé





Índice




Prólogo


Francisco García Bazán.............................................................



Primera parte


La poesía como aventura metafísica



Capítulo I. La búsqueda del paraíso perdido...................


La nostalgia del paraíso - Schelling y el tiempo primordial - Los orígenes fabulosos - El Shamanismo y las técnicas del éxtasis - Repetición y eterno retorno - Regreso a la eternidad - Nacimiento de la poesía - El poeta y el místico



Capítulo II. Ocultismo y poesía...........................................


Más allá de la conciencia habitual - La tradición es algo vivo - El mundo de la totalidad - La mentalidad del hombre arcaico 

- Animismo y prelógica - Los “poderes maravillosos”
- Energía psíquica y “mana” - Rhine y el factor “extrafísico”
- Los maestros del ocultismo - “Coincidencias significativas”
- Los poetas tradicionales - La analogía poética y la analogía mística - La imagen indescriptible



Capítulo III. Romanticismo y misticismo..........................


La noche, símbolo de lo absoluto - La muerte no existe -

Descubrimiento de lo infinito - Los dos misticismos - ElMysterium Magnum - Conocer es descender en sí mismo - Microcosmos y macrocosmos - Los exploradores del “yo” - Novalis: profeta del Hombre-Dios


Capítulo IV. Novalis y la visión del “otro reino”.............


“El camino que lleva a casa”- Una visión “abierta” y “porosa” de la realidad - La noche como madre cósmica - El mensaje de los himnos - Caracterización del “otro reino” - Los elementos viven, sienten y se corresponden - El universo en un organismo animado - Avanzar en lo desconocido




Capítulo V. La unidad cósmica y el sueño 
en la poética de Nerval..........................................................

Los maestros del ensueño - Guérin y el jivan-mukta - La noche será negra y blanca - Aurelia y las “puertas en el muro” - Gerardo ve a su doble - Diecisiete religiones - Una biblioteca inquietante - El oro espiritual - Poeta y ocultista - La clave de Les Chimères - Alquimia mística - Peregrino de la gnosis




Segunda parte


Descenso al cosmos interior



Capítulo VI. Baudelaire y las doctrinas esotéricas.........


La tradición hermética - El hombre arrojado en el mundo - Baudelaire entre Dios y Satán - En busca de la unidad perdida 
- Las visitaciones de la gracia - El universo de las analogías - ¿Qué es un poeta, sino un traductor, un descifrador? - La imaginación nada en pleno simbolismo - Conocer a cualquier precio



Capítulo VII. Rimbaud y la rebelión fundamental..........


La cólera en la sangre - Desterrado en el Tiempo - Tomar el cielo por asalto - La lucha por el “estado de alerta” - El gran maldito y el supremo sabio - Rimbaud y Gurdjieff - Pugnando por la superconciencia - El temor de lo numinoso - La revolución permanente



Capítulo VIII. Rilke: el diálogo con lo invisible...............


Un estado de transparencia - El valor ante lo más extraño - Reelaborar la concepción mítico-simbólica - Una voz misteriosa en el castillo de Duino - Lo “abierto” como segunda realidad - “Irse” del nivel ordinario - El valor ante la muerte - El “Ángel” de las elegías




Capítulo IX. Surrealismo y revolución interior...............


La ascesis surrealista - Sólo es bello lo maravilloso - Surrealismo y existencialismo - Los “juegos” no han terminado 
- El verdadero fin del hombre - Las técnicas de acceso - Más allá de la religión - El látigo de Maldoror. Sade y el rescate de la autenticidad - Los buscadores de infinito - Hacia el “hombre despierto”



Capítulo X. La tentación luciferina 
de René Daumal......................................................................

La rebelión literaria - Transformar el mundo o cambiar la vida - El universo mágico de Ouspensky - Guerra Santa contra la ilusión - Daumal y Pauwels parten con Gurjieff - Una vía que une la Tierra con el Cielo - Sobre el “filo de la navaja” -
Transformación y renacimiento - El “castillo del dragón en el fondo del mar - Las dos revoluciones






Prólogo





Francisco García Bazán*









Marco temporal







Transcurría el segundo semestre del año lectivo 2011. Mientras atendía un curso libre sobre la “Epistemología de las ciencias ocultas” ante una concurrencia entusiasta de alumnos y graduados, debí recurrir a materiales de estudio de los tiempos de estudiante que circulaban en el medio universitario público cuando transitaba los primeros tramos de la Carrera de Filosofía. En aquellos años predominaba en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires la transmisión del pensamiento idealista alemán y francés, conceptualista y abstracto, junto con algunos atisbos del existencialismo y el neopositivismo lógico. Toda esta disciplina de estudio se mantenía alejada del gusto por la investigación humanística. Era el sello improvisado que la Revolución Libertadora de 1955 había impuesto en los programas de Filosofía después que el Rector Interventor de la Universidad, José Luis Romero, dejara cesantes a la mayor parte de los miembros del claustro anterior de profesores, entre ellos, Carlos Astrada, Luis Juan Guerrero, Miguel Ángel y Rafael Virasoro, Armando AstiVera, Ángel Vassallo, Eugenio Pucciarelli. Sobre dos de ellos se hicieron gestiones exitosas y pudieron volver. El resto deambuló por las aulas de instituciones de enseñanza superior del país o impiadosamente fallecieron durante el período, alejados del medio universitario.



Por lo dicho, para mí fue una sorpresa redescubrir el rico contenido de una revista publicada hacía precisamente me-dio siglo, Buenos Aires. Revista de Humanidades (año I, Nº 1, La Plata, 1961). Por entonces la nación había vuelto a retomar la normalidad institucional. Era Gobernador de la Provincia de Buenos Aires Oscar. E. Alende, y Presidente de la República Arturo Frondizi, y en esta nueva publicación periódica figuraban parte de los profesores suprimidos en la Universidad porteña, Eugenio Pucciarelli, Ángel Vassallo, Armando Asti Vera, junto con docentes provenientes de otros puntos geográficos, como Rodolfo M. Agoglia y Guillermo A. Maci. En la misma revista salían a la luz dos valiosos trabajos que despertaban vivamente en mí el interés ocasional: “Ciencia e historia de las religiones” de Armando Asti Vera y “La unidad cósmica y el sueño en la poética de Nerval” de Eduardo A. Azcuy.



Es que contra lo que rutinariamente se repite y sobre lo que últimamente han surgido voces para contrarrestar sus efectos simplificadores,1 la década de los años 60 –y sus proyecciones en la del 70– no se caracterizó con exclusividad por ser una monocorde sucesión de mensajes revolucionarios, sino que también hubo en la cultura argentina una ágil corriente de pensamiento animada por la inspiración del espiritualismo tradicional. Durante esa época la obra de Mircea Eliade se iba difundiendo en los medios universitarios y ganaban terreno las traducciones de Elémire Zolla, lo mismo que los escritos de Carl G. Jung. Aldo Pellegrini traducía y comentaba la literatura y el arte surrealista y presentaba en el Instituto Di Tella la muestra “Surrealismo en la Argentina”; Leopoldo Marechal publicaba El Banquete de Severo Arcángelo, EUDEBA editaba Las sociedades secretas y Los gnósticos de Serge Hutin y la misma editorial ponía a la venta Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada de René Guénon con un ilustrativo Estudio Preliminar: “René Guénon, el último metafísico de Occidente” debido a la pluma de Armando Asti Vera, quien por primera vez presentaba en lengua española con conocimiento directo y autoridad, al autor tradicionalista franco-egipcio2; el mismo Asti Vera había dado a conocer anteriormente Fundamentos de la filosofía de la ciencia e impulsaba la edición de Estudios de Filosofía y Religiones del Oriente desde el Centro de Estudios de Filosofía Oriental de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (I/1, 1971). Luc Benoist se hacía presente en nuestro medio por El esoterismo y F. García Bazán por Gnosis. La esencia del dualismo gnóstico (1971) –tesis de la UBA–. Héctor A. Murena, publicaba el ensayo Homo atomicus, Premio Municipal 1967, y completaba más adelante, poco antes de su muerte, sus inquietudes religioso-metafísicas con La metáfora y lo sagrado.



Durante el trienio en que Jorge E. Gallardo, recientemente fallecido, fue director del Suplemento Literario del diario La Nación –fines de 1977-1981–, los autores y temas tradicionales fueron difundidos con constancia en esas páginas de encumbramiento aúlico, prestigiosas en toda la geografía iberoamericana3. Más tarde, vendría el florecimiento de este tipo de publicaciones que inundó anárquicamente el mercado hispanoamericano, fogoneado por las editoriales españolas. 



Las páginas de El ocultismo y la creación poética no sólo reflejan la efervescencia espiritualista propia de toda la década del 60, que iba acompañada de las ofertas de las novedades en francés, italiano, inglés y alemán de las grandes librerías de la Capital Federal, circunstancias de las que participa Eduardo Azcuy como poeta y ensayista relevante ya en esos años4 sino que también anticipan lo que llegará a publicar5 y particularmente a llevar a concreción en la próxima década, hasta su prematuro fallecimiento el 14 de enero de 1992. Facilitaré unas fugaces impresiones sobre esta segunda etapa de su existencia. Efectivamente, en torno al año 1975 Fray Juan Al-berto Cortés le ofrece a Eduardo la dirección de un emprendimiento editorial de la Orden Franciscana radicado en San Antonio de Padua (Provincia de Buenos Aires); se trata de Ediciones Castañeda, que publica en los años subsiguientes casi medio centenar de volúmenes, en los cuales se hallan presentes las convicciones patrióticas y políticas tendientes a la dignificación de la sociedad y del pueblo argentino, y no con fines efímeros, sino con una orientación de amplia apertura cultural de destino trascendente, superación espiritual y precisión crítica en los temas seleccionados. Estas exigencias no eran más que la objetivación de virtudes intrínsecas a la naturaleza humana de Eduardo Azcuy, a las que as-piraba ofrecer una realización histórica.



Durante estas circunstancias halagüeñas dentro de un proyecto cultural y editorial promisorio, conocí a fines del año 1976 a Eduardo Azcuy y a su esposa, Graciela Maturo, comprometidos con la gestión y dirección del Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) y su revista Megafón. Eduardo con sus cincuenta y un años estaba armado con todos los recursos de optimismo y formación intelectual, de humildad, de convicciones espirituales y de experiencia que lo constituían para ser en la Argentina un director de ediciones fuera de serie. Cuando se leen sus libros se advierten estas cualidades que pudo materializar en planes editoriales, pero cuando se ingresa en la lectura de El ocultismo y la creación poética, esas dotes adquieren para el observador sus perfiles de formación “claros y distintos”, como diría Renato Descartes, amasados en la frecuentación de poetas románticos, simbolistas y surrealistas que había traducido y comentado por muchos años, la lectura constante y sistemática de críticos e historia-dores de la literatura europea de los siglos XVIII, XIX y la primera parte del XX y, sobre todo, el conocimiento de una bibliografía sobre la sabiduría de los mitos, las religiones comparadas y la filosofía teosófica de las tradiciones sagradas de Oriente y Occidente, que constituyen el sostén de interpretación subyacente a la exposición de las corrientes literarias y de los poetas que expone en esta obra. Quizás el libro más valioso dentro de su multiforme producción, y que constituye en el marco cronológico de los tiempos modernos, una contribución singular a la historia de la poesía y al proceso de la inspiración poética inseparable del sentido de lo sagrado6.


Contenido e interpretación del libro


El volumen que el lector tiene entre sus manos se compone en su edición original de ocho capítulos con sus respectivas notas bibliográficas, a los cuales fueron agregados dos más en la segunda edición, tal como figuran en la presente.

El libro posee propia organicidad interna y así está dividido en dos partes y éstas repartidas en ocho capítulos que fueron ampliados a diez en la segunda edición. La primera parte bajo el título de “La poesía como aventura metafísica” ofrece la clave de interpretación de la poesía como meta realizativa y sus caminos de acceso temporales. De esta manera el capítulo I plantea la realidad del “paraíso perdido”, su humana búsqueda y el secreto del reencuentro. Los relatos míticos en diversas escalas y universalmente transmiten la conciencia de esa realidad, la nostalgia de su pérdida y la posibilidad de su actualización. Una dimensión transcendente al tiempo, el espacio y la historia, invariante y arquetípica, que en lo oculto de sus vivencias primordiales llama al hombre caído o alejado de la perfección y que merced al recitado de esas palabras que reproducen el estado primero, “la historia verdadera”, y los ritos, asimismo miméticos o reproductores de las acciones o aventuras ejemplares de las figuras míticas, permiten la cíclica reactualización de esos paradigmas y su íntima organización. El ser humano no reposará hasta encontrar esa patria añorada y el mito (palabra autorizada) y el logos (palabra discursiva) no se oponen, sino que se complementan hasta encarnar-se en la unidad: “En el Principio era el Logos” (Jn 1,1). Lo expuesto explica no sólo la interpretación hierológica de los estudiosos y filósofos contemporáneos de las religio-nes (Mircea Eliade, Georges Gusdorf), y de antropólogos e historiadores de las religiones comparadas (Lucien Lé-vy-Bruhl y W. Schmidt), sino asimismo el renacimiento de la recuperación de lo arcaico por parte de los román-ticos alemanes o de metafísicos sensibles al valor de la revelación contenida en la historia primitiva del mundo y la humanidad (F.W. Schelling, Introducción a la filoso-fía de la mitología).

El capítulo II acerca de “Ocultismo y poesía” es la bisagra que articula el planteamiento hierológico general del libro con su material específico: la poesía y la creación poética entre los vates “esotéricos” u “ocultistas”. No hay que confundirse con los términos y los tiempos históricos. La concepción ocultista se refiere a lo “oculto” en sentido general y a los medios de comunicación que este núcleo significativo promueve para llegar a ser efectivo, que con anterioridad a la postura de Paul Vulliaud –en torno a 1906– y la distinción y separación entre “esoterismo” y “ocultismo” a la que René Guénon adhirió con rígida decisión, carecía de vigencia7. Lo fundamental del sentido genérico del ocultismo, sin embargo, se debe a Éliphas Lévi y al éxito de su obra, Dogme et rituel de la haute magie (1856). Sostenía que en las doctrinas secretas de los hebreos, caldeos y egipcios se encontraba la solución para el retorno a la unidad de la ciencia y la religión8. Y si volvemos a la línea de los impulsores del valor de lo oculto que se encubre bajo lo normalmente aceptado como significativo –percepción sensible, razonamiento e intelección– desde Alberto Magno al abate Juan Tritemio pasando por Nicolás de Cusa y alcanzando en la misma línea alemana a Cornelio Agripa,9 observamos que lo importante no es llegar a intuir o palpar lo que se oculta entre las apariencias, cuanto ahondar eficazmente lo oculto, la naturaleza de lo inmanifiesto.

Este es el itinerario universal del ocultismo y los poetas particularmente dotados para ceñirse al paso de esta escalada o descenso –es indiferente el sentido de lo hacia arriba o hacia abajo–, a lo real, y que Azcuy trata desde los románticos en adelante (Novalis, Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Daumal, Rilke, el Surrealismo) mediante el estilete de la inspiración poética, tienen el privilegio de horadar el muro de la multiplicidad ilusoria y penetrar –pese a ellos mismos– en el diamante indestructible de la Unidad. Enlazados por esta profunda afinidad entre el Uno y la poesía, el autor convencido tomará como flecha indicadora la caracterización de Robert Amadou: “El ocultismo es el conjunto de las doctrinas y de las acciones fundadas en la teoría según la cual, todo objeto pertenece a un objeto único y posee con todos y cada uno de los elementos de dicho conjunto relaciones necesarias, intencionales, no temporales y no espaciales” (p. 44). Así seguirá avanzando este auténtico ensayista argentino10 para internarse en los casos particulares.

Por ese motivo en el capítulo III bajo el título de “Romanticismo y misticismo”, se examinará la relación de familiaridad que existe entre los románticos alemanes y franceses, y el proceso universal de la mística cuya escala, orientándose desde lo producido agotado y efímero, se levanta hacia los principios productores, desde los seres naturales a la naturaleza misma y desde ésta a sus gérmenes eficientes. El alma del mundo es la verdadera fuente vivificante y tras ella reina la totalidad una y el Uno inefable. Plotino, Meister Eckhart y los neoplatónicos teúrgicos como Jámblico de Calcis y Sinesio de Cirene padres de la oniromancia y la onirocrisia, y el mismo Shankaracharya, maestro de la no dualidad del Vedânta, son en este punto los guías y psicopompos universales. Unos versos de William Blake sirven para ilustrar esta atmósfera romántica que reposa en tan dignos antepasados: “Ve un mundo en un grano de arena/ y un cielo en una flor silvestre. / Ten el infinito en la palma de una mano/ y la eternidad en una hora” (p. 59). El lugar prototípico alcanzado por Novalis ejemplifica convenientemente la exaltación de la introspección ascética que profetiza el renacimiento divino de lo que es el hombre, porque: “Dios quiere dioses” (p. 63).11 Sin artificio esta primera parte concluía originaria-mente con el capítulo : “La unidad cósmica y el sueño en la poética de Nerval”, porque en Gerardo de Nerval la co-rriente de Maestros Iluminados y en especial el Filósofo Desconocido, Louis-Claude de Saint Martin, han incitado una fina sensibilidad que vincula los ritmos y analogías del cosmos percibido en estado de vigilia como la cara convexa del interior onírico y se entrega y sumerge en los estados de sueño dejándose conformar por sus profundidades. Son los estados de sueño los que se interpretan por sí mismos no sus exégesis significativas en situación de vigilia. Desde luego que esto no es posible sino con la expresión connatural que se revela en la poesía y por la poesía, así no sólo es posible deslizarse hacia lo humana y cósmicamente impensable, sino asimismo experimentar directa y espontáneamente lo abismalmente secreto que no se conquista, sino que se otorga, cuando incluso se deponen todos los recursos de las ciencias ocultas que tanto costo personal exigieron para ser obtenidos.

De Nerval se ha escrito como ratificación de lo descripto: “Se obstina en ese abismo atrayente, en ese sondeo de lo inexplorado, en ese desinterés por la tierra y por la vida, en esa entrada en lo prohibido, en ese esfuerzo por palpar lo impalpable, en esa mirada sobre lo invisible; a él viene, a él vuelve, a él se asoma, sobre él se inclina; da en él un paso, luego dos, y así penetra en lo impenetrable, y avanza en las extensiones sin fronteras de la meditación infinita” (p. 89).

La Parte segunda del volumen, titulada “Descenso al cosmos interior”, es al mismo tiempo su culminación a través de la exposición de los tres poetas francófonos – Baudelaire, Rimbaud, Daumal– y otros representantes del movimiento surrealista, pertenecientes a la especie de los “malditos”.



El capítulo titulado “Baudelaire y las doctrinas esotéricas” comienza haciendo hincapié en el mundo cuyo múltiple y sutil entramado revela la voluntad de separación de la unidad de la que procede por actitud y obra satánica. La tradición ocultista de sesgo hermético que a través del Medioevo despierta en el Renacimiento por la traducción latina del Poimandres y los restantes tratados del cuerpo literario hermético, se conserva y difunde en la Francia decimonónica por medio del martinismo. Martínez de Pasqually y sus discípulos marcan la línea de influencia doctrinal. Charles Baudelaire, sumergido en este mundo invertido y en tensión entre las analogías entrevistas y los modelos celestes, busca en su conflicto profundo el “paraíso perdido” oscuramente vislumbrado, persiguiendo sus indicios hasta las más oscuras profundidades. Arrojado en el mundo y sintiendo todos los embates de su cautiverio lucha con su impulso poético, el solo recurso eficaz en su impotencia, porque la poesía es la “cadena de oro” imperceptible y dolorosa que une con el origen y la transmisión de los eslabones herméticos así lo va enseñando. El propio título de una de las grandes obras de Baudelaire, Las flores del mal, expresa con elocuente desesperación la ambivalencia de la actitud del hombre y poeta perdido en el cieno terrenal, pero bus-cando en el barro la “pepita de oro”, ajena al mundo y a la falsa civilización, que lo pueda redimir. El resplandor intermitente de la belleza sepultada lo atrae irresistiblemente y así su individualidad se opone heroicamente a todos y a todo y llega a buscar, fuera de una tradición ritual que considera viciada y perimida, también los recursos de los “paraísos artificiales”, que le ayudan a transponer la conciencia en un tipo de inconsciencia superior. En su caso presiente que la destrucción del compuesto psicosomático sentido como un lazo aterrador, lo levanta hacia la pureza. Pero la ambigüedad de esta posición y su ambivalente vocación cainita frente al compromiso –“Raza de Caín, ¡Sube al cielo y arroja a Dios sobre la tierra!”–,12 ha quedado, sin embargo, testimoniada por el mismo poeta de modo más explícito en el esplendor esperanzado de L’ art romantique, como lo registra Azcuy: “Este admirable, este inmóvil instinto de lo Bello es el que nos hace considerar a la Tierra y sus espectáculos como un resumen, como una correspondencia del Cielo. La sed insaciable de todo lo que está más allá y que la vida revela, es la prueba más viva de nuestra inmortalidad. Por la poesía y a través de la poesía, por y a través de la música, el alma entrevé los esplendores situados detrás de la tumba; y cuando un poema exquisito hace asomar las lágrimas a los ojos, esas lágrimas no son la prueba de un exceso de goce, son más bien el testimonio de una melancolía irritada, de una postulación de los nervios, de una naturaleza exilada en lo imperfecto y que quisiera apoderarse inmediatamente en esta tierra de un paraíso revelado” (p. 101).

La poética baudelaireana, transida de estro gnostizante, naturalmente desemboca en el siguiente capítulo, que guía y encamina al lector desde su título: “Rimbaud y la rebelión fundamental”.

A Jean Arthur Rimbaud ha dedicado Eduardo Azcuy una atención múltiple, varias ediciones de sus poemas y diversos estudios, de manera que lo tratado en el presente capítulo puede ser amplificado con los restantes trabajos hasta el más reciente del año 1991. Las etapas de Azcuy en sus traducciones de la poesía de Rimbaud, tarea en la que se cuenta entre los pioneros en la Argentina, y los artículos que dedicó al poeta, reunidos más tarde en Rimbaud. La rebelión fundamental, quedan como pantalla de fondo de El ocultismo y la creación poética.

¿Qué es lo que Azcuy captó primordialmente en el numen del “poeta maldito”, principio conformador de su personalidad de vidente y base que subyace a los indicios ocultistas, orientalistas y esotéricos que señala? Estimo que ha sido la impronta activa en un artista, de un arquetipo perdurable. El paradigma del noûs o pneûma, del espíritu exiliado, fuera de sí y oculto en las sombras, el motivo inextinguible que humanamente irrumpe como “nostalgia del Paraíso”, que el mito gnóstico describe trágicamente como la situación del pneûma abandonado en la tiniebla o de la Sabiduría mancillada que corre de burdel en burdel, pero que cuando adquiere conciencia, retorna sobre sí, abandona la propia ilusión biopsíquica, despierta en el caos –que se ofrece como el mundo de los sentidos y la razón– lo rechaza como obra de un demiurgo ignorante y nocivo y comienza a balbucear míticamente la plenitud redescubierta adentrándose por el silencio en el seno del Dios real, desconocido e inefable. Y ahora, sí, instalado el pneumático en el nuevo nivel de conciencia no consciente, logrado por la quiebra del orden habitual, se ha hecho posible pasar de la ignorancia al conocimiento, de la oscuridad a la luz, de las pesadillas del sueño al despertar jubiloso extraonírico. El que conoce se siente en el desorden a su pesar, pero sabe también que la anarquía, aunque lo esclaviza y maltrata, no lo cambia; por eso Sofía, bajo la figura femenina de Eva-Norea, hace mofa de sus pretendidos violadores arcónticos que, frustrados, maltratan a su simulacro. El gnóstico es como el oro –imagen valentiniana preferida, a la que más arriba hicimos alusión– al que oculta el barro, pero no lo mancha; libre del sometimiento de la ley moralizante, goza –como liberado viviente– de la libertad del espíritu. Por eso el gnóstico puede expresar: “Somos despreciados por los mundos, aunque ningún interés les prestamos cuando nos difaman. Los ignoramos cuando nos persiguen. Cuando nos insultan, los miramos y guardamos silencio”.13 Azcuy ha percibido esta cualidad pneumática invicta como propia en el tejido de la creación poética de Rimbaud. Esta experiencia le permite al “poeta maldito” romper el nivel ordinario de la conciencia, descubrirse como un “yo otro” que el yo psíquico, tocar las profundidades de lo no consciente, un estado diverso que lo conduce a “estar fuera del mundo” y lo lleva en retorno, como extranjero, hacia la patria abandonada o la “pureza salvaje”. Su rebeldía contra el mundo y los hábitos literarios, su grito de “mort à Dieu”, su búsqueda de un lenguaje inédito e imposible de decir y su aspiración, incluso, hacia otro Dios, ignoto, escondido, se inscriben en este principio estructurante. Pero también como conformación de este áspero camino contra la naturaleza traicionada y contra Dios disminuido, se da su inevitable errancia por un mundo cuyas ilusiones enfrenta, pero que no le da pausa, ni refugio, ni reposo, como un extraño en él. “Su alienación”, como escribe Azcuy, “es semejante a la del hombre-Dios… es un «herético» sin fe que abomina de las posturas occidentales y añora… «la patria primitiva»”.

Es natural que quien haya experimentado el conocimiento, palpado la plenitud arcana, esté por encima de la fe, y que llevado de su pasión luciferina –“portadora de la luz”– y sobrecogido por el misterio de lo numinoso tenga solo desdén y silencio para el mundo, o sea, para el espejismo de lo ilusorio. Esa alma extraviada entre los hombres se desplazará sin aparente sosiego por los desiertos del amor humano. Pero esa experiencia lograda sin maestros y sin instituciones le ha permitido, “despertar en el alma universal”, acota Azcuy, y de este modo, agregaríamos, ser señor invisible de su cuerpo y de su psique, al participar del gobierno del cuerpo de engaño universal. El poeta se ha instalado también más allá de los maestros y de las iniciaciones, como la Erminia de Hesse transforma a Harris, Beatriz a Dante y Sophia von Kühn a Novalis. Pero el planteo del tema –en relación con la Sabiduría (Sophia) o la Pistis-Sophia de los gnósticos valentinianos-setianos y su lenguaje– en vínculo con el “alma del universo” nos introduce en la parte última del comentario. Ya con las anteriores consideraciones sobre este poeta prototipo de la galería de los poetas ocultistas y su sentido, hemos llegado al centro creativo de El ocultismo y la creación poética. El capítulo “Surrealismo y revolución interior” no tiene otro objetivo que señalar el cuadro en el que los autores surrealistas (André Breton, Louis Aragon, Paul Éluard y otros) han articulado los aportes de la familia constituida por los anteriores precursores fulminadores del mundo y sus convenciones sociopolíticas y económicas –por encima de las controversias ideológicas– no por constituir un absurdo existencial como querría la interpretación de Jean Paul Sartre, tan de moda en esos años, cuanto porque lo establecido superficialmente entendido a imagen del hombre, es engañoso –simple nombre y convención sin raíz– es deleznable y aborrecible en su esencia. Con René Daumal se puede confirmar el ejemplo de la peripecia humana y la obra, indisociable de ella, de un testigo sacrificado en la pira purificatoria de la propia poesía que separa del mundo y sube al empíreo sellado de los poetas, cuando el artista creador se experimenta verídicamente. Como dice la Upanishad, como oferente, don ofrecido y acción sacrificial: sacerdote, ofrenda y rito. 

El texto de El ocultismo y la creación poética que ahora se reedita no es el mismo que publicara en 1965 la editorial Sudamericana, y que fuera premiado por la Sociedad Argentina de Escritores, en 1967, con el Gran Premio de Honor –otorgado por un jurado que presidió Lysandro S.Z. de Galtier el año anterior– sino el de la segunda edición, que amplía con dos nuevos capítulos, IV y VIII, a la anterior. Esa edición, que sirve de base a la nuestra, le fue solicitada a Eduardo Azcuy por el poeta venezolano Juan Liscano, y salió a la luz en Caracas, por la editorial Monte Ávila, en 1982. El primero de esos capítulos dedicado a “Novalis y la visión del «Otro reino»”, muestra la originalidad mayor del joven poeta al hacer hincapié en la figura gnóstica de Sofía, la Madre oculta, que gobierna invisiblemente el designio providencial del mundo caído en el tiempo. La muerte prematura de su prometida Sofía von Kühn despertó en Novalis, imprevista pero inconteniblemente, el impulso de un proceso interior que combinado con la melancolía de la ausencia de la amada, lo llevaba inconscientemente hacia la verdadera meta, la divinidad escondida en lo profundo del alma. El otro capítulo intercalado, sobre “Rilke: el diálogo con lo invisible”, complementa admirablemente al anterior en el plano teosófico, puesto que pone de relieve la sutil religiosidad del autor de La elegías del Duino, quien asi-mismo percibe en el mundo interconectado de manera in-visible, la comunicación entre las entidades espirituales y su intimidad personal. Es el nivel de la realidad ajena a lo empírico, que vibra al entrar en contacto con el fondo sin fondo de la divinidad.

Hemos intentado glosar al creador y la obra en una época no tan lejana de claros y de sombras, pero es necesario –a modo de colofón– decir unas palabras, aunque sean arriesgadas, acerca del arte poética de Eduardo Azcuy, según se desprende de su trabajo como poeta, como teórico y crítico de los poetas ocultistas examinados en su extraordinario libro, que ahora se reedita por compulsión de los tiempos maduros. Estas máximas conclusivas hemos querido encerrarlas, de acuerdo con la organización decimal del libro en su estadio último, en una decena de proposiciones, número completo en la serie de los números naturales, según lo enseña la tradición de Pitágoras.14

1º Porque hay poesía existen los poetas.

2º El poeta genera una obra poética. En esto Eduardo Azcuy no se separa de Aristóteles, la poesía se concreta como poema.

3º Pero la producción poética se origina en la actividad mediadora y productiva del poeta y esta acción arraiga y se nutre de la poesía. Hay una obvia desproporción entre el principio y sus productos y el franqueamiento de esta grieta exige purificación.


4º La poesía es por esencia universal y anterior a la caída del hombre del estado de perfección. De esa situación primordial hablan los mitos, la reflejan los paradigmas rituales y las grandes doctrinas metafísicas y religiosas. Ésa es la tradición perenne, rediviva.


5º No obstante, esa tradición primordial, presente por doquier, la vemos envilecida y encubierta, aunque se la haya querido conservar en sus virtualidades prístinas por corrientes que cultivan lo oculto. Lo “oculto”, empero, no es una realidad meramente confidencial, sino la sabiduría sustancial mantenida y cuidada, que subyace y se distingue de las instituciones y convenciones, de las racionalizaciones científicas, filosóficas y teológicas, y de las prácticas sociales rutinarias.

6º La tradición primordial es una vigencia escondida a la que se llega por vías diversas, pero todas despojadas de exterioridad: la teosofía metafísica, la mística con sus diversas manifestaciones y experiencias, el cultivo del saber y las prácticas esotéricas, la poesía incluida entre las bellas letras.

7º Por este motivo entre estas cuatro esferas del humanismo universal existen connaturales paralelismos y analogías.

8º En fin de cuentas, todas estas vías convocan a la experiencia por medio de sucesivos despojos y transformaciones de estado, que buscan lo en sí inmanifiesto o el “conocer desconociendo”.


9º Resulta evidente que el reconocimiento de las vías, caminos o escalas de acceso efectivos hacia lo oculto, es inexcusable y ávidamente apetecible por los buscadores de lo Absoluto (cultos mistéricos, iniciaciones, prácticas espirituales, aproximación eficaz al sentido de las ciencias ocultas). En la declinación radical de la cultura contemporánea es lo más difícil de encontrar y la impaciencia ha inducido muchos desvíos. La humildad y sabiduría de Eduardo Azcuy, notablemente visible para quienes lo hemos frecuentado estrechamente, quizás sea el mejor antídoto para evitar las precipitaciones.


10º Los poetas ocultistas, por su parte, sirven de ratificación para descubrir este momento especialmente complejo del vínculo poesía-poeta. Estos creadores poéticamente inspirados son impregnados por la poesía y así lo prueban. Cómo llegan al contacto poético se ignora, aunque es evidente que en ellos se han dado cambios interiores para poder aproximarse al principio. No se sabe de los medios de acceso indómitamente buscados, pero sí de los resultados revelados por ellos mismos: “la poesía es magia”, es decir el toque o inmersión en la poesía compele a crear armónicamente, o sea, a manifestar lo inexpresable a través de la expresión rítmica y con consonancia tonal. La poesía no es la música de las esferas, pero sí melodía de los ángeles y démones.15 Poesía, misterios, mística y metafísica resultan inexplicables sin la propedéutica de las ciencias ocultas.






* Investigador superior del CONICET, presidente de la “Fundación de Estudios de la Antigüedad Tardía”. 


1. Cf. Ch. Ferrer, “El frágil ardor del instante”, en Revista Ñ, 14-IV-2012, p. 12 y A. Faretta, «La elección del enemigo», ibídem, p. 18. 



2. Como oportunamente lo hemos recordado, Armando Asti Vera ha sido el introductor sistemático de la doctrina guenoniana en lengua española, cfr. F. García Bazán, René Guénon y el ocaso de la metafí-sica, Ediciones Obelisco, Barcelona, 1990, cap. VI, pp. 73-87. 



3. Era la época en que los grandes suplementos literarios, como los de La Prensa y La Nación, eran orgullo de la cultura argentina. Posteriormente todo ese esfuerzo secular ha sido desmantelado. Igualmente editoriales como Sudamericana, Losada, Kapelusz, EMECE o Nova, que marcaban el ritmo del progreso intelectual en español, fueron superadas por los tiempos sin orientación. 



4. Aquí debemos agregar la presencia de los grupos de seguidores de los maestros provenientes de Europa Oriental, G.I. Gurdjieff y P.D. Ouspensky, que tuvieron resonancia en la Argentina y a los que nuestro autor se refiere en los capítulos IV y VII. Ver J. Needleman en Wouter J. Hanegraaf (ed.), Dictionary of Gnosis & Western Esote-rism, Brill, Leiden, 2005, I, 445-454 y II, 911-913. 



5. Ver en particular, Eduardo A. Azcuy: Arquetipos y símbolos ce-lestes, F. García Cambeiro, Buenos Aires, 1976; Identidad cultural y cambio tecnológico en América Latina, Centro de Estudios Lati-noamericanos, Buenos Aires, 1985; Asedios a la otra realidad, Kier, Buenos Aires, 1999. 



6. El ocultismo y la creación poética ha generado un justo reconoci-miento a su autor en el área de la lengua española y asimismo en Francia, en los círculos de investigadores del hermetismo literario. 



7. Cfr. J.P. Laurant, “Occultisme”, en J. Servier (dir.), Dictionnaire critique de l’ésotérisme, PUF, París, 1998, pp. 964-967 y L’ésoterisme chrétien en France au XIXe. siècle, L’Âge d’Homme, París, 1992. 



8. Cfr., ibídem, p. 964. 



9. Cfr. F. García Bazán, “El neoplatonismo cristiano medieval: entre los dominicos de Colonia y sus proyecciones filosóficas”, en VII las Jornadas Nacionales de Filosofía Medieval, 19 abril 2012, Centro de Estudios de Filosofía Eugenio Pucciarelli, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires; CD ISBN 978-987-537-118-7 (“Actualidad del Maestro Interior”); Noel L. Brann, “Trithemius, Johannes”, en W.J. Hanegraaf, Dictionary of Gnosis & Western Esoterism II, pp.1135-1139 y “Trithemius, Cusanus, and the Will to the Infinite: A Pre-Faustian Paradigm”, en ARIES. Journal for the Study of Wes-tern Esoterism 2/2 (2002), 153-172. 



10. En nuestra decadente cultura ciudadana ocurre con el término “ensayista” igual que ha sucedido con el vocablo “filósofo”. Pero la naturaleza propia de ambos se distingue tanto por el género funcional controlado por los pares, como por los fines a que tienden los autores, antes a los superiores que permiten crecer a la cultura que a los mediocres o subalternos, que buscan los intereses políticos o sociales en beneficio propio. 



11. Sobre el misticismo cósmico ver. F. García Bazán, Aspectos inusuales de lo sagrado, Trotta, Madrid, 2000, pp. 79-100, esp. 82-84. 


12. Sobre el sentido profundo del cainismo ver F. García Bazán, El gnosticismo: esencia, origen y trayectoria, Ed. Guadalquivir, Buenos Aires, 2009, pp. 82-92. 

13. Ver F. García Bazán, “Resurrección, persecución y martirio según los gnósticos”, en Revista Bíblica, 42/175/1 (1980), 31-41. 

14. Cfr. F. García Bazán, La concepción pitagórica del número y sus proyecciones, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2005, cap. 1, pp. 23-33. 

15. En este punto intersectan la sinestesia, la teúrgia y la magia. Cfr. F. García Bazán, Oráculos Caldeos con una Selección de Testimonios de Proclo, Pselo y Miguel Itálico, Gredos, Madrid, 1991, Introducción, esp. pp. 28-31. 











Primera parte




La poesía como aventura metafísica





Todo hombre es libre de ir o de no ir a ese terrible promontorio del pensamiento desde el cual se divisan las tinieblas. Si no va, se queda en la vida ordinaria, en la conciencia­ ordinaria, en la virtud ordinaria, en la fe ordinaria o en la duda ordinaria; y está bien. Para el reposo interior, es evidentemente lo mejor. Si va a esa cima queda apresado. Las profundas olas del prodigio se le han mostrado. Nadie ve impunemente ese océano. Desde ese momento será el pensador dilatado, agrandado, pero flotante; es decir el soñador. Un extremo de su espíritu lindará con el poeta y el otro con el profeta. Cierta canti­dad de él pertenece ahora a las sombras. Lo ilimitado entra en su vida; en su conciencia…



Se convierte en un ser extraordinario para los otros hombres, pues tiene una medida distinta que la de ellos. Tiene deberes que ellos no conocen.


Víctor Hugo, Shakespeare





Capítulo I



La búsqueda del paraíso perdido



La nostalgia del paraíso. Schelling y el tiempo primordial. Los orígenes fabulosos. El Shamanismo y las técnicas del éxtasis. Repetición y eterno retorno. Regreso a la eternidad. Nacimiento de la poesía. El poeta y el místico







La mitología en tanto que historia de los dioses, no puede haber sido sino un producto­ de la vida: una cosa vivida, experimentada,­ probada.



Friedrich Schelling

Introducción a la filosofía de la Mitología




Había entonces gigantes en la tierra, y también después, cuando los hijos de Dios se unieron con las hijas de los hombres, y les engendraron los héroes, esos valientes del mundo antiguo.




Génesis 6:4




En lo profundo de su psique, el hombre guarda un sentimiento ahistórico, la huella de una existencia más completa, más rica, de una época en la que participó de la condición paradisíaca del Hombre perfecto. Esa situación primordial tuvo lugar in illo tempore, en el Gran Tiempo de los orígenes, en una Edad de Oro “absolutamente mítica”. En ese tiempo fabuloso, el hombre “natural”, en estado de beatitud y libertad, se hallaba frente a frente a los superhombres que descendían a la Tierra, para mezclarse en sus asuntos y orientar su vida. Los mitos de ascensión nos hablan de la extrema “proximidad” entre la Tierra y el Cielo. Sin embargo, un profundo trastrocamiento alteró ese régimen existencial­. El hombre experimentó una modificación cualitativa en el interior de su ser y fue proyectado al cauce de la temporalidad. La caída significó una “ruptura” esencial en la condición humana. Sus consecuencias fueron el sufrimiento, la sexualidad, el politeísmo y la muerte. El cielo se tornó lejano, las “escalas” que comunicaban con los niveles superiores, fueron abatidas y la montaña mágica aplanada. La época paradisíaca llegó a su fin y el hombre, privado de su condición original, se convirtió en un ser caído.

A partir de entonces, limitado en su percepción y en sus poderes, segregado del seno generoso de la natura­leza, añora su antigua condición edénica. El recuerdo del Paraíso, impreso aún en las estructuras psíquicas que preceden a nuestra psiquis individual, es decir en lo que Jung denomina inconsciente colectivo, supervive­ degradado en imágenes y símbolos. Se lo intuye en las islas terrestres, en el paisaje de los trópicos, en la libertad­ sexual, en la beatitud de la desnudez, en la búsqueda del “otro lugar” y en el deseo de algo completamente distinto del instante presente.


Esas nostalgias pertenecen a lo más profundo de la vida espiritual y exponen al desnudo las secretas modalidades del ser. Mircea Eliade 1 considera que la existencia­ más mediocre está plagada de símbolos, de hierofanías­ en desuso y de mitos olvidados. “El hombre más realista vive de imágenes y la nostalgia más abyecta disfraza la nostalgia del paraíso”. Separar los entusiasmos y los sueños de lo concreto de la vida no corresponde a la realidad. “El hombre moderno que desprecia las mitologías, no deja, por ello, de nutrirse permanentemente de mitos caídos y de imágenes degradadas”­. Ese tesoro subsiste, aflora en múltiples expresiones del alma, inspira a los poetas, vivifica a la cultura y proyecta al hombre condicionado por la historia, hacia un ilimitado cosmos espiritual. Como expresa Dardel,se manifiesta en los más naturales sentimientos colectivos y es el resorte secreto de nuestra visión del mundo.


Su presencia es el signo de una antigua armonía, de una vida más plena y profunda que mantenía corres­pondencias con el cosmos y disponía de facultades para captar la realidad que hoy se adelgaza y se degrada a través de los canales sensoriales. Los ensueños, los entusiasmos las imágenes del inconsciente “poético” son fuerzas plenas de significado que jamás podrán extirparse.



El espíritu humano nunca ha dejado de experimentar ese oscuro deseo de trascender el tacto, de acrecentar los surcos invisibles, de transitar a tientas las sendas interiores en busca de un nivel paradisíaco, fuera del Tiempo y de la Historia. El hombre del reino pugna en el inconsciente, se abalanza en los sueños, crece en los éxtasis y en lucha permanente con los “yo” sucesivos que elabora la percepción condicionada, intenta­ superar el pensamiento discursivo y acceder a un estado impersonal e intemporal más allá de la vida y de la razón ordinarias.


Friedrich Wilhelm Schelling (1775-1854), que adelantándose a la búsqueda de los modernos etnólogos, deterioró la imagen falsa acuñada por el racionalismo, fue uno de los primeros en penetrar con agudeza el enigma de la mitología.3 Considera a la “caída” como una conmoción esencial que interrumpió una época homogénea y la homologa a una crisis espiritual ocurrida en la conciencia humana. El filósofo especula sobre varios procesos sucesivos. El primero, más íntimo, se desarrolla en la propia conciencia transformándola cualitativamente. El segundo, más exterior y perceptible,­ se manifiesta, por la involuntaria diferenciación de las lenguas, y el tercero se traduce en la separación de­ la humanidad primordial, en grupos que se excluyen mutuamente.

La ciencia moderna también se acerca a estas concepciones románticas. Herbert Kühn4 relaciona la antropo­logía científica con la antropología religiosa. De acuerdo­ con los últimos estudios y hallazgos, se juzga como un hecho seguro la realidad de una época edénica que coincidiría con la Edad Glacial.

Los escritos más antiguos de la Biblia; el Rig-Veda; el poema épico de Gilgamés, cuyos fragmentos se remontan al tercer milenio; y Los Trabajos y los Días, de He­síodo, conservan el fabuloso recuerdo del Edén. Textos sumerios y babilónicos lo citan y asoma asimismo con su perfil intemporal en el Mahabharata (VI, 7), el Ramayana (IV, 43), las tradiciones budistas y la lite­ratura de los griegos. El cristianismo habla de un estado primordial de perfección espiritual llamado justitia originalis.


Kühn afirma que esa época estuvo representada por la Edad Glacial, en cuyo transcurso no existió propiamente la historia, pues el hombre vivió en una substancial inocencia respecto de cuanto lo rodeaba y en una absoluta identificación con la naturaleza. “El estado, paradisíaco – escribe– tiene su raíz en el pensamiento armónico,­ en la conciencia sin falla, en la simple dedicación a la naturaleza, en la concreción de la vida, en la claridad para concebir al mundo”.5 Sin embargo, entre el fin de la Edad Glacial y principio del Neolítico (10.000 a 6.000 años A.C.), se produce, de acuerdo con Kühn el descubrimiento de la agricultura con sus ciclos periódicos y el hombre, vuelto objeto de su propia naturaleza, comienza a percibir lo que existe detrás de las cosas y a reconocer su sentido abstracto y trascendente.



Esta interpretación, menos audaz y más racionalista que la del filósofo romántico, tiene el mérito de acer­car la ciencia a la religión, pero no determina el grado de profundidad que caracteriza a esa honda transformación mental que es en definitiva la “caída”.



Para el hombre arcaico, ese hombre que describen los mitologemas y que se mueve fuera de las culturas historiográficas en una supuesta dimensión intemporal, la realidad se inscribe en un solo orden. No existen para él dos imágenes del mundo, sino una. La conciencia mítica que permite al hombre original soldarse con los ritmos de la naturaleza, genera una imagen ensanchada de lo real. La lógica ordinaria y la lógica afectiva se integran con una lógica que hoy llamaríamos de lo “paranormal”, formando una unidad originaria de la conciencia y del mundo. La pérdida de esta totalidad, con su secuela de limitaciones, constituye el hecho fundamental­ que determina la iniciación de la cronología y el nacimiento de los mitos.



Schelling considera la existencia de una época inicial, un período atemporal, “absolutamente prehistórico” o mítico que no revela sucesión ni cambios. A ese tiempo primordial que caracteriza a la humanidad indivisa se superpone lo “relativamente prehistórico”, es decir que, afirmando la separación efectiva de los períodos temporales, el primero es una especie de Eternidad. Solamente­ se perfila como pasado, al conectarse con lo relativamente prehistórico y con lo propiamente histórico regido por la cronología. Para Schelling, ese tiempo primordial posee un particular contenido y se rige por principios y leyes diferentes. Es la época de una humanidad en muchos aspectos superior a la actual, que protagonizó sucesos reales de carácter extraordinario. De ahí que afirme la realidad de los héroes y rechace los orígenes humildes que se asignan a la humanidad primera. Schelling insiste en una comunidad original no desmembrada, que hablaba un solo idioma y veneraba a un solo Dios. Esta idea de un monoteísmo inicial, ya entrevista por Lessing en La Educación del Género Humano (1780), la desarrolló Lang hacia 1900 y finalmente fue fundamentada por Wilhelm Schmidt, en sus minuciosos estudios etnográficos sobre el “Dios Altísimo”.6



Vista a través del pensamiento de Schelling, la mitología no es el producto de la imaginación de los poetas, ni deriva de la personificación simbólica de nociones morales. Tampoco proviene de la interpretación que el hombre arcaico habría hecho de los prodigios naturales, como pretenden los mitólogos naturalistas que todo lo refieren a los cuerpos celestes o a los fenómenos de la meteorología. La mitología nace con la irrupción de los arquetipos y se desarrolla conjuntamente con esa sociedad inicial en la época “absolutamente prehistórica”­. Sin embargo, no existe como tal, hasta des­pués de ese acontecimiento de consecuencias múltiples (la caída) que conmociona al mundo antiguo. El hombre­ comienza entonces a vivir en un tiempo “relativamente prehistórico”. La unidad originaria se quiebra, la confusión de lenguas acentúa la división y una profunda transformación psicológica modifica gradualmente la cosmovisión del hombre caído, dentro de un mundo que fluye hacia el “acontecer”. La experiencia evaluativa­ del tiempo sustituye a esa supuesta dimensión intemporal a medida que declinan las facultades hoy consideradas “paranormales”. El hombre pierde la conciencia de la totalidad, y el triunfo de una de las formas de aprehensión lo confina en los estrechos límites de la percepción sensorial. De la visión indivisa se acentúan con particular nitidez las nociones de causalidad, de tiempo y de espacio, cercenando en la psiquis la imagen total del universo. El “Logos” desplaza gradualmente al “Mythos”. Lo invisible, lo infinito, se recorta en secciones, en planos, se escalona, mientras el “yo”, oscurece parte de sus facultades de aprehensión en los abismos de lo inconsciente.



El nuevo hombre que traspone los límites brumosos de la época “relativamente mítica” para penetrar en el ámbito de la historicidad, se caracteriza por su progresiva conciencia de la realidad de tres dimensiones captada a través de los sentidos comunes y por la aceptación de los conceptos tempo-espaciales que de ella se derivan. Pero ese hombre posee una tradición; trae consigo los mitos, es decir las historias sagradas, que han tenido lugar en el Gran Tiempo y que en épocas posteriores serán organizadas por los poetas. A pesar de las deformaciones que puedan haberse producido en ese cuerpo de recuerdos, las coincidencias son notables y todos los pueblos memoran el sentido creador de seres semidivinos o héroes civilizadores que en un mundo diferente fundaron los modos de ser que sirven de modelo al comportamiento de los hombres.



La mitología llega desde el origen y nace al mismo tiempo que el pueblo, conjuntamente con su conciencia­ primordial. Cuando los grupos humanos comienzan a dar testimonio real de su existencia, ya veneran a esos personajes notables cuyo recuerdo proviene de un remoto pasado. Schelling se pregunta si el Heleno seguiría siendo un heleno y el Egipcio un egipcio si se les quitaran sus respectivas mitologías, ya que preci­samente, son tales, gracias al hecho mismo de poseerlas. Si un pueblo recibiera su mitología en el curso de la historia –argumenta– resultaría que tendría una historia­ antes de tener una mitología. Pero generalmente ocurre lo contrario: no es por su historia que recibe la mitología, sino que es la mitología la que determina­ su historia o, mejor dicho, no la determina sino que constituye su destino.7



Estas ideas se han ido abriendo paso lentamente y han preparado el camino para una nueva comprensión de los mitos. Como afirma Steffens Soler, en un esclarecedor trabajo sobre los tiempos primeros, el mundo mitológico contiene una riquísima substancia espi­ritual, y su trama posee concepciones filosóficas, morales y artísticas que suponen abstracciones de gran poder.





       Los simbolismos mitológicos, profundos, agudos, finos y encantadores a veces, cuya significación y be­lleza escapan a la inteligencia y sensibilidad de la mayoría de los habitantes de nuestras ciudades civilizadas, corresponderían –dentro de la lógica positivista– a la etapa primitiva y menesterosa de la humanidad. Resulta así pesado imaginarse que la literatura y el arte hayan vivido y vivan aún a expensas de las concepciones de esos hipotéticos salvajes, que vinieron marchando por las encrucijadas de la prehistoria científica, apenas ascendidos a hombres por sus propios medios.8






Existe sin duda una prehistoria que posee un conteni­do distinto y difiere esencial e interiormente del período histórico. El relato mitológico –como reconoce Eric Fromm– no es simplemente un producto de la imaginación desbordada de seres “primitivos”, sino un recipiente de apreciados recuerdos del pasado. “Los mitos­ –expre-sa Malinowski en Myth in Primitive Psychology– no se perpetúan por interés vano o como mero relato de ficción, sino que constituyen la afirmación de una realidad primera, más grande e importante”. Lévy Bruhl, en sus recordados Carnets, también afirma que “se trata de historias que realmente han acontecido, pero que han sucedido en un tiempo, en un espacio, en un mundo que no se confunde con el tiempo, el espacio, el mundo de hoy, y que por ser distintos y aún separados no son por ello menos reales”.9



Sin embargo, ese hombre de las sociedades arcaicas, víctima de la degradación temporal, enfrentado a un mundo pleno de hostilidad, encuentra en el mito no sólo la narración de sucesos extraordinarios ocurridos in illo tempore sino una forma segura de instalarse en lo real y reintegrarse en el universo. Actúa como restaurador del equilibrio perdido y constituye –para el hombre tradicional– la única revelación vá­lida de la realidad. El mito se convierte entonces en estructura de existencia y torna posible la vida. El hábitat humano adquiere forma mental. Como dice Gusdorf, ese significado vital del mito permite a la conciencia del hombre arcaico “constituir una envoltura protectora en cuyo interior el hombre encuentra su lugar en el universo”.10



El tiempo histórico, con sus momentos que se implican recíprocamente, es considerado profano. La realidad, en cambio, existe siempre en el tiempo sagrado, el Gran Tiempo de los orígenes. La actividad esencial consiste en proyectarse a ese tiempo primordial y abolir la historia. Aparece entonces el hombre diferente llamado a ejercer la tutela espiritual sobre el grupo. Frazer los considera como la clase social más antigua de la historia. Es el shamán (palabra tungusa que llega a las lenguas occidentales a través del ruso), el hombre medicina (medi-cine-man), el brujo, el mago, el sanador.11 Se caracteriza por sus poderes psíquicos. Vive lo sagrado con particular intensidad y puede penetrar mediante las técnicas del éxtasis en una esfera superior­ de realidad mediante una ruptura del nivel ordinario de conciencia. Es el hombre capaz de conducir a las almas de los muertos, rescatarlas de las regiones inferiores o guiarlas en el ascenso místico al cielo. Provocando el necesario estado de trance por medio de invocaciones y de danzas, el shamán dialoga con el dios supremo, al cabo de una simbólica ascensión celeste al árbol ritual que simboliza la montaña cósmica­ o el pilar del mundo que une la Tierra con el Cielo.

Fuera del tiempo profano, inmerso en un éxtasis lúcido en el que zozobran las limitaciones, el alma del shamán puede proyectarse a voluntad y aprehender más allá de nuestra percepción sensorial relaciones y aspectos insospechados del universo. El “Paraíso Perdido” es reencontrado en otra parte del tiempo, y la condición humana, por obra de esa singular expe­riencia, entra en contacto con la realidad primordial y recupera la perfección de los comienzos.

Para ello debe necesariamente retroceder, evadirse aunque no sea más que por breves instantes, de ese devenir falto de todo significado al que lo ha empujado la “caída”. Es imprescindible “retornar hacia atrás”, escapar al irreversible tiempo común que al imponer una duración regular, hace provenir el presente del pasado y el futuro del presente. La experiencia consiste en desplazarse hacia la época “absolutamente mítica” para vivenciar la “plenitud inicial”, reintegrándose al illud tempus y volver a vivir el no-tiempo, el eterno presente atemporal anterior a la “caída”.

Su actitud profundamente religiosa se homologa a la de los místicos de las grandes civilizaciones posteriores­. El comportamiento shamánico es perfecta­mente normal, y, como dice Eliade, lejos de ser neurópatas, los shamanes aparecen bajo la faz cultural como superiores a su medio.




       Son los principales guardianes, de la rica literatura oral: el vocabulario poético de un shaman yakuta comprende doce mil vocablos, cuando su lenguaje habitual –por otra parte el único conocido­ por la comunidad– sólo posee cuatro mil. Entre los kazak-kirghizes, el bagsa, cantor, poeta, músico, adivino, sacerdote y médico, parece ser el guardián de las tradiciones religiosas populares y el conservador de las antiguas leyendas seculares.12





No obstante, al margen de la actividad espiritual de esos hombres excepcionales, la comunidad, como sistema­ apropiado para lograr el retorno al prototiempo, formula elaboraciones arquetípicas y sistemas paradigmáticos­. Se huye del terror de la historia, del dolor sin sentido que comporta ese ritmo irreversible y aplastante­ que en última instancia nos aproxima a la muerte. El devenir implacable del tiempo lineal no permite regresos, y el dolor cotidiano acentúa esa sensación de gratuidad. El hombre se resiste a admitir como una constante de su vida ese tránsito lineal que lo destru­ye. Entonces se defiende del tiempo y la practica “cortes” de la misma manera que la naturaleza atempera ese transcurrir inacabable mediante las estaciones, los días y las noches. Es preciso volver a comenzar, quebrar el tiempo profano que pugna por convertirse en histórico mediante la repetición y el eterno retorno. Los modelos de toda actividad significativa se determinan­ por los mitos, y el hombre, que padece en el cauce­de la duración, destruye la irreversibilidad del devenir mediante la repetición incesante de gestos que renuevan acciones primordiales. Por la repetición del acto cosmogónico,­ el tiempo vulgar en el que se realiza el ritual­ se proyecta en el tiempo mítico en que se produce la fundación del mundo. La ceremonia se desarrolla no sólo en un espacio consagrado, es decir, esencialmente distinto del espacio profano, sino además en un “tiempo sagrado”, en aquel tiempo (ab origine), cuando el ritual fue llevado a cabo por primera vez por un antepasado.13

La repetición descubre la posibilidad de un reencuentro con el universo total y permite una participación ontológica con el ámbito trascendente. Para el hombre que accede a una visión épica del mundo, el tiempo que pasa es todavía un tiempo indiferente; el esencial es el tiempo sagrado, al que podrá proyectarse en espíritu en la medida en que, por la actualización del mito, logre reproducir el gesto del arquetipo que creaba el mundo en la época auroral. De esa manera el hombre de las sociedades arcaicas logra vivir en un tiempo sagrado que surge a intervalos esenciales tras la invocación mágica del rito. Se sitúa fuera de la duración, vive de momento a momento, en ahoras, a saltos, en un “eterno presente” que seres especialmente dotados habrán de perpetuar a través de las épocas.

Este regressus ad originem, a la eternidad, que constituía el anhelo fundamental del hombre de las socieda­des arcaicas, es asimismo el elemento primordial de la experiencia mística en las tradiciones orientales del yoga y el budismo y en las místicas judeo-cristianas. Lo esencial consiste en trascender la condición humana, situándose por encima de los sentidos en un nivel de suprema estabilidad interior. Abolir la Historia, salir del Tiempo, recobrar el “Paraíso”, es decir, la situación del hombre primordial, constituyen apetencias comunes tanto del shamanismo primitivo, como de los santos orientales y cristianos. Todas las técnicas ascéticas y contemplativas y las iniciaciones esotéricas tienden a transformar al hombre, a “curarlo” de la degradación temporal. El hombre “enfermo”, debe volver a nacer. La filosofía de la India aporta una “medicina nueva” para el sufrimiento y la angustia existencial. La “curación” está presente en todo el saber tradicional. El ilusorio velo de Maya debe ser desgarrado para acceder a la no-dualidad, al centrum naturae de Boehme, o a la “vacuidad resplandeciente” de los maestros del Zen. Los santos y los místicos, los shamanes y los magos, guardan especialmente esa huella primordial en las capas profundas de su psique.

Cuando la fuerza del mito se transfiere a la memoria colectiva, junto a la experiencia del éxtasis que realizan los shamanes, surge y se manifiesta la poesía. Poco a poco el mito se torna legendario, pero sobrevive su encantamiento y su poder. Si por un lado se ritualiza y sirve de sostén a los éxtasis místicos que permiten revivir los comienzos y acceder al tiempo primordial en que los arquetipos fundaron el mundo, por otro, comienza a poetizarse otorgando un nuevo sentido a las formas descriptivas que se integran con invocaciones y plegarias. Los hechos ejemplares se incorporan a la memoria popular que recrea las antiguas tradiciones y revive el pasado en un lenguaje significativo.

Para el hombre caído, que ha perdido la facultad de aprehender la imagen real del universo, la poesía es una vía más accesible que las técnicas del éxtasis, para desarraigarse del tiempo y de la historia. Los temas mágicos y místicos, las fórmulas y los conjuros, se tornan poéticos al desasirse del ritual, y perduran en multitud de epopeyas.

Como el shamán, el poeta es también en alguna medida el “hombre diferente”, que crea sobre la fugacidad­ y reactualiza el sentido profundo de su ser, mediante palabras que describen vivencias y contenidos cognoscitivos que in illo tempore posibilitan la aprehensión de lo real. Para él la destrucción y la muerte se superan proyectándose hacia una realidad espiritual que estabiliza la vida y lo libera de la prisión historicista. Como el especialista del éxtasis, el poeta alienta una nostalgia de absoluto y accede a su modo en una indecible dimensión intemporal.

A través de todas las épocas, los poetas ambicionan vivenciar la Unidad, evadirse del mundo sensorial y los límites del yo. También ellos anhelan descender a los abismos interiores para esbozar una respuesta a la angustia existencial de la creatura prisionera en el tiempo. “La poesía es el arte de construir la salud trascendental. El poeta, por consiguiente, es el médico trascendental”, escribió Novalis. Es él quien se anticipa­ al conocimiento y enfrenta la multiplicidad. Su función instauradora rescata, de la corriente imper­manente de las cosas, vivencias esenciales, momentos cósmicos y expresiones anímicas que adquieren dimensión­ ontológica. Frente a las apariencias, separado de la Naturaleza, el poeta lucha por superar esa “realidad” que le ofrecen las categorías lógico-cognoscitivas. Su apetencia ontológica lo impulsa hacia la realización de la Unidad, suprema vivencia poética que le permitirá­ integrarse y recobrar su situación paradisíaca. Para ello, el poeta traza su propio camino. Es un sendero en ciertos aspectos paralelo al del místico. Sin embargo,­ la esencia invisible y omnipresente del Todo, vivida­ en el ámbito del verso, no posee ni puede poseer la plenitud contemplativa que adviene en los niveles mentales donde se aniquila totalmente el mundo sensible­. El poeta progresa hacia los niveles profundos de la psique y alcanza su último grado en la deposición momentánea del “yo”. Es, como dice Baudelaire, “una especie de exaltación angélica a través de la cual el alma entrevé los esplendores situados más allá de la tumba”.

El místico, en cambio, realiza una experiencia más orgánica e intensa y en la pasividad del éxtasis trasciende­ el nivel parapsíquico, visionario o mediúmnico,­ y progresa hacia el foco de la conciencia unitaria. Ambos, poesía y mística, son actos de orden cognoscitivo;­ pero mientras el místico accede a la fuente intemporal del Ser, y permanece en ella realizando una suprema unión existencial, el poeta, por las imá­genes y el sueño, obtiene un contacto fugaz con ese nivel incondicionado de la psique y construye con palabras y ritmos un testimonio oscuro para ese desborde­ numinoso del alma.

El poeta se impone, entonces, una riesgosa aventura. Debe internarse en lo más profundo de su ser, pero sus métodos de acceso –a diferencia de las vías contemplativas de despojo gradual– son ensayos anárquicos­ con “temporadas de infierno”. Su testimonio escrito responde a la vida profunda, se nutre en los sueños y en los automatismos inconscientes y, al tender los puentes más maravillosos entre los objetos del cosmos, ofrece una imagen fragmentada de esa reali­dad esencial que escapa a la percepción ordinaria. Como dice Shelley, “crea de nuevo el universo, aniquilado en nuestro espíritu por la repetición de impresiones, y arranca de nuestra vida interior la película del hábito que nos oculta la maravilla de nuestro ser”.






1. Véase Mircea Eliade, Imágenes y Símbolos. Ensayos sobre el simbolismo mágico-religioso, Madrid, 1956.

2. Eric Dardel, “Lo mítico”, en Diógenes, año II, Nº 7, Buenos Aires, 1954, p. 63.


3. Friedrich Wilhelm Schelling, Introduction à la philosophie de la Mythologie, París, 1945, 2 t.


4. Cf. Herbert Kühn, Los primeros pasos de la humanidad, Buenos Aires, 1962.


5. Ibidem, p. 12.


6. Véase P. Guillermo Schmidt, Historia comparada de las religio-nes, Madrid, 1941, cuarta y quinta parte.

7. Friedrich Wilhelm Schelling, ob. cit. pp. 77-78.


8. Carlos Steffens Soler, “Mitología e Historia”, en Trabajos y Comu-nicaciones, t. 4, Buenos Aires, 1954.


9. Lucien Lévy-Bruhl, Les Carnets de Lucien Lévy-Bruhl, París, 1949, p. 81.


10. Georges Gusdorf, Mito y metafísica, Buenos Aires, 1960, p. 15.


11. Véase Mircea Eliade, El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis, México, 1960.

12. Mircea Eliade, Mitos, sueños y misterios, Buenos Aires, 1961, p. 98.

13. Cf. Mircea Eliade, El mito del eterno retorno. Arquetipos y repetición, Buenos Aires, 1952, p. 33.





Capítulo II

Ocultismo y poesía




Más allá de la conciencia habitual. La tradición es algo vivo. El mundo de la totalidad. La mentalidad del hombre arcaico. Animismo y prelógica. Los “poderes maravillosos”. Energía psíquica y “mana”. Rhine y el factor “extrafísico”. Los maestros del ocultismo. “Coincidencias significativas”. Los poetas tradicionales. La analogía poética y la analogía mística. La imagen indescriptible.















Todo se entreteje para formar un todo, unas cosas actúan y viven en las otras, suben y bajan como fuerzas celestes y se entrecruzan con sus cubos de oro, oscilan de un lado a otro, con benéfico impulso, bajan del cielo y atraviesan la tierra y resuenan armónicamente en todo el universo. ¡Grandioso espectáculo!



Goethe, Fausto







Es verdad sin mentira, cierto y muy verdadero. Lo que está abajo es como lo que está arriba; y lo que está arriba es como lo que está abajo para realizar los milagros de una cosa única. 



Hermes Trismegisto, Tabula Smaragdina







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“El mundo material”, escribió Poe, “está lleno de analogías rigurosas con el mundo inmaterial”. “La naturaleza es un verbo”, afirmó Baudelaire, “una alegoría, un molde, un vaciado, si queréis. Nosotros sabemos todo esto y no lo sabemos por Fourier, lo sabemos por nosotros mismos”.



Estos conceptos revelan la filiación tradicional de ambos poetas y en cierta medida constituyen lúcidas aproximaciones a la visión del mundo postulada por el ocultismo. Tanto­ Baudelaire como Poe participan de una vivencia similar, de una Weltanschauung caracterizada por un orden cosmológico distinto, es decir el de la prefiguración, la correspondencia y la armonía preestablecida. Pero esa vivencia que les es común no se origina en la simple adhesión racional a una doctrina expuesta y cristalizada, sino que proviene de una actividad existencial que permite a la mente intuir la presencia del cosmos enlazado por las analogías.


Más allá de la conciencia habitual, a la que Maeterlinck denomina conciencia pasional o conciencia de las relaciones de primer grado, el hombre –mediante psicotécnicas diversas– puede acceder a un reino de sabiduría espiritual. Su psique, autolimitada en términos de dualidad, posee la facultad de liberarse de la tensión de los opuestos y gravitar en torno de un eje de polarización trascendente, para luego remontarse en un itinerario ascensional hacia cierto punto del espíritu (el punto supremo de Breton, el punto fosforoso de Artaud) donde la luz y las tinieblas nacen una de otra y la dualidad se resorbe en la experiencia Una de lo intemporal.

Ese singular estado de conciencia, esa intuición primordial del mundo que permite el acceso a la comprensión efectiva de una realidad completamente distinta,­ es un estado despojado de atributos, pero sin embargo extraordinariamente consciente. No existe separación alguna entre el sujeto que conoce y el objeto conocido. El conocimiento está allí en su fuente, más allá de toda formulación. Es un “impensable” que debe ser “vivenciado”, pues no se lo puede concebir ni alcanzar por la lógica formal.



El hombre que logre “permeabilizar” su psique tornándola receptiva a la vivencia de lo infinito, des­pertará de los fantasmas ilusorios de la pluralidad y accederá a un estado sin tiempo, en que el ser, trasmutado, obtiene la suma de sus posibilidades en una verdadera experiencia de inmortalidad. Mediante esa presencia envolvente, se hace parte de lo real, y deja de sentir el universo como separado. Como pensaba Bergson, se produce un contacto unitivo con el impulso central de la actividad universal. Desde ese indescriptible punto de mira, el mundo se ofrece bajo otra faz que la creada por la experiencia sensomotriz, pues en última instancia las diversas imágenes del mundo se articulan de acuerdo con las rectificaciones sucesivas operadas en la conciencia.



La experiencia transformadora es fundamentalmente la misma en todas partes. Como dice Rodol­fo Otto es la “realidad de la profunda unidad del espíritu­ humano”, pero la capacidad de progresión del sujeto­ al avanzar en los distintos niveles de la psique determina matices bien diferenciados.



La vida mental por debajo de la conciencia es un vasto organismo compuesto de varios estratos. “Nuestra­ conciencia –escribió Maeterlinck– consta de más de un grado y si los verdaderos sabios sólo se preocupan de la conciencia más o menos inconsciente, es porque ella está a punto de tornarse divina. El deseo supremo y desconocido de los hombres parece siempre haber tendido a aumentar esa conciencia trascendental”­.1


Ante todo debe lograrse un estado receptivo carac­terizado, por la ausencia o disminución sensible de la facultad crítica. El “estado de encanto” como lo llama Liebeault, o estado psicofisiológico de “trance”, puede ser leve o acentuado pero siempre es condición necesaria para la internalización de la Psique. Esto es importante subrayarlo. Es necesaria una cierta “ausencia”, un grado de concentración, de despersonalización, aunque sea muy leve, para la internalización más ligera y fugaz. Sin embargo, la profundidad del “trance” no guarda relación con el sistema de inducción aplicado “más bien parece estar condicionada por las creencias religiosas del sujeto y por los hábitos adquiridos en el ejercicio inicial de su facultad. Una vez obtenido el estado inicial por el procedimiento que en cada sujeto es habitual, aquél avanza generalmente hasta el grado de profundidad que también en cada sujeto es habitual, pero sin que la profundidad dependa aparentemente del procedimiento empleado en la induc­ción”.2 Lo cierto es que el “estado de encanto”, leve o profundo, es siempre condición necesaria para obtener la ruptura del nivel ordinario de conciencia que lleva a la iluminación. 

El canto, la danza, la monocorde repetición de fórmulas (mantras), el ayuno, los perfumes, las subs­tancias venenosas, los narcóticos, las particulares posturas del cuerpo, la atención en un punto brillante y la oración fervorosa, son algunas de las técnicas de inducción destinadas a destruir los cuadros “profanos” de la sensibilidad e internalizar a la psique hacia el foco impersonal e intemporal de la conciencia.

Esa ampliación provocada de la conciencia ordinaria, esa transformación mental y orgánica que permite el afloramiento de primordiales estructuras psíqui­cas capaces de ampliar la comprensión del universo, es la finalidad declarada o no, consciente o inconsciente,­ explícita o cubierta de farragosas concepciones, del misticismo, el ocultismo y las religiones, que sólo pueden expresar esos niveles desconocidos de la mente por medio de analogías éticas y simbólicas. 

El hecho paranormal, la exaltación poética, la experiencia mística y la experiencia liberadora se determinan por el grado de profundidad a que accede la conciencia en su internalización hacia el punto de re­ferencia axil. Es necesario no confundir los planos, ni mezclar los órdenes experienciales. La percepción extrasensoria y la psicoquinesia, los sucesos “mágicos”, no trascienden los territorios de la psique. Conforman el grado más bajo de la escala y si bien en ese nivel visionario la conciencia puede recorrer y conocer las distintas direcciones del volumen tempoespa­cial, el conocedor y lo conocido permanecen en el mundo fenoménico, en el universo de los opuestos y las contradicciones. El nivel paranormal, el de los “poderes maravillosos”, los siddhis como lo llaman los hindúes, es el de las prácticas ocultistas, el nivel donde “funcionan” las correspondencias y se expresan los magos y los “dotados parapsíquicos”. El nivel de la conciencia en que se manifiesta la experiencia trascendente, ya sea en forma fugaz como en­ la poesía o intensa como en los estados místicos, sobrepasa los dominios de la psique. La conciencia resorbe en sí misma las categorías de causalidad, espacio y tiempo, ubicándose en una posición fiscalizadora de absoluta impersonalidad. Es la experiencia liberadora que alcanza su máxima expresión en el “liberado viviente”, el jivan-mukta hindú; pero es también la vivencia que permite la intuición primordial, la intuición de la Unidad que conduce al universo regido por las analogías, cuyo análisis escapa a las formulaciones de la ciencia.

La historia de esa intuición primordial es vasta y maravillosa. Se extiende en todas las épocas como una sabiduría subyacente, al margen de los particulares universos creados por las religiones oficiales, la ciencia y la filosofía.

Los ocultistas, junto con los poetas y los místicos, herederos de esa primitiva imagen del mundo, denominan Tradición a la vigencia ininterrumpida de la misma. Pero aquí, el vocablo Tradición no se halla identificado con el hecho simple de una mera transmisión oral. El sentido de la noción de Tradición en el entendimiento ocultista es mucho más complejo y responde a profundas motivaciones del espíritu. Si el ocultismo –como veremos más adelante– es una doctrina coherente, una filosofía, o mejor aún, un conjunto de teorías y de prácticas fundadas sobre la intuición primordial del mundo, la Tradición confiere una profunda unidad a esos sistemas coincidentes y les asegura una ortodoxia y una continuidad. Es, sin duda, el elemento imponderable que sostiene a todas las racionalizaciones elaboradas a partir de la intuición primordial. De esa manera la Tradición es algo vivo, una permanencia revitalizada a través de los siglos, “la supervivencia inconsciente en el seno del alma colectiva, de una estructura mental primitiva que una vez exteriorizada en palabras, engendrará las exposiciones dogmáticas de un Hermes o de un Boehme, los manuales de un Eliphas Levi y los poemas de un Rimbaud”.3

Los pensadores ocultistas, los poetas y los místicos participan de ese saber tradicional no solamente porque conceden validez a determinadas doctrinas basadas sobre una particular cosmovisión, sino y fundamentalmente porque ellos mismos, partiendo de experiencias análogas, la captan sin intermediarios. El ocultismo tiene así asegurada su presencia a través de todas las épocas.

Desde la pérdida de la “totalidad psíquica” siempre existieron hombres especialmente aptos para actualizar las estructuras mentales arcaicas y reencontrar, más allá de la pluralidad aparente de las formas, el acceso que conduce a la percepción del universo mágico de las analogías o mundo multidimensional de las causas.

En la época “absolutamente mítica” como la denominara Schelling, el hombre parece haber vivido en estado atemporal, en una especie de infinitud en que lo visible percibido por los sentidos ordinarios, coexistía con una singular perspectiva de las cosas, derivada de la espontánea actividad de ciertos dinamismos psíquicos que hoy permanecen inactivos.

Esa visión unitaria, esa captación indivisa del hombre mítico es la que en cierto modo ha conservado la Tradición. Y ese universo distinto, particular, cuestionado por el racionalismo, es un enfoque perfectamente válido. Aunque no sea susceptible de reducción al mundo de la ciencia, coexiste con él, pues ambos integran el universo real. El mundo es uno y ambas visiones, la ocultista y la científica, existen sin contradecirse. No es necesario oponerlas pues se yuxtaponen normalmente sin destruirse. Son dos aspectos distintos de un mundo único y multiforme que “posee un aspecto científico y otro ocultista”, pues desde cierto punto de vista “todos los objetos están sometidos a la ley de las correspondencias y a las leyes científicas”.

El mundo visible en el que habitualmente nos movemos, es sólo un aspecto de la totalidad, la perspectiva incorrecta, o mejor dicho, parcial del mundo. “El mundo espiritual –señala Novalis– se halla abierto para nosotros y es siempre visible. Si adquiriésemos de pronto la elasticidad necesaria, veríamos que nos hallamos en medio de ese mundo”. “Este mundo es el mundo del más allá –afirma Ouspensky–, sólo que extrañamente percibido”. Para ambos, la imagen real del universo no es algo que yace en el futuro ni guarda relación con el Progreso temporal. Por el contrario,­ la realidad está siempre presente y si no podemos percibirla se debe a que todavía no hemos “despertado”. El gran secreto, es decir la causa de nuestra limitación,­ reside en nuestra captación parcelada. Vemos el universo a través de la estrecha ranura de los sentidos. Como dice Huxley, apoyándose en la teoría de Bergson, la función del cerebro, el sistema nervioso y los órganos sensoriales, es fundamentalmente eliminativa, es decir que actúan protegiendo nuestra conciencia, reduciendo nuestro conocimiento e impidiendo que la visión ensanchada de la realidad nos abrume. De esa manera nuestra inteligencia individual recibe material utilitario, cuidadosamente seleccionado, y elabora una reducida imagen de lo real que le permite limitarse y sobrevivir en un mundo de posibilidades infinitas. “Para que la supervivencia biológica sea posible, la Inteligencia Libre (cada uno de nosotros sería potencialmente Inteligencia Libre) tiene que ser regulada mediante la válvula reducidora del cerebro y del sistema nervioso. Lo que sale por el otro extremo del conducto es un insignificante hilillo de esa clase de conciencia que nos ayudará a seguir con vida en la superficie de este planeta determinado”.4

Los poetas siempre han intuido ese universo total de coexistencias y se han rebelado contra las causas que impiden al hombre su verdadera plenitud. Rimbaud afirma que “nuestra pálida razón nos oculta el infinito” y William Blake escribe:



Si las puertas de la percepción quedaran depuradas,

todo se habría de mostrar al hombre tal cual es: infinito.





De ahí que la suprema apetencia del hombre consista en descubrir ese mundo de la totalidad, esa plenitud de la existencia desnuda, en que la conciencia modificada­ intuye oscuramente “que Todo está en Todo y­ que Todo es realmente cada cosa”.

Ouspensky considera que tenemos derecho a suponer a cierto nivel de la psique del hombre (lo ultraconsciente), como la función de éste en una sección del mundo diferente de la tridimensional, en que se mueve su cuerpo, y Maeterlinck afirma que allí donde el hombre parece terminar, es donde probablemente comienza, y sus partes esenciales e inagotables sólo se encuentran en lo invisible, en cuyo reino debe acecharse de continuo.





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Hemos dicho que los autores ocultistas, los poetas y los místicos participan de la Tradición y que la Tradición no es otra cosa que la supervivencia colectiva de una estructura primitiva de pensamiento.

Dilatados estudios han aportado distintas versiones de la mentalidad “primitiva”, denominada así en virtud­ del preconcepto evolucionista de las escalas de progreso. La recordada oposición entre la escuela antropológica inglesa y la francesa, ha perdido actualidad, y tanto las teorías de Tylor y Frazer como las de Lévy-Bruhl, a pesar de sus notables aportes, deben estimarse parcialmente fundadas. Tampoco la hipótesis bergsoniana que considera la profunda transformación mental del hombre como resultado de la experiencia adquirida por generaciones sucesivas, ni la “narcisista” de Freud, ni la “vulgar” de los modernos folklorólogos, logran desentrañar los peculiares mecanismos de la psique del hombre arcaico.

Los antropólogos y etnólogos elaboraron sus teorías basándose en las sociedades “primitivas” existentes. Pero esos pueblos, ubicados en los estadios más antiguos de la cultura, también se integran con hombres “caídos”, seres que añoran la perfección de los comienzos y padecen su condición actual, como consecuencia de una remota catástrofe ocurrida in illo tempore. Sus antepasados, igual que los antepasados bíblicos, vivieron una existencia paradisíaca. Sin embargo, y allí debe señalarse una diferencia capital con las civilizaciones antiguas, las sociedades “primitivas” se esfuerzan en no olvidar lo ocurrido en los comienzos y para ello actualizan el no-tiempo, trascendiendo la condición humana mediante los ritos y accediendo a la eternidad que precedió a la experiencia temporal.

De todos modos, el hombre considerado “primiti­vo” conserva, aunque sensiblemente deformadas, ciertas características del hombre primordial. Por ello el estudio sin prejuicios de su estructura psíquica puede permitir una aproximación a la mentalidad de aquellos que vivieron los mitologemas en un mundo distinto donde los Dioses efectuaban los gestos ejemplares y con sus actos fundaban la civilización.

El animismo tyloriano, basado en las especulaciones del hombre sobre la muerte y las formas humanas que pueblan las alucinaciones y las representaciones oní­ricas, postula con fuerza de axioma la identidad de la lógica en todos los tiempos y lugares. Lévy-Bruhl, en cambio, señala que las representaciones colectivas serían representaciones cognoscitivas que el individuo adquiere como representante del grupo social, en condiciones especiales que actúan profundamente sobre su sensibilidad. Esas “emociones socializadas”, condicionan y particularizan su actividad mental, la que se expresa estableciendo una interrelación cualitativa con el cosmos, en virtud de la cual el universo se pue­bla de “influencias”, de “deseos” y de “potencias ocultas”, que no serían otra cosa que vivencias propias sin elaboración racional proyectadas a los seres y a las cosas del medio ambiente.

Esta interpretación destruye las especulaciones tylorianas y señala el predominio del factor emocional. Es decir que el hombre “primitivo”, cargado de una fuerte suma de elementos emocionales, razona la mayor parte de las veces al margen de la contradicción, la comparación, la clasificación y los análisis previos. ­Se halla aprisionado en lo que Ribot denomina “lógica de la vida afectiva” o “lógica de los sentimientos” en contraposición a la lógica clásica o racional. De todos modos, ambas lógicas coexisten y conforman lo que Lévy-Bruhl denomina “prelógica” y Van der Leew propone que llamemos “heterológica”.

Sin embargo, ni el animismo tyloriano ni la mística levybruhliana ofrecen respuestas definitivas al origen de las creencias. Ambas teorías a pesar de sus aspectos positivos pecan de culturocentrismo y permanecen de algún modo aprisionadas en los prejuicios racionalistas. “Como buenos positivistas –escribe Mircea Eliade– Tylor y Frazer consideraban la vida mágico-religiosa de la humanidad arcaica como un conjunto de ‘supersticiones’ pueriles: frutos de miedos ancestrales o de la estupidez ‘primitiva’. Pero este juicio de valor contradice los hechos. El comportamiento mágico-religioso de la humanidad arcaica revela, en, el hombre, una toma de conciencia existencial con respecto al cosmos y a sí mismo. Allí donde un Frazer no veía más que una ‘superstición’, había implícita ya una metafísica, aun cuando se expresara por mediación de símbolos más bien que por el entrelazamiento de conceptos: una metafísica, es decir una concepción global y coherente de la realidad, y no una serie de gestos instintivos regidos por la misma y fundamental reacción del animal humano ante la naturaleza”.5

La actitud del hombre “primitivo”, y esto es necesario destacarlo, se halla determinada por elementos cognoscitivos, más que por elementos afectivos y motrices. Su conciencia no desarrollada en la dirección de la nuestra, logra descubrir correspondencias cualitativas de orden vital que al enlazar los elementos de los distintos reinos, posibilitan la unidad del cosmos en un todo viviente. Pero no sólo las intuye, sino que también las utiliza poniendo en juego la intencionalidad.

Tomada en su origen, al margen de racionalizaciones posteriores, la intuición primitiva del mundo revela un universo viviente trabado por la correspondencia universal y actualiza la facultad, hoy paranormal, de influir intencionalmente sobre cualquier elemento del cosmos, dirigiendo mediante la voluntad –como instrumento de participación– las relaciones analógicas que dicho elemento posee con el resto de los elementos del universo.

Esa actitud vital, que puede considerarse esencialmente “mágica”, sólo es posible por la actividad de ciertas estructuras mentales no determinadas por las estructuras físicas, es decir, que las correspondencias “funcionan” no por simple analogía de símbolos, sino por la virtualidad de la mentalidad “primitiva” abierta a la percepción extrasensoria y a la facultad de dirigir alguna clase de energía o factor desconocido capaz de actuar sobre la materia.

Estos conceptos nos acercan a lo actualmente con­siderado paranormal y nada impide suponer que en la conciencia mítica, la subestructura no física de nuestra­ personalidad que hoy permanece normalmente inactiva, haya desempeñado un papel preponderante. A esto se refiere De Vesme (L’Uomo Primitivo), cuando asigna al sueño del hombre arcaico, no el carácter del sueño común, sino los atributos de ese sueño crepuscular que se identifica con el éxtasis. Un considerable número de documentos etnográficos –afirma Eliade–6 han puesto ya fuera de duda la autenticidad de los poderes paranormales y las capacidades de percepción extrasensorial entre los pueblos “primitivos” que por muchos conceptos se asemejan a nuestros antepasados míticos.

El origen de las creencias estaría entonces fundamentado por realidades objetivas y la mentalidad del hombre arcaico sería, para nuestra comprensión actual, lógica e ilógica a la vez. Lo lógico, producto racional de lo aprehendido por los sentidos ordinarios, coexistiría junto a una lógica determinada por un factor que integra la personalidad con funciones cognoscitivas y activas. Esta doble actitud mental fundida en una síntesis homogénea, mostraría con respecto a nuestra lógica formal, una diferencia esencial de mecanismo intrínseco. Nuestra inteligencia ha evolucionado en determinado sentido y los hábitos intelectuales adquiridos a través del tiempo se han tornado hereditarios, concluyendo por modificar mediante una lenta evolución, la naturaleza de la conciencia original.

La mentalidad arcaica habría sido entonces cualitativamente distinta, dueña de “una dimensión suplementaria que la nuestra ignora”. De esa manera, al intuir el sentido de lo real mediante una experiencia global, totalitaria, a determinado nivel de la internalización de la conciencia, habría desembocado necesariamente en la posesión de “poderes maravillosos”: los siddhis de la tradición panindia tan conocidos por Patanjali y por Buda, que los consideraba vanos y peligrosos. De ahí la idea generalizada de un misterioso y milagroso poder diseminado en la naturaleza, una fuerza única de la que participa todo lo que existe. Los hindúes la llamaron “akasa”; los sioux, “wakanda”; los iroqueses, “orenda”; los algonquinos, “manitu”; los individuos de la tribu kabi, en Queens­ land, “manngur” y los malayos, “pantang”. El obis­po R. H. Codrington divulgó esa creencia a propósi­to de los melanesios, quienes denominaron “mana” a esa misteriosa fuerza sutil.





       Creen en la existencia de una fuerza absolutamente distinta a toda fuerza material –escribió Codrington–, que obra toda especie de maneras para el bien y para el mal y que es de la mayor ventaja colocar bajo su mando o dominar. Es el “mana”. Yo creo que esta palabra pertenece a todo el Pacífico, y se han hecho muchos esfuerzos por dar definiciones de lo que es en los diversos países en que aparece. Creo comprender el sentido que tiene para mis indígenas, sentido que abraza, a mi parecer, todos los que le han sido atribuidos en otras partes. Es una influencia o un poder no físico, pero se manifiesta como fuerza física o como cualquier tipo de poder o superioridad que posea un hombre. El “mana” no está fijado a cosa alguna y puede ser portado casi por cualquier cosa; pero esencialmente, corresponde a los seres personales originarlo.7





Gusdorf8 ve en el “mana” el probable origen de la aprehensión religiosa del mundo. El “mana” –dice– es forma y estructura de conocimiento y corresponde a cierto enfrentamiento del hombre con la realidad ambiente que señala una polarización de la existencia en su conjunto.

Jung, por su parte, considera que él concepto de “mana” como poder, no era pensado en términos de almas o espíritus, sino como algo efectivo, poderoso y creador. Para él, la idea de energía es una “imagen primordial” surgida del inconsciente colectivo. En todas­ partes del mundo – sostiene– hay una suerte de “energética primitiva”, subyacente a la religión, que Tylor y Frazer interpretaron erróneamente como animismo.



       La concepción de “mana” –dice Jung– parece ser, por lo tanto un estadio inicial de nuestra concepción general de la energía psíquica; esta energía, en el estadio de la personificación, es considerada de una manera animista, y resulta así una importante condición previa a la idea de Dios, y quizá el más primitivo de todos estos conceptos.9



De esa manera, la concepción de un poder interior surge en el hombre de su frecuentación con los niveles profundos de la psique donde se liberan los siddhis. La magia aparece entonces como la forma más temprana de creencia en energías espirituales y precede al animismo en el desarrollo de la religión. Es razonable suponer que el hombre “primitivo”, ignorante de la estructura psicológica de su propia naturaleza, llegó a la creencia en la existencia del alma o psique, a partir de su actividad paranormal. El orden de desarrollo parecería entonces ser el siguiente: primero, la práctica de la magia, el sentido de lo numinoso, y simultáneamente el concepto de “mana” y el de alma. Luego, como extensión y proyección de esos principios, la creencia de que cada objeto está animado de una vida similar a la nuestra (animatismo) y finalmente el animismo.

La concepción de “mana” no derivaría de la creencia en la magia, como postularon Hubert y Mauss,10 sino que provendría de un proceso inverso; es decir, que la práctica mágica fue la que propuso al entendimiento arcaico la noción de “mana”, pues entre las actividades propias de su mente existía la facultad de intuir y dirigir, mediante el deseo proyectado por la voluntad, ese lazo invisible de naturaleza inmaterial que, cargado de humanidad, establecía más allá del tiempo y del espacio, particulares relaciones entre los elementos del universo, realizando el milagro de una unidad viviente.

Esa subestructura no física de la mente que cumple funciones reguladoras intencionales, ha comenzado a ser reconocida por la ciencia. El doctor Joseph B. Rhine de la Universidad de Duke, afirma que ha llegado el momento de admitir científicamente que psi pertenece a un nivel no físico de la realidad y estima que se trata de un factor inobservable cuya existencia sólo puede verificarse a través de efectos observables. En la telepatía y la clarividencia, la mente aparece ejerciendo una acción de carácter recíproco sobre el objeto. Esta interacción, de evidente naturaleza extrafísica, se convierte en acción física en la psicoquinesia. De esa manera, la energía mental se torna capaz de alterar un sistema físico, ejerciendo sobre éste una determinada influencia, hoy estadísticamente mensurable.

De sus múltiples y variadas experiencias sobre la caída de los dados, el doctor Rhine concluye que la psicoquinesia es evidentemente una acción orientada hacia un propósito determinado, y no podría por ende ser de naturaleza física.




       Todo físico –escribe– rechazaría de inmediato la idea de que una energía puramente física pueda operar de modo tal que manifieste por sí misma un propósito inteligente… Aunque débil o inconstante, la psicoquinesia reacciona con el objeto físico de acuerdo con una dirección o intención inteligente...
En la medida en que alcanzamos, en este momento, a comprender ese proceso, debemos inferir que hay una convertibilidad inmediata de esas energías, terminando la energía psíquica como energía quinésica. 11




El doctor Hornell Hart –también profesor de la Universidad de Duke– abre aun más las puertas a la irrupción de las teorías tradicionales, y sus trabajos sobre proyección de ese algo extrafísico (energía o campo psi) que actúa al nivel de lo inconsciente, contribuyen al estudio de las apariciones y actualizan las ideas de Myers y de Geley sobre “proyecciones astrales”, tan cercanas a los “viajes de almas” y a los “dobles”­ de la psicología primitiva.

El hombre arcaico ha frecuentado lo paranormal, ha proyectado su energía psi; ha influido sobre los seres y las cosas de su medio ambiente, ha visto fantasmas y se ha concebido integrando el universo y participando en él. Un universo mágico cuyos elementos se relacionan unos con otros por “correspondencias” de tipo cualitativo.

Este universo, que no es otro que el que reivindica la filosofía ocultista, es el universo invisible que se yuxtapone al cosmos sensible, objeto del método científico. En el hombre arcaico ambos coexisten en la mente y ambos integran la totalidad. El hombre actual,­ sólo por excepción puede penetrar de manera espontánea o inducida en ese mundo mágico común al hombre arcaico. El componente “primitivo” ha sido contenido y domeñado por convenciones de relativa solidez, de forma tal que la percepción ordinaria nos muestra solamente un mundo parcializado, un mundo de efectos, cuyas causas invisibles se hallan, como intuían los pueblos arcaicos, en otro “plano” de la realidad.





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Sobre esa intuición primordial del mundo y sobre los “poderes” de la psique, se ha edificado el alucinante imperio de lo esotérico, de las ciencias malditas, las tradiciones secretas. A partir de esa particular cosmovisión se han elaborado los sistemas más diversos. Algunos de singular armonía, otros confusos y dogmáticos. El grado de racionalización se modificó de acuerdo con las épocas y el genio de los pensadores que afrontaron la empresa. Seguir la huella de las sociedades iniciáticas12 y de los hombres que participaron de alguna manera en la Tradición, excede la finalidad de este trabajo.

Digamos solamente que los libros sagrados de la India, Egipto, Caldea, Persia, Israel y aun el Popol Vuh­ son afines a esa corriente de pensamiento­ esotérico. De Lao-Tsé y Confucio a Plotino y Porfirio; de Orfeo y Pitágoras a Dionisio el Areopagi­ta y Sinesio, el universo mágico asoma en distintas doctrinas ya sean religiosas, filosóficas o místicas. Partiendo de la Cábala, la Edad Media actualizó las antiguas tradiciones y en muchos sentidos corrompió y llevó a extremos irreconocibles a las doctrinas edificadas sobre la intuición primordial. La antología de Grillot de Givry13 recuerda a numerosos alquimistas, gnósticos y hermetistas que participaron de esa mística “analógica” o “simbolista” que conduce a la percepción global de la totalidad.

En los siglos XII y XIII, se puede señalar a Rogerio Bacon, Alberto el Grande, Arnoldo de Vilanova, Rai­mundo Lulio y Meister Eckhart. En los siglos XIV y XV a Nicolás Flamel, Basilio Valentin y los discí­pulos de Eckhart que difundieron un misticismo popular orientado hacia actitudes prácticas: Enrique Suso, Juan Tauler, Juan Ruysbroeck y Tomás de Kempis, el recordado autor del libro De Imitatione Christi. En Italia, la réplica del misticismo alemán la constituyó­ el naturalismo teosófico de Marcilio Ficino y de Juan Pico della Mirandola. Asimismo se debe mencionar­ al humanista Juan Reuchlin, y a Nicolás de Cusa, obispo de Brixen, que sintetiza el mundo espiritual de la escolástica y de la mística con los comienzos del conocimiento científico-natural.

En el siglo XVI se destacan Jerónimo Carda; el sorprendente erudito Agripa de Nettesheim, autor de De oculta philosophia; Guillermo Postel, Juan Baustista Porta; Nostradamus; Khunrath; Teofrasto Bombasto Paracelso, que reforma la medicina por medio de la magia y compendia el esoterismo y la mística medieval en una metafísica fantástica, y finalmente el joven dominico Giordano Bruno, que busca conocer la naturaleza y comprender la unidad de la vida universal e intuye a Dios dentro del mundo y de la serie infinita de las cosas.

El siglo XVII tiene en Juan Bautista Van Helmont, en el alquimista inglés Roberto Fludd y especialmente en Jacobo Boehme, a los representantes más nota­bles del ocultismo místico; mientras que Swedenborg, Mesmer, Martínez de Pasqually y Claudio de Saint ­Martin, caracterizan al siglo XVIII. En esa época comienzan­ a bosquejarse las racionalizaciones modernas y el siglo XIX ve aparecer inquietantes figuras: Fabre de Olivet, Court de Gebelin, Eliphas Levi, Estanislao de Guaita, Gerard Encausse. Son los últimos grandes maestros del ocultismo que en cierto modo resumen las más oscuras tradiciones y a menudo trabajan sobre textos apócrifos. Algunos son grandes eruditos y conocen a fondo la literatura cabalística y grecoegipcia y todo el hermetismo de la Edad Media. Sin embargo, a pesar de las interpretaciones nuevas y atrevidas, de las intuiciones asombrosas y de los curiosos hallazgos, ninguno consigue ofrecer una imagen del ocultismo desbrozada de prejuicios y creencias irritantes.

Las tradiciones arbitrarias contribuyen a su descrédito y lo impulsan a la clandestinidad. El espiritismo, la teosofía y el rosacrucianismo moderno, al reivindicar algunos de sus principios de manera unilateral y dogmática, trabajan indirectamente para su desprestigio, encerrando la visión del cosmos viviente y el acontecer paranormal, en la red asfixiante de neorreligiones y doctrinas cristalizadas.

No obstante, el mundo mágico de las corresponden­cias y la energía misteriosa susceptible de ser dirigida mediante la acción de estructuras mentales “primitivas” que superviven en la psique, es objeto de constantes y serias indagaciones. La parapsicología admitida ya sin reservas en el contexto de la ciencia, investiga en profundidad diversos aspectos de la praxis ocultista, mientras que calificados estudiosos se acercan sin prejuicios al universo postulado por las relaciones analógicas.

Jung ha dado una versión particular de algunos procedimientos intuitivos de tipo “mágico”, pertenecientes al ámbito de las prácticas ocultistas. En su estudio sobre la interpretación de la naturaleza y la psique,14 investiga lo que él denomina “coincidencias significativas”, estableciendo la existencia de un principio de conexión acausal en igualdad de derechos con el de causalidad. Jung opina que ese factor desconocido que se presenta –tal como lo confirma la experiencia extrasensoria– liberado del marco tempo-espacial, podría tener un fundamento arquetípico­ y elige para nominarlo el término sincronicidad. Con ello quiere significar concretamente la simultaneidad de un estado psíquico inesperado, con uno o varios acontecimientos externos que aparecen como paralelos significativos con el momentáneo estado subjetivo. Asimismo reconoce a los autores ocultistas, como precursores de ese factor sincronístico, al que considera susceptible de integrarse como cuarto principio,­ a la tríada espacio-tiempo-causalidad, que constituye la clásica imagen física del mundo.

De todos modos, Jung ejemplifica siempre con “analogías” o “correspondencias” que no muestran ninguna relación causal reconocible o siquiera concebible. Sus ejemplos “mágicos” o sincronísticos, eluden sistemáticamente la noción de intencionalidad que, sin embargo, constituye el factor cualitativo que caracteriza y condiciona la práctica del ocultismo tradicional.

La “correspondencia” ocultista descansa sobre el concepto de participación, y esa participación es ante todo la del hombre y el cosmos. El universo ocultista es aquel en el cual el hombre participa. El factor cualitativo de esa relación es, sin duda, la intencionalidad, la voluntad. Las operaciones mágicas exigen la fe. Pa­ra actuar sobre los elementos del cosmos ocultista es preciso ese factor intencional, ya sea individual o colectivo, consciente o inconsciente, acumulado en los ritos o en las fórmulas. La magia, la mántica y la alquimia son fundamentalmente prácticas, pero no tendrían sentido sin el soporte que les suministra la filosofía del ocultismo.




       El esfuerzo permanente del cientificismo (ya que no de la ciencia) para reducir la acción ocultista y explicarla según sus principios, ¿no es un testimonio de la persistencia y de la eficacia de la acción ocultista? Nadie cree ya en el diablo oculto en la sombra del brujo, pero nadie se atreve a afirmar que el brujo es tan sólo un hábil prestidigitador. La realidad de la acción ocultista sobre el mundo debe ser admitida por el observador imparcial.15




El ocultismo es un vasto conjunto de teorías y de prácticas; una cosmovisión y una regla de vida; en fin, una doctrina filosófica que acentúa especialmente la diversidad infinita y la unidad esencial del universo.




       El ocultismo –escribe Amadou en su notable ensayo sobre el tema– es el conjunto de las doctrinas y de las acciones fundadas en la teoría según la cual, todo objeto pertenece a un conjunto único y posee con todos y cada uno de los elementos de dicho conjunto relaciones necesarias, intencionales, no temporales y no espaciales.16




Tal como lo hemos entrevisto, los expositores conscientes o inconscientes de esta teoría constituyen una familia numerosa y heterogénea. Algunos han intentado elaborar construcciones racionales y sistemas que ­expliquen la intuición primordial: son los pensadores y filósofos del ocultismo. Otros reencuentran la tradición y la expresan al margen de fórmulas dogmá­ticas o filosóficas. Ese es el lugar reservado a los poetas. La cosmovisión que se insinúa en la obra de Poe, o se enmascara en la insólita belleza de las Iluminaciones rimbaudianas, es, de algún modo, la expresión de esa imagen interior que perdura en los niveles profundos de la psique. Su grado de racionalización es menor y de índole muy particular, pero ¿quién negará que la poesía no sea con la mayor frecuencia otra cosa que un intento de racionalización de una intuición fundamental del mundo?17

La experiencia poética se revitaliza de continuo en las zonas más profundas del ser y trasciende la esfera del arte. La poesía es liberación y conocimiento. Conocimiento de la interioridad de las cosas, y por consecuencia diferente del conocimiento científico o filosófico. Aunque distintas por su naturaleza y sus fines, la poesía, la magia y la mística:




       Se originan en zonas vecinas al centro del alma; en las fuentes vivas de la vitalidad preconceptual o supraconceptual del espíritu. No es pues de extrañar que ambas experiencias se entrecrucen y comuniquen recíprocamente en una variedad infinita de modos; que la experiencia poética predisponga naturalmente al poeta tanto a la contemplación como a confundir todos los modos de las otras cosas con ella; y que la experiencia mística prepare naturalmente al contemplativo para que éste haga del silencio, del amor, a veces, una expresión poética abundante, a la que se deben algunos de los más admirables poemas.18




Para Novalis el poeta es mago, representa el sujeto-objeto: el alma y el mundo. El sentido poético, como el místico, coincide con el sentido de lo desconocido, de lo revelador, de lo fatal fortuito. Representa a lo no representable, ve lo invisible y siente lo no sensible.

Cada vez que los poetas intentan reflexionar sobre sí mismos se sienten ligados con la unidad secreta de las cosas. Por eso la tradición ocultista se transmite entre ellos sin mediación humana.19 Dante, Ronsard, Scève, Rabelais, Milton, Cyrano de Bergerac, partici­pan espontáneamente de la doctrina secreta. El ro­manticismo, de Goethe y Hugo a Novalis y Nerval, muestra claras aspiraciones místicas y una decidida inclinación­ hacia los temas esotéricos. La obra de Bau­delaire, Poe, Rimbaud y otros maestros del simbolismo ofrece claras alusiones a la teoría de las correspondencias y a los principios de la gnosis. Rilke, Nietzsche,­ Yeats, Claudel y Milosz invocan al dios desconocido­ en profundos arrebatos místicos. El surrealismo configura, de hecho, una maravillosa aventura mágica, y sus técnicas apuntan a la recuperación de los poderes perdidos y de la situación primordial.




       La percepción y la representación no deben ser considerados más que como los productos de la disociación de una facultad única, original, de la cual da cuenta la imagen eidética y de la que se encuentran rastros en el primitivo y en el niño. Todos aquellos que se preocupan por definir la verdadera condición humana aspiran más o menos confusa-mente a retornar a ese estado de gracia.20




Para el poeta, como para el ocultista, lo esencial consiste en obtener un nivel de conciencia donde no rijan los opuestos y pueda experimentarse el universo enlazado por las correspondencias. Esta aprehensión permite situarse en un punto interior de perspectiva única, desde donde la gestión poética y la gestión ocultista parecen singularmente idénticas. El mundo sensible, que nos revela el ejercicio normal de los sentidos y que la ciencia se esfuerza por tornar inteligible no es más que un aspecto del mundo. Como quería Novalis, todo lo visible adhiere a lo invisible, todo lo que puede ser oído a lo que no puede serlo, todo lo sensible a lo insensible; quizá, también, todo lo que es posible pensar a lo que no puede ser pensado, a fin de que, como está escrito en la Tabula Smaragdina, “se cumpla el milagro de una sola cosa”. Tal el postulado fundamental de la poesía y el ocultismo. La cadena de las analogías aparece como un lazo que recorre lo infinito estableciendo vínculos y posibilitando la indisoluble cohesión del ser. El poeta las utiliza para penetrar en esa cosmovisión tradicional.

La analogía poética –dice Breton– tiene en común con la analogía mística el hecho de que ambas transgreden las leyes de la lógica y muestran al espíritu la interdependencia de dos objetos de pensamiento situados sobre planos diferentes, entre los cuales, el funcionamiento lógico del espíritu no es apto para establecer ningún puente y se opone a priori a que todo puente sea establecido.

Por otra parte, la analogía poética difiere de la mística, en que es totalmente empírica en su gestión lo cual le asegura la necesaria libertad de movimiento y le permite permanecer en el marco sensible. Sin embargo, considerando sus efectos, ambas analogías militan a favor de un mundo ramificado y recorrido en su totalidad por una misma savia. De ahí que ambas visiones del mundo presenten marcadas semejanzas.

Para poetas y ocultistas, la palabra se halla sometida a las leyes que rigen las correspondencias. “Hay en el verbo algo sagrado que os veda hacer de él un juego de azar”, escribe Baudelaire. “La palabra es un ser vivo. Sépase esto”, afirma Hugo. De ahí el sentido mágico del verso y el valor de la plegaria fervorosa. Ambos pueden actuar como un conjuro intencional que dinamiza la proyección del deseo. Baudelaire sostiene que la plegaria es el depósito de la fuerza. “En la plegaria –dice– hay una operación mágica. La plegaria es una de las grandes fuerzas de la dinámica intelectual”. Cuando es realmente intensa puede provocar una especie de transformación mental y orgánica. Parece ser una tensión del espíritu hacia el substractum inmaterial del mundo y a veces “se convierte en una serena contemplación del principio inmanente y trascendente de todas las cosas”.21

Por eso el discurso poético posee el ritmo de la vida y no el de la lógica. El poeta se esfuerza por recrear el lenguaje, por abolir el lenguaje corriente e inventar un nuevo idioma personal y secreto. Es un técnico del hechizo que establece entre las imágenes y su modelo una participación total. El poema sintetiza todo ese cosmos viviente de mitos, imágenes y símbolos que hacían posible la vida al hombre de las sociedades arcaicas. De ahí que la creación poética implique la abolición del tiempo, de la historia concentrada en el lenguaje, y tienda hacia la recuperación de la situación paradisíaca.




       Desde un cierto punto de vista, se puede decir que todo gran poeta descubre el mundo como si asistiese a la cosmogonía, por cuanto se esfuerza por verlo como si el Tiempo y la Historia no existiesen. Todo lo cual recuerda extrañamente el comportamiento del hombre de las sociedades tradicionales.22




De la “heterológica” de las sociedades arcaicas, al shamanismo y los ritos de iniciación; de las técnicas del yoga y los misterios eleusinos a las prácticas ocultistas y la aprehensión del poeta, la liberación del principium indi-viduationis, es decir, la substitución del estado de vigilia normal por un estado de hiperlucidez,­ es siempre el camino propuesto para trascender el nivel ordinario de la mente y experimentar el torrente de la vida universal.

En el estado de vigilia –afirman Pauwels y Bergier– sólo una décima parte del cerebro está en actividad, las nueve décimas restantes­ son un vasto campo silencioso. Sin embargo, las facultades inactivas pueden actualizarse mediante una “alteración renovadora”. La conciencia puede pasar del estado binario al estado analógico y provocar la “puesta en marcha de las máquinas ultrarrápidas contenidas en la parte dormida del cerebro”.23

Esa transformación ha permitido al hombre intuir, a través de las épocas, la imagen real del universo. Los vestigios de esa cosmovisión tradicional se hallan encubiertos en miles de testimonios distintos. Coloreados por las creencias, asociados a la noción de Dios, perdidos en el fárrago de misteriosos textos, inmóviles en la piedra de ciertos monumentos antiguos o vivos en los versos de un poeta, son signos que revelan la presencia de esa “absoluta, pura y clara unidad”, que apenas vislumbramos.

Los autores tradicionales han trazado con audacia su imagen presumible. A partir de la intuición primordial – más allá del criterio científico de verdad– la inteligencia ha pretendido racionalizar esos estados en doctrinas coherentes. La experiencia directa, en cambio, supone una progresión intrapsíquica –ascensión­ o sumersión (en este caso las imágenes espaciales son puramente simbólicas)– que permita a la conciencia replegarse hacia el centro ontológico y gozar de su posición intemporal. Quien logre esa transformación psicológica alcanzará el nivel impensable, ese “estado natural” de sahaja samadhi, como lo llaman los hindúes, y tal vez, más allá de la pluralidad aparente de las formas, el conocimiento del mundo mágico o universo multidimensional de las causas.





1. Mauricio Maeterlinck, Introducción a Novalis, Los Fragmentos seguidos de Los discípulos en Sais, Buenos Aires, 1948, p. 15.

2. Ricardo Musso, Los límites de la psicología. Desde el espiritismo hasta la parapsicología, Buenos Aires, 1954, p. 79.

3. Robert Amadou, L‘occultisme, Esquisse d‘un monde vivant, París, 1950, pp. 72-73.

4. Aldous Huxley, Las puertas de la percepción, Buenos Aires, 1956, pp. 28-29.

5. Mircea Eliade, Imágenes y Símbolos, Madrid, 1956, pp. 189-190.

6. Véase Mircea Eliade, Mitos, Sueños y Misterios, Buenos Aires, 1961, p. 109 y ss.

7. R.H., Codrington, citado por Max Müller, La ciencia de la religión y Origen y desarrollo de la religión, Buenos Aires, 1954, p. 128.

8. Véase Georges Gusdorf, Mito y metafísica, Buenos Aires, 1960, p.
40 y ss.

9. C. G. Jung, citado por G. Stephens Spinks, Introducción a la psi-cología de la religión, Buenos Aires, 1965, p.63.

10. Cf. Hubert y Mauss, Magia y sacrificio en la historia de las reli-giones, Buenos Aires, 1946.

11. J .B. Rhine, El alcance de la mente (The Reach of the Mind), Bue-nos Aires, 1956, p. 132.

12. Véase Serge Hutin, Historia mundial de las sociedades secretas, Barcelona, 1963, y Las Sociedades Secretas, Buenos Aires, 1961.

13. Cf. Grillot de Givry, Anthologie de l’occultisme, París, 1939.

14. Cf. C.G. Jung, La interpretación de la naturaleza y la psique, Buenos Aires, 1964.

15. Robert Amadou, ob. cit., p. 60.

16. Ibídem, pp. 20-21.
17. Ibídem, p. 92.

18. Jaques Maritain, La Poesía y el Arte, Buenos Aires, 1955, p. 281.

19. Sobre las relaciones del ocultismo y la poesía, puede consultarse: Claude D’Yce, Anthologie de la Poèsie hermétique, París, 1948; Robert Amadou et Robert Kanters, Anthologie Litteraire de l’Occultisme, Pa-rís, 1950; A. Viatte, Les Sources occultes du Romantisme, París, 1928; Denis Saurat, La Littérature et l’Occultisme, París, 1929; Rolland de Ré-neville, L’Experience poétique, París, 1938, Univers de la Parole, París, 1944; Les Lettres Françaises et la Tradition, en Les cahiers d’Hermes, t. I, París, 1946; Michel Carrouges, Surréalisme et Occultisme, en Les Cahiers d’Hermes, t. II, París, 1947.

20. André Breton, Point du jour, p. 250.

21. Cf. Alexis Carrell, La oración, su poder y sus efectos, Buenos Aires, 1948, p. 19.

22. Mircea Eliade, ob. cit., p. 33.

23. Louis Pauwels y Jacques Bergier, El retorno de los brujos (Le Matin des Magiciens), Barcelona, 1961, p. 390.







Capítulo III



Romanticismo y misticismo










La noche, símbolo de lo absoluto. La muerte no existe. Descubrimiento de lo infinito. Los dos misticismos. El Mysterium Magnum. Conocer es descender en sí mismo. Microcosmos y macrocosmos. Los exploradores del “yo”. Novalis: profeta del Hombre-Dios








La suprema tarea de la cultura consiste en apoderarse del Yo trascendental.


Novalis, Fragmentos





Este Yo no es advertible por el estudio ni aun por la inteligencia y la erudición. Este Yo revela su esencia únicamente a aquel que se aplica al Yo. El que no abandonó los caminos del vicio, que no puede dominarse, que no posee la paz interior, cuya mente está turbada, no puede nunca advertir el Yo, aunque esté lleno de toda la ciencia del mundo.


Katha Upanishad










Desde la antigua oposición entre “lo mágico platónico y lo racional aristotélico”, la poesía padeció el predominio del espíritu lógico sobre la inspiración y el entusiasmo. El orden “apolíneo” se impuso al furor “dionisíaco”, la razón a la magia, la imitación a la creación y al éxtasis. Una sucesión de preceptivas esterilizó al componente misterioso que pugnaba por liberarse de los clisés literarios. Al margen de aislados precursores, hubo que esperar al siglo XVIII para asistir a la revolución que lanzó a la poesía en el camino del conocimiento de sí misma y de la aventura metafísica. Desde entonces, la rebelión se afirmó y las crisis de purificación se acentuaron. La etapa del servilismo y la inocencia quedó cerrada para siempre. La conciencia del gramático, que había pretendido sacrificar a la poesía tornándola como un mero artificio racional, se transformó al influjo de imperativas exigencias. Los que consideraban a la poesía como un oficio destinado a distraer o a cantar hazañas, fueron desplazados por hombres que incorporaron la poesía a la vida y descendieron a los infiernos interiores buscando liberarse de la angustia del tiempo. Los románticos alemanes “entraron en el reino propio de las realidades poéticas” y Baudelaire y Rimbaud las impulsaron más allá de la frontera del espíritu.1

El romanticismo se apoyó en intuiciones y alimentó el mito del sueño y de la noche. Afirmó el irracionalismo­ y apeló a las potencias primitivas del alma; a las zonas oscuras y elementales de la psique. Los filósofos románticos rebelados contra el Iluminismo, el predominio de la Aufklärung, la venerada Razón, pusieron su fe en una interpretación intuitivamente organológica o religiosamente simbolista de la naturaleza. Reconocieron en la noche el símbolo de lo Absoluto, de la imagen unitaria y animada de la realidad superior a la que sólo se llega aniquilando las apariencias del mundo sensible. “Romantizar –escribió Novalis– significa dar a lo común un sentido superior; a lo ordinario, un aspecto misterioso; a lo conocido, la virtud de lo desconocido; y a lo finito, una apariencia de infinito”. En la poesía vieron los “signos manifiestos” de ese nivel superior de la realidad, que negaban los sentidos ordinarios. La poesía tomó entonces una tendencia absolutista y se tornó “progresivamente universal”. El poeta, “verdadero mundo en pequeño”, es el que mejor comprende a la naturaleza. Novalis encontró en la poesía el valor máximo, el fluido universal, la única realidad del gran Todo. “La poesía es lo real absoluto, esto constituye el núcleo de mi filosofía; cuanto más poética es una cosa tanto más real es”. Consideró a la poesía como la corriente esencial que representa a lo no representable, ve lo invisible y siente lo no sensible. En suma, resolvió en poesía todas las experiencias del espíritu. Como la de Nietzs­che, su cosmovisión fue eminentemente estética. “Sólo el artista puede intuir el sentido de la vida”.

El poeta se equiparó al demiurgo, capaz de ampliar a voluntad el mundo sensible, y la poesía se consideró camino seguro hacia el trasfondo originario anterior a la división de lo objetivo y subjetivo.

Shelley, en su famosa Defense of Poetry, escribió que “la poesía es verdaderamente algo divino, es a la par el centro y la circunferencia del conocimiento, lo que comprende toda ciencia y a lo que toda ciencia debe ser referida”. Nos permite habitar un mundo, ante el cual, “este mundo que conocemos es un caos”, y al arrancar de nuestra vista interior la película de los hábitos que nos ocultan las maravillas del ser, “recrea de nuevo el universo, aniquilado en nuestros espíritus por la repetición de impresiones”. Como dirá más tarde Heidegger, la existencia humana es “poética” en su fundamento mismo; y la poesía –institución­ verbal del ser– “es el nombrar que instaura los dioses y la esencia de las cosas”.2 Estas afirmaciones van a caracterizar a todo un movimiento filosófico y poético cuya visión del mundo, derivada del pensamiento monista, constituyó en último análisis un retorno a la cosmovisión oriental, en oposición al dualismo doctrinario de Occidente.

El romanticismo revivió la antigua cosmogonía mística, agregándole un principio ético de acción y perfeccionamiento. A la experiencia de los antiguos brahmanes de fundirse con el Ser infinito, situándose por encima del mundo en un universo sin sentido, los metafísicos románticos la interpretaron asignando a lo absoluto irracional, un principio optimista de armonía y de belleza.

Herder, activo propulsor del Sturm und Drang, había postulado una concepción orgánica y vitalista del cosmos, que fue perfeccionada por los filósofos y físicos románticos.

“El universo es el resultado de una Inteligencia In-finita” y puede ser aprehendido por medio de la experiencia interior. Es omnipresente y lo recorre un etéreo flujo vital que se transforma en diferentes expresiones. La vida universal le confiere vitalidad al individuo encerrado entre los límites del nacimiento y la muerte. Pero esta vida momentánea, confinada a los límites del “yo” de los sentidos, es un breve aleteo sobre el fondo de la vida cósmica. Novalis concibió a la muerte como una fase de la vida, como el fin de la limitación, como término y principio, como separación y enlace consigo misma. “La vida es muerte y la muerte también es vida”, escribió Hölderlin. Morir, para Oken, es acceder a otra forma de vida. Lo esencial consistió en proclamar la inexistencia de la muerte. Todo lo que muere se disgrega en el universo generador eterno de la vida. Los conceptos de principio y término se deslíen. La vida infinita es el substrato real del Todo sin tiempo, por eso, el individuo, de acuerdo con Baader, sólo vive en proporción a su identificación con el Todo, es decir, en la medida en que una ek-stasis lo arrebata de su individualidad.

Este misticismo natural, de profundo arraigo en el alma germana, se resolvió en un panteísmo idealista, en que el conocimiento emerge como la actividad suprema. La religión sería entonces una vivencia trascendente, un sentimiento de dependencia, como afirmaba Schleiermacher, un estado inexpresable de impotencia y pequeñez; de sujeción a una desconocida vida total, un “sentir absoluto”, que no se halla en los dogmas ni en los cuerpos doctrinales, sino que se oculta en el alma. El hombre es verdaderamente religioso cuando descubre en sí lo infinito. “Se puede definir el romanticismo –señala Farinelli– como la embriaguez de lo infinito”.3 Esa es, por otra parte, la actitud fundamental que habrá de culminar con Hegel. Lo finito es ilusorio y sólo puede considerarse real, en cuanto en él se realiza y se manifiesta lo infinito. Nicola Abbag­nano, al caracterizar a la filosofía del ochocientos, definió al romanticismo como un clima, como una temperie filosófica cuya tendencia principal consiste en reconocer como única y sola realidad al infinito y aceptar lo finito (el hombre, el mundo, la historia) solamente como manifestación o revelación de lo infinito.4

Mientras los filósofos románticos formulaban estas atrevidas concepciones y rematando los hallazgos kantianos contribuían a cimentar la nueva doctrina de la naturaleza, los poetas se lanzaron por la senda interior y uniendo en sus visiones extáticas lo finito y lo infinito, abrieron a la poesía los mundos inquietantes del ocultismo y la magia. Lo esencial consistió­ en afirmar que la aptitud religiosa del hombre puede y debe actualizarse. Lichtenberg y Moritz, Hamann y Herder, Jean Paul y Jean Jacques, los pietistas y los ocultistas, todos en diversos niveles y con más o menos fuerza constructora, comienzan de nuevo a percibir el mundo como una prolongación de sí mismos, y su propio ser como inserto en el flujo de la vida cósmica.5 En ese sentido, la Weltanschauung romántica descubrió su afinidad con la doctrina de los Vedas. Por instinto, más que por conocimiento, los pensadores alemanes del romanticismo como Lessing, los hermanos Schlegel, Schleiermacher, Novalis y hasta el mismo Goethe se sintieron arrebatados hacia esa tierra ideal poblada de arcanos y virgen de investigaciones. Aun desconociendo muchos aspectos del Oriente que los apasionaba, las correspondencias espirituales entre la revolución romántica y el pensamiento de la India fueron singularmente notables.

La universalidad de la experiencia mística fue la piedra de toque de esa similitud que atestigua la realidad del espíritu humano. Desde el sentimiento de lo Uno de que hablan los Upanishad al inescrutable Tao en Lao-Tsé y en Chuang-Tsé; desde los éxtasis de Filón y del sufismo hasta la suprema unión de Plotino, el mayor intento cognoscitivo del hombre se realiza en aquellos que, desprendiéndose del “yo” creado por la acumulación de sensaciones adulteradas, experimentan los estados místicos de la conciencia. Partiendo de lo Uno, el misticismo especulativo racionalizó lo infinito en la visión del mundo que postula un universo viviente donde todo se corresponde por sutiles y misteriosos lazos. Esa primitiva Weltanschauung actualizada,­ sin duda, por la inmanencia de una intuición primordial, se reencontró en los órficos y pitagóricos y se introdujo en el alma religiosa de Occidente a través del misticismo alejandrino. A partir de entonces sus temas esenciales se propagaron como una tradición subyacente. A través de Proclo, el seudo Areopagita ­fue discípulo de Plotino y, a través del Areopagita, lo fueron los grandes místicos medievales: Escoto Erígena, Eckhart y sus discípulos, los Gottesfreunde o “amigos de Dios”, especialmente Tauler, Suso y Ruysbroeck.

El pasaje de la Unidad a la multiplicidad de los seres y el del retorno de los seres al seno de la Unidad indiferenciada, fueron siempre los problemas –metafísico y ético– que determinaron la existencia de dos corrientes místicas y paralelas que en muchos aspectos se confunden. El concepto trascendente e inmanente que cada una de ellas asigna a la Divinidad, engendra distintas actitudes.

Una deriva en un misticismo quietista, la otra en un misticismo dinámico. La primera acentúa la impor­tancia del Ser Absoluto, lo concibe en eterno reposo sin devenir ni movimiento. El hombre debe retornar a la Unidad, huir de lo temporal hacia lo eterno, tras­cender las apariencias y anonadarse en lo Absoluto. Es el misticismo de los Upanishads, de Sankara, de Lao-Tsé, de Plotino y Eckhart. La segunda es la actitud de Confucio. Admite el devenir y el fluir heracliteano,­ se complace en la cambiante multiplicidad de lo Uno en el mundo y busca participar en él y vivir sus transformaciones para hallar de esa manera la senda del retorno a la Unidad. El místico temporalista, al regresar de los niveles de la supraconsciencia, se considera un colaborador de las energías creadoras, un vidente capaz de descifrar los signos, y actuar en consecuencia interpretando los designios divinos.

Esta mística de la extraversión (lo Infinito), opuesta a la mística introvertida de la tradición agustina y medieval (lo Absoluto) es, por su aceptación del mundo,­ fermento de conocimiento. Ella se perpetúa en toda la corriente esotérica que, de la Gnosis y la Alquimia precristianas, se extiende a través de la Edad Media hasta la filosofía de la naturaleza, en el Renacimiento, y de allí, siempre por las mismas vías subterráneas, a la “ciencia romántica”.6 Sin embargo –insiste Besset– se debe señalar que no se trata de dos corrientes netamente distintas, sino, más bien, de dos tendencias ­cuya acción se ejerce, a menudo, simultáneamente en la misma persona.

El Renacimiento florentino del siglo XV asistió a un despertar del misticismo extravertido. A la influencia alejandrina, especialmente de Plotino, los renacentistas Marcilio­ Ficino y Pico della Mirandola le sumaron su interés­ por la Cábala judía, la astrología y la alquimia. El misticismo y la magia se identificaron en ese materialismo teosófico que pretendía dominar a la naturaleza­ y dotar al hombre de poderes para operar maravillas. Esas ideas penetradas de esoterismo y gnosticismo se desarrollaron en Nicolás de Cusa, Gerónimo Cardan, Agripa de Nettsheim, Paracelso, Giordano Bruno, Fludd y Boehme. Este último, puesto en boga por Tieck dos siglos más tarde, fue leído con pasión por los pensadores románticos. En su obra confluyen las dos corrientes místicas que hemos señalado, pero se acentúa la perspectiva temporalista; por lo menos en lo que se refiere al universo material.

Todos parten de la Unidad Primitiva, de la raíz de toda existencia, lo que Boehme llamaba el Urgrund, el abismo sin fondo y también la Matriz Eterna o Mysterium Magnum, y Eckhart, la Divinidad, Die Gottheit, distinguiéndola cuidadosamente de Der Gott, o Dios.


Este Ser indiferenciado es una aspiración, un impulso vital, un deseo inconsciente que tiende a volverse consciente: la naturaleza innaturada que tiende a naturarse. Una Unidad que se va diferenciando y multiplicando mediante emanaciones sucesivas. El Urgrund –sin dejar de ser Uno– comienza por revelarse a sí mismo. Suscita su antítesis; hace de sí mismo un espejo, se desdobla en sujeto y objeto y como ya lo enseñara el antiguo Libro de las Mutaciones, la existencia brota de la oposición de los contrarios. Para emplear las imágenes boehmianas, la Matriz de los Mundos desarrolla en su seno la oposición entre el Deseo inconsciente y la Voluntad consciente. De allí, de esa lucha de opuestos se opera una síntesis que Boehme denomina la Sabiduría Divina: el Hijo de la teología cristiana. Este nacimiento de Dios se reproduce eternamente y la Divina Trinidad enseñada por la Iglesia es en el fondo una representación simbólica de estas verdades místicas. Las tres personas son tres momentos del proceso permanente de autorrevelación y autoconciencia del Abismo indiferenciado. El Padre es Voluntad consciente; el Hijo, Sabiduría Divina y el Espíritu, la Actividad de esa autorrevelación con la cual la Divinidad se crea a sí misma y forma el mundo. Para la mística, el hombre como microtheos, por su identidad con lo divino, es la revelación de todos los misterios, el principio del conocimiento.


Sólo se puede conocer lo Absoluto si lo Absoluto está en nosotros, en lo profundo de nuestra alma. Se trata de una identificación de esencia entre el sujeto­ y el objeto.


El hombre puede conocer, mediante una “contemplación inefable”. El conocimiento se identifica con la fe y se presenta como la actividad suprema. La Sabiduría Divina omnipresente se torna consciente en el espíritu humano, y el hombre, imagen y símbolo del Todo, puede intentar su máxima experiencia y alcanzar la última realidad espiritual que genera todas las mutaciones. “Sólo el conocimiento de nosotros mismos, ese descenso a los infiernos, nos abre el camino de la divinización”. Estas palabras de Hamann descubren la clave de la gnoseología romántica. Conocer es descender en sí mismo, muriendo al mundo, “elevándose hasta donde no hay cosa creada”,­ como decía Boehme. Sólo puedes conocer a Dios, si tú eres Dios, si Dios está en ti. Tanto para el Misticismo como para la filosofía de la naturaleza y la “ciencia” romántica, conocer algo significa llegar a fusionarse con ese algo, siempre que lo conocido y el cognoscente sean de igual naturaleza y partes del mismo complejo vital. Sólo se aprehende el objeto en su ser verdadero cuando se intuye en él la misma vida que advertimos en la experiencia de nuestro propio “yo”.7 Los simples –pensaba Eckhart– imagi­nan que deberían ver a Dios, como si El estuviera allí y ellos aquí, pero en realidad, Dios y el hombre son Uno en el conocimiento.

Pero ese conocimiento no puede provenir de la ac­tividad cognoscitiva común. Se impone una elevación del alma que reduzca las apariencias múltiples, y eliminando los opuestos conduzca al nivel de coincidentia oppositorum. La conciencia debe modificarse,­ transformarse, situándose más allá de la dualidad en el eje mismo del Ser: en consecuencia no puede comportar grados ni transiciones. Como quería Nicolás de Cusa, quien busque lo infinito debe desligarse de la multiplicidad fenomenal y realizar una comprehensio incomprehensibilis, una inmersión en la misteriosa profundidad de la conciencia del cosmos, para “volverse uno” y tornarse semejante a Dios. De ese modo Dios nace en el alma del hombre. Se produce un renacimiento, que no es otra cosa que el despertar de la conciencia en un nivel de supervigilia desde el cual tal vez sea posible percibir toda la realidad. Para decirlo con el lenguaje de la alquimia superior, se realiza la transformación del cuerpo mortal en una imagen radiante y el hombre “caído” se reúne con Dios consumando la Gran Obra Mágica.

La unidad de la vida no admite límites ni separaciones. La vida está presente en todo, entera e indivisa, tanto en los astros como en el más simple de los elementos, igual en lo inferior como en lo superior. El Gran Todo es lo único que vive. Esta certeza es la que movió a Novalis a expresar su fe en la unidad de la existencia. “El universo es completamente análogo al ser humano en cuerpo, en alma y en espíritu –escribió en los Fragmentos–, éste una abreviación, aquél una elongación de la misma substancia”. El hombre es el parvus mundus, el microcosmos, la imagen reducida pero fiel del universo, el macrocosmos.

La antigua idea de que el hombre refleja y contiene el universo, de que es un ser compuesto que participa en todos los niveles de la procesión divina, que reviviera Plotino y que Boheme tomara de los cabalistas, cobró fundamental importancia en la filosofía romántica. La concepción orgánica de la naturaleza extendió esta doctrina a todos los objetos que componen el mundo, y al insistir en la diversidad infinita y en la unidad esencial del universo, postuló la gran ley de las correspondencias,­ según la cual, el microcosmos y el macrocosmos se relacionan y se enlazan por analogías de orden­ cualitativo sólo aprehensibles por la intuición, capaces de conciliar lo múltiple y lo Uno. William Blake, en el primer cuarteto de Auguries of Innocence, expresa esta idea que “no es solamente la base del solipsismo­ romántico en todas sus formas distintas, sino­ que es, por sí misma, el fundamento y la esencia de la estética del romanticismo temprano”.8



Ve un mundo en un grano de arena
y un cielo en una flor silvestre.
Ten el infinito en la palma de la mano
y la eternidad en una hora.



Esta concepción tradicional no sólo admite la magia, sino que precisamente la demanda. La magia, como afirmaba Pico y reconocía la filosofía natural del Renacimiento, era la suma de toda la sabiduría sobre la naturaleza y la parte práctica de toda ciencia natural. Si todos los elementos se responden enlazados por la universal analogía, era posible actuar sobre todo partien­do de todo. Por medio de la experiencia mística, el mago podría acercarse a Dios y restituir al hombre los poderes soberanos que poseía antes de la degradación que le impusiera la “caída”. Cuando en illo tempore el hombre se hallaba en relación armonio-sa con el cosmos, le era posible conocer contemplando por analogía en sí mismo el substrato simple e indis-componible de lo real. Era la Edad de Oro, antes de la limitación en el tiempo y la percepción condicionada. La época absolutamente mítica, intemporal: la época del superhombre dotado de mágicos poderes integrado en la unidad primordial.

Los románticos padecieron esa eterna Sehnsucht, esa oscura nostalgia que al recordar los orígenes, los impulsaba a utilizar a la poesía y al ensueño como mágicos accesos al Paraíso Perdido. Los físicos románticos, los filósofos de la naturaleza y especialmente los poetas, vivieron y “pensaron místicamente” como decía Novalis, el más profundo de los integrantes del “círculo de Jena”.

Schleiermacher postuló lo infinito como condición de vida para el arte y para la fe, ambas provenientes de un origen común. Para él, como para los filósofos indios, la religión fue una experiencia sentida y vivida; la percepción real de algo arracional, cuestión de hechos y no de palabras. El arte sería entonces para la religión lo que el lenguaje es para la ciencia. La religión y la poesía se fusionaban. Ambas, como escribió Novalis,­ poseían la virtud de interrumpir el estado habitual, manteniendo más activo en el hombre el sentido de la vida.

Schelling, en quien la influencia de Boehme fue muy notable, intuyó una naturaleza orgánica, una inteligencia universal desarrollándose eternamente hacia un perfeccionamiento mayor. “La fuerza que piensa en mí, es tan eterna como aquella que sostiene los planetas y las estrellas”, había afirmado Herder.

Sankara, el advaitista indio, campeón del monismo impersonal y absoluto, renació de improviso en Fichte, cuya obra parangonada con la de aquél demostró que ambos se hallaban unidos por una notable afinidad de pensamiento. Fichte sostuvo que el mundo es la múltiple­ apariencia de una vida divina, de la cual veía en él mismo un reflejo, y en ese sentido, su cosmovisión resultaba un eco de la sabiduría lejana de los Upanishads: “Aquel que ve lo Uno en este mundo de multiplicidad, aquel que en este mundo siempre cambiante ve a El que nunca cambia, como el alma de su alma, como su propio ser, ése es libre, ha alcanzado la meta”.

Todo el romanticismo tendía hacia ese anhelo de unidad. Como afirma Béguin, su grandeza consistirá en haber reconocido y afirmado la profunda semejanza de los estados poéticos y de las revelaciones de orden religioso, haber puesto su fe en los poderes irracionales y haberse consagrado en cuerpo y alma a la gran nostalgia del ser desterrado.

Su exploración del cosmos interior contribuyó ­a extender el misticismo; el poeta romántico, convertido en conquistador de verdades esenciales, preanunció la aventura espiritual surrealista, y pugnando por acceder a un estado superior de la conciencia y al Cono­cimiento total, atravesó las puertas que conducen a la transformación psicológica.

Tieck, Brentano y Arnim, profetizaron el advenimiento de una época edénica, en la que el poeta, dueño de la visión indivisa, pudiese dominar las fuerzas de la naturaleza y trascender la barrera sensorial en busca de la reintegración maravillosa. Los poetas aparecieron como artífices conscientes de esa conciliación final, siempre que lograsen un estado de “exaltación angélica” semejante al éxtasis de los místicos. En 1828, Franz Von Baader escribió que “todo auténtico poeta es un vidente o un visionario” y Passavant anotó adelantándose a Rimbaud: “el poeta es esencialmente un vidente; la poesía es profecía, visión extática del pasado, del porvenir, de la totalidad”. Poco después, Hoffmann descendió a las azules cavernas del sueño. Como Nerval, no se contentó con vivir en esa jungla encantada en la que lo acechaban las apariciones y se alargaban los ecos y las sombras. Intentó dominarla, internarse por sus fantásticas “picadas” siguiendo el rastro de la presencia perturbadora e inefable. En su Kreisleriana, anticipó la estética de las correspondencias que culminaría con Baudelaire y con Rimbaud. “No es propiamente en sueños, sino más bien en ese estado de delirio que precede al dormir, sobre todo si he oído mucha música, cuando percibo una especie de concordancia entre los colores, los sonidos y los perfumes”. Pero Hoffman no fue el único en adelantarse, con sus “sensaciones enlazadas”, a ese aspecto del simbolismo que en Francia se llamó “audition colorée”. Brentano hizo referencia a la “luz de los sonidos”, Eichendorff se preguntó si: “¿Acaso los colores no son sonidos y los sonidos no son alas?”, y Tieck, para quien “los colores cantan”, preanunció las ambiciones rimbaudianas de inventar el color de las vocales, escribir silencios y fijar vértigos, en un esfuerzo sobrehumano por hallar el lenguaje perfecto. “¿Por qué no nos está permitido pensar en sonidos y hacer música con palabras y pensamientos?”

Novalis, por su parte, insistió en profetizar el advenimiento de un hombre superior que, desarrollando las potencias secretas del alma, fuese dueño de su esencia y dominara la naturaleza. Para él, el hombre es susceptible de evolucionar psicológicamente y adquirir nuevas y sorprendentes facultades. “El prejuicio más arbitrario –escribió– es el que pretende que el poder de exteriorizarnos, de hallarnos conscientemente más allá de los sentidos, nos ha sido negado. El hombre puede en todo instante colocarse por encima de los sentidos”. Siguiendo esa línea de pensamiento, Novalis habló de una “magia poética” capaz de realizar milagros y experimentó la sensación de estar unido al cosmos por lazos invisibles y de hallarse en el interior de los objetos que observaba. La vieja fórmula Erites sicut Dei (Seréis como dioses), se actualizaba en la exclamación del poeta: Dios quiere dioses.

El ocultismo como filosofía y la alquimia mística como práctica plena de desmesuradas ambiciones se expresaron a través de sus Fragmentos. Novalis, como el adepto de la Obra Mística, exaltó la radical purificación del ser mediante una ascesis regulada que permitiese situar a la conciencia en un plano de pureza absoluta.

Anunciador del superhombre, imaginó que el cuerpo debía ser puesto completamente en acción por medio del espíritu. “Es extraño –dice uno de sus Fragmentos– que el interior del hombre haya sido considerado de modo tan miserable y tratado tan estúpidamente”. El poeta estimó necesario que la voluntad se proyectase sobre aquéllas partes del cuerpo que habitualmente se hallan sustraídas a su imperio.




       Cuando hayamos obtenido este resultado cada hombre será su propio médico y podrá obtener el sentimiento exacto de su cuerpo; entonces y por vez primera, sintiéndose realmente independiente de la naturaleza, logrará quizá hacer renacer un miembro perdido, quitarse la vida por su propia voluntad y de esa manera obtener aclaraciones auténticas con respecto a los cuerpos, las almas, el universo, la vida, la muerte y el mundo de los espíritus.9 




En este como en otros aspectos coincidió con el milenario pensamiento de la India y con las postulaciones de la doctrina secreta. Al avanzar por el “camino misterioso que se extiende hacia lo interior”; mientras se acentúa la disolución del “yo” creado por los sentidos, se manifiestan al experimentador diversos “poderes”. Es entonces poder adquirir el dominio de las funciones neurovegetativas y de las facultades que el poeta atribuye a su hombre divino. “Tendrá la facultad de separarse de su cuerpo cuando le agrade; verá, oirá, sentirá lo que quiera y desde el punto de vista que desee”. Pero la meta final no es ese nivel parapsíquico. El Hombre-Dios que ambiciona Novalis es el ser transformado, “renacido” en un “cuerpo glorioso”, análogo al que poseía el hombre antes de “la caída”. Un ser que acceda libremente al mundo del espíritu que “no está cerrado para el hombre” y que “siempre es vivible”.

Aparentemente tan desligado de la tierra, Novalis llegó a afirmar que el cuerpo humano es el único templo del mundo. El poeta-místico logró entonces su equilibrio perfecto. Ocupado en ensanchar su existencia hacia lo infinito, fue un poco ese ciudadano del universo que él mismo profetizara, ese Hombre-Dios exteriorizado conscientemente más allá de los sentidos, para el que la paridad entre el hombre y el cosmos se revelaba como una realidad. “No debemos ser sencillamente hombres –escribió–, es preciso que seamos más que hombres”, porque la suprema tarea, como lo quería el maestro Eckhart, consiste en descubrir la otra persona que habita el interior, aquel que las Escrituras llaman el Hombre Nuevo, el Hombre Celeste, el Joven, el Amigo…









1. Cf. Jacques y Raissa Maritain, Situación de la poesía, Buenos Aires, 1946, p. 108 y ss.



2. Martin Heidegger, Hölderlin y la esencia de la poesía, México, 1958, p. 108.

3. Arturo Farinelli, El romanticismo en Alemania, Buenos Aires, 1948, p. 58.

4. Cf. Nicola Abbagnano, “Romanticismo y Existencialismo”, en Cua-dernos de Filosofía, Fascículo III, Nº 3 y 4, Buenos Aires, 1949, p. 20.

5. Cf. Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, México,­ 1954, p.

6. Cf. Maurice Besset, Novalis et la pensée mystique, París, 1947, p.12.

7. Cf. Ernst Cassirer, Individuo y cosmos en la filosofía del Renaci-miento, Buenos Aires, 1951, p.188.

8. Alexander Gode-von Aesch, El romanticismo alemán y las cien-cias naturales, Buenos Aires, 1947, p. 164.

9. Nova1is, Los Fragmentos, seguido de Los discípulos en Sais, Bue-nos Aires, 1948, pp. 66-67.















Capítulo IV



Novalis y la visión del “otro reino”




“El camino que lleva a casa”. Una visión “abierta” y “porosa” de la realidad. La noche como madre cósmica. El mensaje de los himnos. Caracterización del “otro reino”. Los elementos viven, sienten y se corresponden. El universo en un organismo animado. Avanzar en lo desconocido.






Si en la noche surgiera la luz, si un día nocturno y una noche diurna pudiera abrazarnos a todos, ese sería el fin supremo de nuestros deseos. ¿Será por eso que la noche iluminada por la luna conmueve tan maravillosamente nuestra alma y despierta en nosotros el tembloroso presentimiento de otra vida, muy cercana?



Friedrich Schelling






¡La luz tiene fijado su tiempo, pero fuera del tiempo, fuera del espacio, está el Reino de la Noche!



Novalis, Himnos a la Noche, II








“El sentido poético representa a lo no representable ve lo invisible y siente lo insensible”, escribió Jorge Federico Felipe Baron de Hardenberg, más conocido por Novalis, en aquel movimiento espiritual que conmovió al pensamiento europeo a fines del siglo XVIII. Su vida, breve e intensa (nació en Wiedestad, Alemania, en 1772 y murió en Weissenfels, en 1801 cuando aún no había cumplido 29 años) es un ejemplo de hiperlucidez. Tan profundo como Pascal; tan universal como Pico; tan vidente como Rimbaud y tan “abierto” como Rilke, Novalis sintetiza el mayor nivel de conocimiento de su época. Su obra, aparentemente inorgánica, –poemas en prosa y verso, meditaciones, relatos inconclusos, apuntes, aforismos– aparece como un repositorio de intuiciones fulgurantes y pensamientos generales. Inmerso en el universo romántico, su temprana amistad con Schiller, su admiración y rechazo de Goethe, su profunda coincidencia con los hermanos Federico y Augusto Guillermo Schlegel y con Ludwig Tieck, fueron conformando una personalidad volcada a la intuición poética y a la experiencia mística pero también a la indagación científica.

El pensamiento romántico propone un hombre integral que habrá de realizarse en la apertura metafísica y en la proyección escatológica. Combate la tiranía de la razón e intenta integrarla con otros modos de conocimiento. Toma cuerpo una nueva actitud gnoseológica basada en el valor de la intuición. Baader habla de la importancia del sentido interno, que da acceso a una percepción no habitual del mundo y a un saber de lo real sólo transmisible por símbolos. Se desciende a los abismos interiores, a las profundidades del Ser; como dice Ricarda Husch, se colma en gran medida la conciencia con el contenido de lo inconsciente. Frente a la multiplicidad de la visión ordinaria, se exalta el deseo de retornar al reino de la no-individualidad, por hallar –como quería Novalis– “el camino que lleva a casa”.

El ensueño romántico penetra con particular agudeza los misterios de la vida y de la muerte. Intenta reconstruir la fabulosa Edad de Oro e intuye en el origen de los mitos una suprahistoria sagrada signada por irrupciones verticales.

Al considerar a la razón como un instrumento insuficiente para aprehender a la Naturaleza y penetrar en la intimidad del fenómeno, se busca un conocimiento unitivo, una verdadera aproximación a la realidad. El arte se revela entonces como el plano más original y profundo, y dentro de él, los románticos privilegian la palabra en su dimensión de Logos, de Verbo. La palabra poética es un agente de reintegración a la Totalidad de la que el hombre se ha desgajado, pues conserva, en ese sentido, la virtualidad creadora de la palabra divina. De ahí que el artista, el poeta, “comprenda a la naturaleza mejor que el sabio” y sea el único que “puede penetrar el sentido de la vida”.

Capaz de atraer sobre sí las vibraciones de lo Absoluto, el poeta percibe los mensajes de una esfera superior y los trasmite a los demás hombres. A través de su palabra es posible acceder a intuiciones primordiales y a una visión “abierta” y “porosa” de la realidad. En virtud de su naturaleza el poeta romántico opera naturalmente un retorno al origen fabuloso. Abre una “puerta en el muro” hacia la patria perdida que Swedenborg denomina Jerusalem Celeste y que no es otra cosa que una nueva traducción de la noción de “Jardín de los Dioses” o “Paraíso Perdido”.

Novalis insiste en que todo buen poema es infinito porque el sentido poético posee íntima relación con el sentido religioso y profético. “Toda obra de arte –dice– es un elemento espiritual” y “todo poema un individuo viviente”. Como diría Ouspensky, la poesía ve más y a mayor distancia, en el principio de la visión; el verdadero poeta es de hecho un clarividente. “Sólo ese fino aparato al que se llama el alma del poeta puede comprender y sentir el reflejo de los significados ocultos en el mundo formal”.1

Novalis, “doctor maravillado frente a las correspondencias invisibles que enlazan a las cosas”, no se dedica exclusivamente a la poética, a la teosofía, a la teurgia, a la pneumatología trascendental, a la cosmología metafísica, ni a nada de lo que se encuentra en los círculos especiales de la mística formal. Si todo pensamiento que comunica con lo infinito es un pensamiento místico, su modo natural de pensar es místico. “Nada ve aisladamente. Tiene el sentido y la suave obsesión de la unidad”.2

La prematura muerte de su prometida Sofía von Kuhn, de sólo quince años, marcó al poeta con un sentimiento dramático del mundo y exaltó su deseo por superar los límites penetrando en los dominios de lo desconocido. Se acentúa entonces su ambición gnoseológica. Considera que la palabra poética debe constituir el centro y la base del conocimiento supremo. “Escribir un poema es engendrar”, anota en sus Fragmentos. “El poeta es mago”. “La poesía es lo real absoluto. Esto constituye el núcleo de mi filosofía. Cuanto más poética es una cosa, tanto más real es”

Este clima de permanente tensión hacia lo real, culmina en una experiencia de orden intemporal que habrá de generar sus celebrados Hymnen an die Nacht. El 13 de mayo de 1797, Novalis visita la tumba de Sofía y padece una extraña conmoción. El texto correspondiente de su Diario describe una experiencia espiritual profunda en la que Sofía se confunde con la “Sophia” de los gnósticos y asimismo se fusiona con la imagen intercesora de la Noche, en su versión del arquetipo de la Madre Cósmica.




       Por la tarde fui a ver a Sofía. Allí se apoderó de mí un indecible gozo. Instantes de entusiasmo surgían como relámpagos. De un soplo dispersé la tumba como si fuera polvo; los siglos parecían minutos; se la sentía próxima: creí que iba a aparecer.3




Dos años después, en marzo de 1799, Novalis da término a los Himnos a la Noche.4 Frente a ellos se experimenta una turbadora sensación de vacío. El discurso se abre a múltiples valencias y propone una lectura total. El mundo de la naturaleza es leído, es interiorizado. Un gran símbolo opera a través de los himnos y si bien adquiere connotaciones diversas mantiene un inmenso soporte estructural: la Noche, la Amada, la Madre, la Muerte.5

Como símbolo de lo infinito, la Noche proyecta al poeta hacia un cosmos abierto sin referencias ciertas. La Noche es la gran intercesora, el abismo húmedo de vida primordial donde lo sagrado y lo profano confunden sus contornos. Para Novalis, la Noche pertenece a ese orden de vivencias que se hallan ligadas al presentimiento de lo Absoluto y permiten obtener un contacto arracional con el mundo invisible. En la tiniebla nocturna las cosas adquieren particular ingravidez, se liberan de su orden cotidiano y se reagrupan con un sentido imprevisible. El espíritu experimenta el asombro y la exaltación de lo maravilloso: todo es nuevo, como en el momento auroral. Adviene entonces la despersonalización, el anonadamiento de la criatura ante el vasto paisaje de fosforescencias extrañas…

De la Noche primordial, de ese estado espiritual impregnado de sensaciones numinosas, Novalis reaparece con los sentidos purificados. Es capaz de “ver”, de “oír”, de descubrir impensables analogías, de hacernos comprender la fugacidad de lo transitorio e inducirnos cambios cualitativos a partir de los cuales nos sea posible intuir la realidad del “otro reino”.

La palabra del poeta convoca símbolos de insólita belleza. Estallan y se recomponen imágenes arcaicas liberadas de su contexto mítico. El gran organismo universal revela su rostro sagrado. El poeta oye “la voz del silencio” y se entabla un profundo diálogo con el Ser desconocido. Novalis experimenta entonces el sentimiento de lo inaccesible y majestuoso; el espanto ante el caos; el vértigo; la revelación; el llamado a la sumisión del ser. “La alegría de expresar en este mundo –como él mismo dice– lo que está fuera de él”.

La Noche adquiere por fin su máximo valor de alteridad. Una transrealidad pocas veces alcanzada. Es la “ventana a lo infinito”, la “abertura” que se comunica con los niveles invisibles, la vía por la que se accede –después de haber superado la soledad y la desesperación– a la plenitud de un nuevo nacimiento, a ese estado de ser que no es distinto del amor.

A través de los Himnos se produce la verdadera transposición de la experiencia mística novaliana. Para Béguin constituyen “la obra maestra de la poesía propiamente romántica y uno de los más bellos testimonios que poeta alguno haya dejado de una aventura personal metamorfoseada en mito”.6

En el Himno primero, la Noche se internaliza en el poeta y establece un canal que permite la aproximación de Novalis a la Totalidad. En el segundo, la Noche se carga de profundos contenidos y el amor se revela como energía; los ojos infinitos del sueño se abren sobre la eternidad. El sueño como prefiguración de la muerte o anticipo de la reintegración a la Conciencia Cósmica, se revela como la clave del “reino”. “¡La luz tiene fijado su tiempo –dice el poeta– pero fuera del tiempo, fuera del espacio, está el Reino de la Noche!”.

En el tercero el éxtasis es finalmente alcanzado, se produce el acceso a la experiencia intemporal y el poeta recrea los momentos mágicos vividos junto a la tumba de Sofía. El tiempo se aleja rápidamente como una tormenta más allá del horizonte. En el Himno cuarto, Novalis retoma en un plano cósmico el tema de la experiencia trascendente. La luz aparece prisionera en la Noche que la contiene; por eso, quien contemple el “país nuevo”, “la morada de la Noche”, no volverá a descender hacia el tumulto del mundo, hacia el lugar donde se mueve la luz en permanente inquietud.

Finalmente en los himnos quinto y sexto, la ambición novaliana por irrumpir en la “patria celeste”, se despliega en un marco cristiano. El Dios-Hombre, reaparecido con “rostro nunca visto” en la poética “cabaña de la pobreza”, es el centro de toda contemplación. Queda atrás la época del Sol, cuando los Seres Celestes habitaban la tierra. Ahora el nuevo dios impone su religión de la Noche. El epílogo es la resurrección, la derrota de la muerte, el Nuevo Nacimiento.

En la Canción de los muertos, composición extraña, que según el testimonio de Tieck, Novalis pensaba incluir en la segunda parte de Enrique de Ofterdingen, el autor de los Himnos avanza un paso más en la caracterización del “reino”.

En medio de la tempestad y el peligro existe un universo superior, “otro reino” en el que rigen otras normas; en el que imperan otras realidades. Allí mora Sofía, pero no sólo ella, también las almas de los muertos. El espacio infinito, la noche estrellada, se ha convertido, en “cielo”, en hábitat, en lugar inaprehensible; un determinado “arriba”, al que la presencia de Dios-Hombre, la Virgen y las jerarquías angélicas le confieren un sesgo marcadamente cristiano.

La vivencia del cosmos unitario, ese oscuro sentimiento de participación en el Todo, donde los elementos viven, sienten y se corresponden por misteriosos lazos, fue sin duda propiedad común y espontánea de la generación romántica, adquirida en un clima de intensa exaltación espiritual.

La concepción unitiva de la Naturaleza, la integración del hombre a sus ritmos profundos y el permanente afán de obtener una síntesis entre espíritu y materia, constituyeron ideales románticos que hallaron formas coherentes de expresión al concebir un monismo integral diferenciado. Este monismo peculiar habría de permitir dentro de la síntesis, otorgar valores distintos al alma y al cuerpo. En la naturaleza, pensaba Herder, los sistemas de fuerzas pueden ser diferentes y no obstante ello seguir una sola clase de leyes, pues en la naturaleza, cada cosa depende de todo lo demás y por lo tanto no puede haber sino una intencionalidad primordial conforme a la cual las fuerzas más diferentes estén ordenadas.

El concepto romántico de la organización infinita –una continuidad interminable de eslabones finitos– aparece con nitidez en la obra Sobre la Naturaleza de J.B. Robinet publicada en 1761.7 A través de la intuición y la reflexión de Herder, Schelling, Steffens, Carus, Schlegel, Novalis, Baader, Oken, Schubert y Ritter, se va conformando la visión unitaria del mundo como una sola realidad interconectada; un organismo universal pleno de sentido, que sólo puede comprenderse a partir de una reestructuración del concepto de realidad.

El genio romántico prepara el advenimiento de una era metafísica. “La percepción de la unidad –escribe Béguin– es una premisa que los románticos aplican al mundo exterior pero que tiene su fuente en una experiencia absolutamente interior y básicamente religiosa”.8 Los románticos perciben el mundo como una prolongación de sí mismos e intuyen a su propio ser inserto en el flujo de la vida cósmica. Para ellos el universo es un ser viviente, un organismo animado no divisible en sus distintos elementos. La multiplicidad de las apariencias es reductible a una Unidad fundamental. En el tiempo, ella se despliega en un ciclo infinito en que toda experiencia individual nace y muere sin tener sentido sino por su subordinación al conjunto; en el espacio, la naturaleza abarca todos los fenómenos. Por influencia de las teorías galvanistas se considera a la vida como una especie de circuito cósmico en que los organismos individuales –como precisa Ritter– no son más que remansos que interrumpen la corriente para intensificarla. Lo que posee de vitalidad el individuo como tal, lo toma de la vida universal y es preciso que un trabajo continuo de asimilación y desasimilación –cuyos límites extremos son el nacimiento y la muerte– resta-blezca incesantemente el circuito interrumpido y encauce la corriente de la vida. “el Todo –dice Baader– es lo único que vive; cada individuo sólo vive en su relación con lo Absoluto, esto es en la medida en que supera la individualidad por el éxtasis”. De ahí que morir es acceder a otra forma de vida, pues “todo lo que es perfecto en su especie debe elevarse por encima de ella y convertirse en otra cosa, en un ser incomparable” (Goethe).

A la zaga de Herder y de Baader, Novalis ha poetizado esa intuición organológica y simbólica de la naturaleza. Si la esencia del Todo organizado ha sido inculcada en el hombre por el Creador, existe un grado determinado de interdependencia entre lo infinitamente pequeño, representado por el hombre, y la infinita grandeza del universo. Aproximar los planos distintos, avanzar en lo desconocido a través de lo conocido, es función de la analogía. El conocimiento de sí abre las puertas del conocimiento total. A partir de ese conocimiento surge la presencia de lo real en el interior del hombre y adviene un nuevo estado de conciencia.

En los Fragmentos, Novalis intuye los grandes misterios y afirma que el hombre está en contacto con todo el universo, así como con lo porvenir y lo pasado. “El mundo de los espíritus –escribe– está ya abierto para nosotros, es siempre manifiesto. Si de pronto tuviésemos la elasticidad necesaria, nos veríamos en medio de ese mundo”. Su concepción del universo, fruto de sus vivencias profundas, mantiene hoy inalterable vigencia. Tanto en los Fragmentos, como en Los discípulos en Sais o en Enrique de Ofterdingen , avanza sobre la ciencia de su época preanunciando el sentido de las más modernas y audaces hipótesis cosmológicas: “Los mundos superiores se hallan mucho más cerca de nosotros de lo que nos atrevemos a pensar. Es nuestra conciencia la que vincula a nuestro limitado mundo sensorial con esos mundos superiores”.9 Veamos uno de sus tantos apuntes, breves y taxativos, perdido en el abigarrado conjunto de sus gérmenes: “Cosmología. Universo-multiverso-om-niverso. Para lo más elevado, para lo más universal, una expresión que no tiene nombre”.10









1. Pedro Ouspensky, Tertium Organum, México, 1950, p.137.

2. Mauricio Maeterlinck, Introducción a Novalis: Los Fragmentos y Los Discípulos en Sais, Buenos Aires, 1948, p. 28.

3. Véase el texto íntegro de esta anotación en Novalis, Himnos a la Noche y Cánticos Espirituales seguidos de La Cristiandad o Europa, estudio y versión de Alfredo Terzaga, Córdoba 1966, pp. 155-156.

4. Véase también Novalis, Himnos a la Noche y otras composicio-nes, traducción y prólogo de J. Francisco Elvira-Hernández, Madrid, 1974.

5. Cf. Mauricio Besset, Novalis et la penseé mystique, París, 1947, p. 137.

6. Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, México,­ 1954, p. 264.

7. Véase Alexander Gode-von Aesch, El romanticismo alemán y las ciencias naturales, Buenos Aires, 1947, p. 167 y ss.

8. Albert Béguin, ob. cit., p. 99.

9. Cf. Nova1is, Enrique de Ofterdingen, Buenos. Aires, 1951, pp.126 y 180.

10. Novalis, La Enciclopedia. Notas y Fragmentos, Madrid, 1976, p. 431. Esta nueva versión castellana se ha rea­lizado siguiendo el texto establecido por Edward Wasmuth­ en el primer tomo de los Fragmentos, Heidelberg, 1957.















Capítulo V



La unidad cósmica y el sueño en la poética de Nerval






Los maestros del ensueño. Guérin y el jivan-mukta. La noche será negra y blanca. Aurelia y las “puertas en el muro”. Gerardo ve a su doble. Diecisiete religiones. Una biblioteca inquietante. El oro espiritual. Poeta y ocultista. La clave de Les Chimères. Alquimia mística. Peregrino de la gnosis.




Todo vive, todo se agita, todo se corresponde; los rayos magnéticos emanados de mí mismo o de otros, atraviesan sin obstáculo la cadena infinita de las cosas creadas: es una red que cubre el mundo y cuyos hilos se comunican con los planetas y las estrellas.



Nerval, Aurelia






El reino del cielo es el reino de las causas. Estando los efectos terrestres ligados a sus causas celestes hacen que todo sea correspondiente y que tenga un profundo significado. El nombre es el medio de unión entre lo natural y lo espiritual.



Swedenborg, Arcanos Celestes





El romanticismo francés tuvo en Gerardo de Nerval a uno de sus más puros representantes. Muy cercano a los románticos alemanes, que conferían al poeta una tarea metafísica, y pretendían acceder a un conocimiento objetivo y a una captación de lo real por medio de psicotécnicas y ascesis de tipo místico, Nerval perteneció a un romanticismo menor que mostraba marcada predilección por lo maravilloso, y tratando de expresar lo inexpresable, señalaba a la poesía nuevas y riesgosas posibilidades.

En Alemania, Novalis, Arnim, Tieck, Brentano y otros audaces exploradores del “yo”, se esforzaban por llegar a lo desconocido, a una existencia más auténtica, a un nivel intemporal, en el que liberada de opuestos, la conciencia se fundiese en una unidad original, plena y viviente. La poesía, el sueño, la magia y la cima del amor, eran seguras “puertas en el muro” para penetrar el sendero de la posible liberación suprema. Todo el ser, y no sólo las facultades racionales, debían participar en esa gran aventura metafísica de revelamiento del alma. Se trataba de un descenso a los oscuros estados de la mente desde donde fuese posible reencontrar el “Paraíso Perdido” e integrarse en la vida unida, presentida más allá del universo sensible.

Los modernos estudios nervalianos identifican a Ge-rardo con esa familia de buscadores de infinito. Richer, Le Breton, Béguin y Marie han aportado elementos de juicio que contribuyen a perfilar la dimensión espiritual del poeta, aislándolo en cierto sentido de los prominentes románticos que se alinean detrás de Lamartine y de Vigny. No obstante, Gerardo no respondía enteramente a la vieja Alemania, “nuestra madre común”, como él mismo la llamara. Francia registraba al respecto antecedentes ilustres y tanto con anterioridad a sus grandes románticos, como en la corriente posterior que partiendo de Nerval, Petrus Borel y otros, alcanzaría su máxima cumbre en Baudelaire; muchos “horribles trabajadores”, habían forzado las compuertas del sueño, lanzándose hacia lo irracional o en un intento desesperado por develar lo incognoscible, pedían al ocultismo y a la magia las llaves sagradas para dominar a la naturaleza.

El siglo XVIII había tenido en el conde de Saint-Germain, en Fabre d´Olivet, en Claude de Saint-Martin o en Restif de la Bretonne (alguno de ellos figurará en Les Illuminés de Gerardo), a pensadores de la más pura línea tradicional que, partiendo de intuiciones y experiencias mentales, repensaban el ocultismo y estructuraban doctrinas interdictas, basándose en la percepción primitiva de la correspondencia universal.

Gerardo constituye, sin duda, el punto culminante de esa honda inquietud espiritual, pero su ámbito no es el de la especulación racional, sino el de la ensoñación y el éxtasis poético. Nerval interroga con terror a las tradiciones primitivas, pretende develar los antiguos arcanos y entabla a través de su obra una lucha decisiva por el conocimiento. La poesía es una revelación y fluye de las profundidades del sueño, mundo misterioso y trascendente que habrá que iluminar y forzar. La aventura interior de Gerardo lo acerca asimismo a los “maestros de la ensoñación”, especialmente a Sénancour, Nodier y Guérin. Con ellos comparte gran número de temas, comunes también a los románticos alemanes. Albert Béguin los enumera: “analogía entre el hombre y la naturaleza, percepción de lo invisible a través de los objetos, esperanza de dominar sus propios estados de alma y de servirse de ellos a fin de conquistar un poder nuevo sobre el mundo, mística de los números y búsqueda de la unidad más allá de las apariencias múliples”.1 Estas afinidades presentaron –no obstante– una sensible diferencia, que podría esquematizarse en la oposición mística-magia. Mientras los prerrománticos franceses buscaron el éxtasis, la salida del tiempo, la inmersión del “yo” en un eterno presente atemporal libre de opuestos y la unificación de la vida en una suprema y fugaz aspiración de eternidad, los alemanes pretendieron, ante todo, poderes para modificar la naturaleza y fórmulas mágicas para poseer ese forzado paraíso. En esa tentativa sobrehumana habrá de acompañarnos Nerval y posteriormente Baudelaire y Rimbaud, quien, por la magia del verso, pretendía captar la magia real del universo y hallar los secretos para cambiar la vida.

En Obermann, Sénancour anticipa la aprehensión de esas correspondencias, que Nerval conocerá en momentos de exaltación dramática. Sénancour accedía a la conciencia impersonal siguiendo en el ambiente el sentido de los ritmos. Mediante particulares métodos de inducción (dispersión o despliegue del “yo”) obtenía lentamente ese estado de gracia, verdadera fusión en el torrente de la vida cósmica. La realidad exterior se aniquilaba por sí misma, y el soñador, liberado de la continuidad, substraído de la vida separada, gozaba en la atemporalidad del ser.




       Entregados a todo cuanto se agita y se sucede en torno nuestro, afectados por el pájaro que pasa, la piedra que cae, el viento que muge, la nube que avanza; accidentalmente modificados en esta esfera siempre móvil, somos lo que nos hacen ser la calma, la sombra, el ruido de un insecto, el olor que emana de una hierba, todo ese universo que vegeta y se mineraliza a nuestros pies; cambiamos según sus formas instantáneas, somos movidos por sus movimientos, vivimos con su vida.2




Esta pasividad de Sénancour lo aleja de Nodier, cuyo paisaje espiritual, aunque registra afinidades y coincidencias notables, rechaza la nolición y las incertidumbres de Obermann y busca en los sueños la materia para modelar un cosmos acorde con sus dramáticos reclamos. Nodier es un espíritu ávido de curiosidad para el que “el mapa del universo imaginable sólo se traza en sueños”. Acuciado por sus propios conflictos, bucea las profundidades, liberando imágenes que lo angustian y transformándolas en mitos que enriquecen su obra y le permiten su reconciliación interior.

Pero ni el ensueño de Obermann ni los mitos de Nodier en El Hada de las Migajas, alcanzan la profundidad mística que impregna las obras de Maurice de Guérin. El sentimiento de la vida cósmica que asoma en las últimas visiones de Hugo y que habrá de patentizarse en Aurelia, se anuncia ya en el Cuaderno verde. Guérin es un niño maravillado que transita los límites del tiempo. Por momentos cruza su frontera y retorna impregnado de eternidad. No posee biografía ni alimenta pasiones terrestres. Vive en los ritmos cambiantes, en los rumores inaudibles y en los contraluces del crepúsculo. Como Michel, el demente de Nodier, es una criatura de desecho o de elección, que vive de invención, de fantasía y de amor en las regiones más puras de la inteligencia. Su sola felicidad es esa que consiste en renunciar al egotismo, y en lograr el “minuto fuera del tiempo” fundiéndose en el torrente de la vida cósmica.





       Habito con los elementos interiores de las cosas, subo a lo largo de los rayos de las estrellas y de la corriente de los ríos hasta el seno de los misterios de su generación. Soy admitido por la naturaleza en el más secreto de sus divinos recintos, en el punto de partida de la vida universal; ahí sorprendo la causa del movimiento y escucho el primer canto de los seres en toda su frescura.3




Su alma fluctúa entre esos anticipos de la eternidad y los crueles e inevitables descensos al universo de la experiencia sensoria y la captación condicionada. Llega entonces la hora de la decepción, del profundo sufrimiento. Su alma acostumbrada a penetrar las tinieblas más allá de las cuales “se ve cara a cara ciertos misterios o se disfruta de las más dulces visiones”, cae, se condensa, sufre un súbito encogimiento, “se contrae y se enrolla sobre sí misma como una hoja tocada por el frío”.

Guérin se nos presenta como un ser abierto a las divinidades del sueño. Su vida oscura, que se acerca por la intensidad de su experiencia al nivel de “sahaja samadhi” de los jivanmuktas hindúes, comunica con otra realidad más vasta que se prolonga de su propio ser. Las imágenes y los símbolos del inconsciente proyectan sus sombras en un universo total; el universo viviente de la tradición ocultista que el romanticismo recreará, exaltando los mitos del inconsciente, del alma del mundo, de la unidad universal y de las correspondencias invisibles.

También como Guérin, Gerardo tuvo a su alma como primer horizonte. Hijo de un cirujano mayor de los ejércitos imperiales, Gerard Labrunie nació en París el 21 de mayo de 1808. El niño jamás conoció a su madre. “Nunca he visto a mi madre –escribió–; sus retratos han sido perdidos o robados”. Fue criado en Loisy, municipio de Ver y pasó largas temporadas en la casa de su tío abuelo Boucher, en Mortefontaine, no lejos de aquel “cercado de Nerval”. Allí, en casa del Tío Boucher, halló la vieja biblioteca de ocultistas y mistagogos a la que hace referencia en Sylvie y en el prefacio de Les Illuminés. También allí bailó sobre el pasto, en medio de las niñas del pueblo y entró en la ronda con la hermosa Adriana, que venía del castillo a mezclarse con las campesinas. Esa impresión fue tan profunda que, a pesar de que no la volvió a ver y supo más tarde de su muerte, persistió en descubrirla en las mujeres que asomaron a su vida en la realidad o en el ensueño. Ella fue Silvia y Aurelia y fue también Jenny Colon, la actriz a la que Gerardo escribió diversas obras y fundó, para celebrarla, la revista Monde Dramatique.

Su sensibilidad exacerbada, su descenso a los infiernos, y la dualidad desconcertante que se proyectó sobre su trágico destino, son los factores conformantes de una personalidad única en las letras francesas. De sólida formación clásica, romántico por temperamento y vocación, precursor del simbolismo y anunciador del surrealismo, Nerval parece hoy superior a Lamartine y a Musset y por lo menos igual a Hugo. 

En su Introduction à la poésie française, Thierry Maulnier ha escrito que en la primera mitad del siglo XX en la historia de la poesía francesa, no es ni Hugo, ni Vigny, ni Lamartine ni Musset, sino Gerardo de Nerval, ese diamante de limpidez insondable, donde se refleja la parte invisible del mundo.




       Tan atormentado como Baudelaire, pero sin sacrificar al gusto por la joyería macabra de Les Fleurs du Mal; tan punzante como Rimbaud, pero sin su risa provocativa; tan dolorido como Verlaine, sin su crápula; tan sabio como Mallarmé, sin su pose. Era por naturaleza lo que Valéry ha sido por oficio, un Valéry desinfatuado.4




En Aurelia intentó penetrar el “más allá”, atravesando los indescifrables y helados subterráneos del sueño. No conozco otra obra que esté tan vinculada con la existencia de su autor, escribió Béguin. Su nostalgia de la unidad esencial lo llevó a una búsqueda en la que puso en juego su propia vida y no retrocedió, como Rimbaud, ante “el mundo de los espíritus”. Imperativo y trágico, con ese rostro consumido por fiebre de infinito, que la foto de Nadar muestra con implacable crudeza, Gerardo libró su última batalla espiritual la noche del 26 de enero de 1855. Cuando amaneció en la sórdida calleja de la Vieille Lanterne, su cuerpo material, que albergara a un espíritu puro de poesía, se balanceaba entre el cielo y la tierra. La víspera, había escrito a su tía, madame Labrunie, una esquela esotérica y breve que terminaba con estas palabras: “Hoy no me esperes porque la noche será negra y blanca”.

El genio que poseyó a Gerardo, impulsándolo a sus extrañas actitudes de alucinado, no guardó, seguramente, ninguna relación con la locura. La genialidad nervaliana, producto, tal vez, de una mezcla feliz de disposiciones biológicas discordantes, desarrolló su curva vital en esa zona imprecisa que se halla entre las fronteras del equilibrio mental y la perturbación psíquica. Un psiquiatra alemán se asombraba de que su “enfermedad mental” hubiese sido notablemente creadora y constructiva.

Existió en él la fría razón a la cabeza de la fiebre. Como decía Gautier, la alucinación analizándose a sí misma mediante un supremo esfuerzo filosófico. Nunca como en esos momentos de exaltación que le valieron reiteradas visitas al doctor Blanche, Gerardo se halló tan libre de inhibiciones y dueño de una fuerza que multiplicaba su comprensión y su agudeza. “Me parecía saberlo todo – escribe–, comprenderlo todo. La imaginación me aportaba delicias infinitas… Al recobrar lo que los hombres llaman la razón, ¿será preciso sentir haberla perdido?” Como Obermann, se abstraía de su contorno aniquilando la realidad exterior, “soñando con los ojos abiertos, atento a la caída de una hoja, al vuelo de un insecto, al paso de un ave, a la forma de una nube, a todo lo vagoroso que pasa por los aires”. La vida universal le concedía su embriaguez y la contemplación, liberadora de la continuidad, era un método seguro de inducción para trasponer la conciencia ordinaria e integrarse en una infinitud independiente del tiempo.

Algunas veces –escribió Gautier– se lo veía en la esquina de una calle, con el sombrero en la mano, en una especie de éxtasis, evidentemente ausente del lugar en que se hallaba… Cuando lo encontrábamos de esa manera absorta, tomábamos precauciones para no abordarlo bruscamente, de miedo de hacerlo caer de lo alto de su sueño, como un sonámbulo que se despierta sobresaltado, paseándose con los ojos cerrados y profundamente dormido al borde de un tejado. Nos situábamos en su campo visual y le dejábamos el tiempo necesario para volver del fondo de su sueño, esperando que su mirada nos encontrase por sí misma.5

La sensación de esa experiencia liberadora del principium individuationis, se proyecta en su obra poética mezclándose a sus lecturas y a sus recuerdos personales. La simbología tradicional se confunde con sus propias vivencias, los paranormales estados de su psiquis se agudizan. El poeta crea con febril premura y las raíces de su creación literaria se hunden en el maravilloso universo de las correspondencias invisibles, ese mundo simbólico, atormentado de augurios, donde los astros influyen a las flores y los espíritus de los ritos malditos animan la materia y dirigen la vida múltiple y cambiante de las esferas celestes.

Aurelia es una obra sin antecedentes en las letras francesas. Gerardo le ha conferido una misión que trasciende el marco de lo puramente artístico. Mediante el encantamiento literario pretende concretar un descenso a lo desconocido, “abrir puertas” en el muro que lo separa del universo invisible. Para ello, habrá de valerse del sueño que pone al hombre en comunicación con el reino de los espíritus. El sueño deviene, así, factor esencial en la búsqueda de esa realidad que se evade tras de cambiantes máscaras. Su concepción mística del mundo, derivada del pensamiento monista, y su frecuentación de las doctrinas esotéricas, le señalan que “el camino misterioso va hacia el interior”, único lugar donde podrá realizar el hallazgo supremo.

El hombre, en su remoto origen, poseía esa intuición primordial que, por analogía, le permitía conocer en sí mismo la imagen real del universo. Gerardo ambicionaba reencontrar una vía de acceso, un modo seguro de inducción; por eso concibió su vida como la búsqueda del alfabeto mágico, de la carta perdida o el signo borrado que le permitirían recuperar fuerzas en el invisible “más allá”.
 “Mi misión –escribió– me pareció ser la de restablecer la armonía universal por arte cabalística y buscar una solución, evocando las fuerzas ocultas de las antiguas religiones”. El triunfo del “Logos” sobre el “Mythos”, de la visión racional sobre la visión indivisa; “la caída” en lo condicionado y en la existencia separada, que cierra al hombre las puertas de la infinitud, atormentaron siempre a Gerardo.

De ahí que forjara a la literatura como instrumento válido de búsqueda, especialmente si la obra literaria se concibe en un estado en que la vigilia y el sueño se tornan porosos y ambos planos se interpenetran y confunden.

Aurelia contiene la suma del conocimiento nervaliano y es el ejemplo más notable de esa literatura-actividad del espíritu que se inserta en el mismo corazón de la experiencia humana. En su comienzo, Gerardo relató esos momentos inefables en que el sueño, envolviendo a sus sentidos, lo arrastraba hacia regiones desconocidas donde se movían fantásticas sombras.




       El sueño es una segunda vida. No he podido penetrar sin estremecerme esas puertas de marfil o de cuerno que nos separan del mundo invisible. Los primeros instantes del sueño son la imagen de la muerte; un adormecimiento nebuloso embarga nuestro pensamiento y no podemos determinar el instante en que el yo, bajo otra forma, continúa la obra de la existencia. Es un subterráneo indefinido que se ilumina poco a poco, y donde se desenvuelven, a la sombra de la noche, las pálidas figuras gravemente inmóviles que habitan en la mansión del limbo. Después el cuadro se forma, una nueva claridad lo ilumina y las apariciones fabulosas se mueven: el mundo de los Espíritus se abre ante nosotros.6




Ese es el mundo que Gerardo pretendía dominar, analizando su estructura y descifrando su lenguaje simbólico. Un mundo interdicto, donde no rige la causalidad y caducan las nociones comunes del espacio y el tiempo, pero donde sí, es posible, identificarse con el sentido de la vida cósmica, realizando un anticipo de reintegración en la unidad presentida más allá del universo sensible.

Nerval rechazó siempre las explicaciones psicológicas del sueño. Los conflictos inconscientes, las motivaciones irracionales y los deseos reprimidos que emergen en nuestra vida onírica en asociaciones extrañas, constituyeron para él sólo un aspecto de esa actividad misteriosa. El hombre es el microcosmos en el macrocosmos, y el inconsciente donde se mueven los sueños, la raíz del ser, verdadero nexo con el alma universal omnipresente. Su propósito confesado consistió en internarse en el sueño, para penetrar más allá en el misterio.




       Me lancé a una audaz tentativa. Resolví capturar el sueño y arrancarle su secreto. ¿Por qué, me dije, no forjar por fin esas puertas místicas, armado de toda mi voluntad y dominar mis sensaciones en vez de soportarlas pasivamente?... Nunca he sentido que el dormir sea un descanso. Después de un sopor de algunos minutos, comienza una nueva vida emancipada de las condiciones del tiempo y el espacio y semejante, sin duda, a la que nos aguarda después de la muerte. ¿Quién sabe si será posible al alma, unir desde ahora esas dos existencias? Desde ese momento me esforcé en buscar el sentido de mis sueños y esa inquietud influyó sobre mis reflexiones del estado de vigilia. Creí comprender que entre el mundo externo y el mundo interno existía un vínculo.7




Sin embargo, la experiencia de Gerardo no quedó localizada en esa aspiración de unidad mística, en ese retorno al gran Tiempo que servía de fuente a sus creaciones literarias. Junto a los éxtasis profundos y los accesos a una conciencia modificada en la que “el alma más exaltada y sutil halla relaciones invisibles, coincidencias no percibidas y goza de espectáculos que escapan a los ojos materiales”, Gerardo conoció esos estados singulares en los que la emergencia de un nuevo “yo” conduce a un proceso de desdoblamiento. Esa doble personalidad, además de caracterizar a ciertos estados patológicos, se puede inducir mediante el empleo del hipnotismo. Generalmente esas “personalidades alternantes”, espontáneas o inducidas, obedecen a una fragmentación de la conciencia; a la emergencia de los contenidos del inconsciente personal producidos por la traslación del foco de la conciencia (Freud) o a la personificación de procesos mentales inestables (los complejos), que se agrupan en torno de pensamientos activos o fuertes experiencias emocionales (Jung). Sin embargo, no puede descartarse totalmente la posibilidad de que en algunos casos, personas particularmente sensibles efectúen, consciente o inconscientemente, cierto tipo de proyecciones paranormales, conocidas como fenómenos de bilocación.

Una noche, cuando el épanchement du songe dans la vie réelle había alcanzado un grado peligroso, Gerardo vio por primera vez a su doble. Fue, tal vez, un sueño, y en todo caso una premonición. Detenido por una ronda nocturna, vio, recostado en su celda, cómo dos de sus amigos lo reclamaban y alguien de su estatura –él mismo– partía acompañándolos: “pero se equivocan –se decía–, es a mí a quien han venido a buscar y es otro el que sale”. Por fin los dos amigos vinieron a llevarlo y al conocer el relato de Gerardo, negaron que hubiesen estado durante la noche.




       ¿Quién era pues ese espíritu que estaba en mí y fuera de mí? ¿Era el doble en cuestión o el hermano místico que los orientales llaman feruer?... Sea cual fuere, creo que la imaginación humana no ha inventado nada que no sea verdad en este mundo o en los otros y no podía dudar de lo que había visto tan perfectamente. Una idea terrible me asaltó: “el hombre es doble”, me dije.8




Pero Gerardo era doble, no cuando él lo deseaba, como los antiguos iniciados, sino cuando lo quería esa fuerza misteriosa que se disociaba espontáneamente en su interior y le producía euforias memorables o penosas angustias. De acuerdo con las antiguas creencias animistas, que el ocultismo moderno en parte reivindica, el hombre posee una contraparte fluídica, “cuerpo astral” o “doble”, que se interpenetraría totalmente en el cuerpo físico, de manera tal que, si pudiésemos verlo cuando se separa del organismo durante el estado de ensueño, nos parecería semejante a nosotros. Ese “doble” (posible intermediario invisible en el proceso de extrasensorial de captación), al que modernos parapsicólogos (H. Carrington, Hornell Hart) intentan incorporar en el contexto de la ciencia, como proyección de una modalidad energética no física (campo o energía psi); se mantendría unido al cuerpo del sujeto por un vínculo fluídico de igual naturaleza: el fabuloso cordón de plata.

Identificado con el principio vital y reconocido por todos los pueblos arcaicos, el “doble” fue llamado ka por los egipcios y carro sutil por los pitagóricos, que lo consideraron destinado a llevar el alma después de la muerte. La posibilidad de disociarlo del cuerpo físico mediante un acto voluntario, fue uno de los secretos mayores de los antiguos sacerdotes y formó parte de los “grandes misterios”. Los iniciados se hacían acreedores de ese nombre cuando por medio de una rigurosa preparación psicofísica lograban desprenderlo del cuerpo y proyectarlo conscientemente más allá de los límites del espacio y del tiempo. Gerardo, que gustaba llamarse a sí mismo “iniciado”, “vestal”, e “hijo de fuego”, anheló, y no sabemos hasta qué punto fue recompensado, esa preparación, gradual de todo el ser hacia las cumbres vertiginosas del espíritu, desde donde es posible colocarse en relación consciente con las potencias del universo. La iniciación despierta los sentidos dormidos del alma. Es la “muerte” y la “resurrección”. El ser se purifica transformando su psiquis. Se ilumina y accede al Conocimiento perfecto, encuentra el “alfabeto mágico”, como decía Gerardo, y finalmente se reintegra a la época atemporal, anterior a “la caída”.




       Desde el momento en que me invadió la seguridad de estar sometido a las pruebas de la iniciación sagrada, una fuerza invencible se apoderó de mi espíritu. Me consideraba un héroe viviente bajo la mirada de los dioses; todo en la naturaleza tomaba nuevos aspectos, y voces sagradas salían de la planta, del árbol, de los animales, de los más humildes insectos, para avisarme y darme aliento.9




Como en las antiguas pruebas de Eleusis, en que los sacerdotes preparaban el temple de los futuros depositarios de la ciencia sometiéndolos a peligrosísimas pruebas, Gerardo ganó su derecho a conocer las voces de la intuición y de la música del alma. Su predisposición orgánica para transitar las misteriosas sendas del “mundo intermedio” parece confirmarlo. ¿Sería Gerardo un dotado parapsíquico? ¿El doble que lo atormentaba guardaría relación con ese ente no concebible como físico, denominado energía psi?

Estos interrogantes nos acercan a otro aspecto de la vida mística del autor de Les Chimères. El hombre que crea, que sueña o que alcanza estados de conciencia más sutiles, intuye que la mente, trascendiendo el razonamiento y los sentidos ordinarios, puede enfrentarse a una realidad de índole desconocida. Esa experiencia vital se logra merced a progresiones intrapsíquicas que superando diversos niveles acceden más allá de las apariencias y de las formas, a un plano en que se extinguen el espacio y el tiempo. En el hombre vive inmanentemente la posibilidad de realizar esa aprehensión de lo absoluto, que brota ante las grandes conmociones del espíritu, en la exaltación creadora o en la plenitud del amor. Partiendo de esa vivencia fundamental, el ocultismo racionalizó el contacto del hombre con la infinitud de la visión del mundo que postula un universo viviente donde todo se corresponde por sutiles y misteriosos lazos. Gerardo, identificado con la naturaleza, sintió de esa manera la eterna omnipresencia de la Existencia Una. “Dios está en todas partes”, le contestó una vez su hermano místico. “Él está en ti y en todos. Te escucha y aconseja; eres tú y yo que pensamos y soñamos juntos, que jamás nos hemos abandonado y somos eternos”.

Para él todas las religiones poseían fragmentos de la verdad primitiva, y a las imágenes y signos del culto, los consideraba “símbolos de apoyo”, destinados a sostener vivencias esenciales realizadas por hombres espiritualmente superiores. De ahí su aceptación de los credos más diversos. Cierta vez que discurría en casa de Víctor Hugo, alguien le dijo: “¡Pero, Gerardo, usted no tiene ninguna religión! -¿Yo, no tengo religión? Tengo diecisiete… por lo menos”.10

Mago y cabalista, pagano y cristiano, trazador de horóscopos y fabricante de talismanes, Gerardo pudo haberse dotado de poderes parapsíquicos, si hubiese logrado dirigir esa facultad misteriosa que se manifestaba al alcanzar su psique cierto nivel de internalización. Empero, su fracaso lo arrastró a peligrosos desbordes. Influido por mágicos relatos, conjuraba espíritus por medio de ritos extraños que en otra época le hubiesen valido la hoguera, o siguiendo la dirección de una estrella por oscuras callejas, terminaba con los brazos abiertos esperando el momento en que su alma, separándose del cuerpo, fuese a penetrar en el astro lejano atraído magnéticamente. Su relación con las doctrinas esotéricas es tan evidente, que no se descarta la posibilidad de que hubiese sido realmente un “iniciado”. Generalmente este interrogante se considera resuelto en forma negativa, pero, de todos modos, evidencia el avance de los conocimientos nervalianos en el terreno del ocultismo. “Más que un iniciado estrechamente unido a una doctrina –escriben Amadou y Kanters– Nerval es en el ocultismo un apasionado autodidacta. Inquieto por todos los misterios, él ha ensayado ver en todas la fuentes de la tradición, en las fuentes pitagóricas y neoplatónicas, alquimistas y cabalistas”.11

Un indicio de su vinculación con Sociedades Secretas parece constituirlo su conocimiento del Traité de la Réintégration, de Martínez de Pasqually, que por aquella época circulaba en manuscrito y solamente entre grupos martinistas. Las Memorabilia de Emmanuel Swedenborg, fue una de sus lecturas favoritas y por sus sueños transitaron a menudo las sombras de Jacob Boehme y Paracelso. Sus libros, “montón desordenado de la ciencia de todos los tiempos, historia, viajes, religiones, cábala y astrología, dignos de impresionar los manes de Pico della Mirandola y de Nicolás de Cusa”, acentuaron en Gerardo esa natural propensión a interpretar el mundo desde el punto de vista de la filosofía esotérica. “La convicción que me había formado de la existencia del mundo exterior – escribió– coincidía demasiado bien con mis lecturas, de modo que no podía dudar de las revelaciones del pasado”.

Los últimos estudios sobre la obra de Gerardo de Nerval han comprobado el influjo, en muchos casos ostensible, de tratados famosos de alquimia y ocultismo. Es seguro que ha leído los cuatro tomos de Edipus Egiptiacus, de Kircher; la Bibliothèque Orientale, de d`Herbelot de Molainville y el Traité sur la vie de l`homme et l`homme posthume, de Desvines de Valgay. Asimismo, ha tomado numerosos apuntes del Dictionnaire Mytho-Hermétique y Les Tables Egyptiennes et Grecques, de Dom Pernety; de Monde Primitif, de Court de Gebelin y de Religions de l`Antiquité, traducción de la Symbolique, de Creuzer. Cotejando textos, Jean Richer ha señalado notables coincidencias, especialmente entre la descripción del comienzo de las iniciaciones egipcias que hace Nerval en los capítulos La plateforme y Les épreuves de su Voyage en Orient y la obra Sethos, del abate Terrason.12 Por su parte Georges Le Breton afirma, como veremos más adelante, que el soneto Vers Dorés, le ha sido inspirado por el relato Les Douze surprises de Pythagore, de Delisle de Sales. Todo ese bagaje de conocimientos cabalísticos esotéricos –en colaboración con Henri Delaage redactó el almanaque cabalístico para 1850– otorgó a Gerardo la posesión de una fuente inagotable de figuras y símbolos, la que fusionada con sus íntimas experiencias de introvertido dieron por resultado las páginas sibilinas de Aurelia y los herméticos sonetos de sus Chimères.

Les Chimères reúnen todos sus materiales poéticos, y no han hallado mejor definición que la que él mismo les da, en el prefacio de Les Filles du Feu, dirigida a Alejandro Dumas.




       Y, puesto que usted ha tenido la imprudencia de citar uno de los sonetos compuestos en ese estado de ensueño supernaturalista, como dirían los alemanes, será necesario que los oiga todos… No son más oscuros que la metafísica de Hegel o que las memorables de Swedenborg, y perderían su encanto al ser explicados, si la cosa fuese posible; concédame al menos el mérito de la expresión; la última locura que me restará, será probablemente la de creerme poeta: tocará a la crítica curarme.




No obstante el riesgo a que alude Gerardo, veremos a la luz de los más recientes estudios, algunos de los recuerdos que más concretamente pueden haberlo influido.

En general Les Chimères responden en su totalidad al mismo sistema; son productos del ensueño nervaliano donde las referencias mágicas dan el toque de misteriosa sugestión. Entre ellas, Vers Dorés y El Desdichado, han sido objeto de prolijos comentarios. Vers Dorés, como su nombre y el epígrafe lo indican, se relaciona con la filosofía de Pitágoras, el profundo conocedor de la antigua ciencia de los sacerdotes, cuyos versos del mismo nombre constituyen, de acuerdo con Eliphas Levi,13 las leyes preliminares de la iniciación mágica. No debe olvidarse que, en el espíritu de los adeptos, el oro espiritual es el gran arcano, la luz condensada, y que a los sagrados números de la cábala los denominan números de oro. Esta relación se hace extensiva a los versos pitagóricos y se vincula, asimismo, con El Asno de Oro, el enigmático libro de Apuleyo. El tema fundamental del soneto es la presencia de la vida universal:




¿Cómo? ¡Todo es sensible! (Pitágoras)

¡Pensador, hombre libre! No sólo piensas tú
en un mundo libre en que estalla la vida en cada cosa.

Tu libertad dispone de tus múltiples fuerzas, pero
de tus consejos está ausente la tierra.

Un espíritu que obra respira en todo bruto, cada
flor es un alma que se abre silenciosa, un
misterio de amor en el metal descansa, “¡todo es
sensible!”. Y todo, sobre ti, poderoso.

Teme en los muros ciegos el ojo que te espía: A la misma materia se halla ligado el verbo… ¡No permitas que sirva para algún uso impío!

Pues en el ser oscuro puede ocultarse un Dios, y cual ojo naciente por su párpado preso un espíritu puro se agita en el guijarro…




El hombre se halla inmerso en un océano de vida inteligente. Todo se agita y piensa: Mens agitat molem. Una esencia común se revela tras la multiplicidad aparente. El universo es un organismo animado, un Todo intencional ligado por las analogías. Un animal vivo –como dice Jámblico– cuyas partes, cualquiera sea su separación, se hallan unidas entre sí de modo conveniente. Esta certidumbre común a los “filósofos de la naturaleza” y a los “físicos románticos”, es la que Gerardo había experimentado en su propia conciencia. El hombre puede reencontrar la Unidad perdida porque él es un microcosmos que posee sutilizadas todas las partes del universo y su alma es una porción del alma divina. Si la “caída” lo condenó a la vida separada, la transformación y el acceso al estado intemporal de la psique lo conducirán al Supremo Conocimiento (gnosis) y a la identificación con la Causa Primera. Por eso, al vivenciar esa intuición primordial y acceder a la Unidad primitiva que in illo tempore se ofrecía espontánea a la mente del hombre arcaico, el poeta se libera del tiempo y por breves momentos obtiene la aprehensión del universo animado y la certeza de hallarse conectado con todos los seres y las cosas.

“No es dudoso que la grandeza de Nerval –expresa Roland de Réneville– consista precisamente en el hecho de que revivió, por su propia cuenta, los mitos en que se inspiró, y logró darles una nueva vida, su propia vida”.14 Gerardo vivía la Tradición y se ubica conscientemente entre sus heraldos. El ocultismo que impregnaba su particular cosmovisión fue de la misma índole que el de Hugo y Novalis; el de Pasqually y Saint Martin; el de Schlegel y Schelling. Pero los alemanes no habían hecho otra cosa que repensar una primitiva Wesensschaaung (“intuición esencial”). Hamman, Herder, Baader y tantos otros seguían una constante de pensamiento subyacente, común a Boehme y a Paracelso, a Lulio, Flamel, Vilanova y Bacon, y siempre retrocediendo en la cronología, a Plotino y los neoplatónicos; a los gnósticos, a los filósofos presocráticos y de ahí al oriente fabuloso de Hermes Trismegisto, de Zoroastro, los Upanishads y el Rig Veda. La intuición permanecía idéntica a despecho de la multiplicidad de sus máscaras. EI ocultismo, según Cornelio Agrippa,­ es una hidra de Lerna. “La sangre que anima todas las cabezas es la misma. Son innumerables los filósofos que tornaron a la fuente original del conocimiento… En todos ellos se halla la doctrina tradicional del universo Uno, regido por la ley de las correspondencias”.15

Gerardo ha expresado como ninguno esa estética de las analogías que más tarde postulará Baudelaire, esa identidad de esencia entre la conciencia del hombre y la conciencia del cosmos, experimentando el universo como una sentida presencia.




       El lenguaje de mis compañeros tenía giros misteriosos que yo comprendía perfectamente, y los objetos sin forma ni vida se sometían a los cálculos de mi espíritu: combinaciones de guijarros, de figuras angulares, de hendiduras y aberturas, de hojas recortadas, de colores, olores y sonidos, veía surgir con armonías hasta entonces desconocidas.




¿Cómo –me decía– he podido existir tanto tiempo fuera de la naturaleza y sin identificarme con ella? Todo vive, todo se agita, todo se corresponde; los rayos magnéticos emanados de mí mismo o de otros, atraviesan sin obstáculo la cadena infinita de las cosas creadas: es una red que cubre el mun-do y cuyos hilos se comunican con los planetas y las estrellas. Cautivo en la tierra en este momento converso con el corazón de los astros que toman parte en mis penas y en mis alegrías.16

Aquí se identifican el ocultista y el poeta. La intuición de las analogías, la voluntad antiintelectualista de captar la totalidad de las cosas acerca los caminos y ambos marchan unidos hacia el reencuentro de un modo primitivo de conocimiento que se revela más allá de las oposiciones. Lo esencial de esta relación radica en el hecho de que, tanto la poesía considerada como experiencia cognoscitiva, como la tradición esotérica, que ha contribuido a esclarecer no pocas obras de arte, coinciden en el plano ascendente donde pugnan por penetrar el misterio de la naturaleza y el sentido de la creación. Experimentada o presentida, esa aprehensión del universo animado y consciente, ha colmado de secreta alegría a los grandes poetas de todos los tiempos. El surrealismo la considera como un medio seguro de reconciliación con el cosmos. Su estética predica el retorno al simultaneísmo y el rechazo de toda distinción entre objeto y sujeto. Más allá de sus “juegos”, permanece vigente su apetencia de unidad universal y su afán por penetrar en lo paranormal y suprarreal. Breton ha escrito que el sentido del surrealismo tiende hacia la recuperación total de nuestra fuerza psíquica, mediante el descenso vertiginoso en nuestro interior y la iluminación sistemática de los lugares ocultos. Sin embargo, nadie como Gerardo “que se adelantó desde siempre a Breton”, se ha internado con tanta audacia en el país del que no se retorna. Su aventura, de acuerdo con Raymond, es un caso límite en el corazón del ámbito francés.

En sus estudios sobre los Vers Dorés, Georges Le Breton18 afirma haber hallado la fuente inmediata de la inspiración de Gerardo, en el relato de Delisle de Sales, Les Douze surprises de Pythagore, que figura al final del tomo segundo, en la edición en seis volúmenes de De la philosophie de la nature, publicada en 1777. La primera página del relato se ilustra con un grabado que representa a Pitágoras escribiendo sobre una roca frente al mar. Debajo se halla la leyenda: “Quoi tout est sensible?”, que coincide con el epígrafe de la versión original de Vers Dorés, en L`Artiste: “Eh quoi, tout est sensible!” Más adelante, Delisle narra las meditaciones del filósofo y su sorpresa ante las palabras que le dirigen los animales, las plantas y las rocas. El lenguaje que emplea y ciertos versos de Gerardo ofrecen notables coincidencias, por lo que Le Breton concluye expresando que, de un relato mediocre, Nerval ha extraído un soneto que por su lenguaje de oráculo y su influencia sobre Baudelaire y Hugo, funda en el dominio poético, un pitagorismo moderno.

Más discutible es el estudio que Le Breton dedica al soneto El Desdichado, una de las piezas más difundidas de Gerardo. El crítico supone que la clave de Les Chimères y especialmente de El Desdichado, obedece a un doble origen: el simbolismo de la alquimia y el simbolismo del Tarot, conocidos por Nerval a través del Dictionnaire Mytho-Hermétique, de Pernety y del volumen octavo de Monde Primitif, de Court de Gebelin, donde se encuentra el grabado de las 22 figuras del Tarot y se demuestra la perfecta analogía existente entre los símbolos de la antigüedad. Si bien, en los tres primeros versos, puede admitirse la relación con respecto a las figuras del Tarot, la pretensión de que todo el soneto fuese concebido como una exitosa operación de alquimia, resulta injustificada.

Recordemos que el Tarot, llamado también “libro de Thot”, compendia y oculta bajo símbolos y alegorías los temas fundamentales de la filosofía y la cosmo­gonía hermética. Su origen es sumamente misterioso y fue introducido en Europa por los bohemios a fines del siglo XIV.

Concretamente se trata de un extraño juego de naipes cuyas veintidós figuras mayores y cincuenta y seis menores, representan ideas universales y absolutas. Los dioses son letras; las letras, ideas; las ideas, números y los números signos perfectos. Tres de esos jeroglíficos, para ser más exactos, los números XV (Tifón o el Diablo), XVI (La torre fulminada) y XVII (La Estrella rutilante), se corresponden de manera especial con los tres primeros versos de El Desdichado.




Je suis le Ténébreux, - le Veuf, - l’Inconsolé,
Le Prince d’Aquitaine à la Tour abolie:
Ma seule Étoile est morte, - et mon luth constellé
Porte le Soleil noir de la Mélancolie.

Dans la nuit du Tombeau, Toi qui m’as consolé,
Rends-moi le Pausilippe et la mer d’Italie,
La fleur qui plaisait tant à mon coeur désolé
Et la treille où le Pampre à la Rose s’allie.

Suis-je Amour ou Phoebus ?... Lusignan ou Bi-ron?

Mon front est rouge encor du baiser de la Reine; J’ai
rêvé dans la Grotte où nage la Sirène...


Et j’ai deux fois vainqueur traversé l’Achéron:
Modulant tour à tour sur la lyre d’Orphée
Les soupirs de la Sainte et les cris de la Fée.




Ensayemos una traducción:




Yo soy el tenebroso, el viudo, el desdichado,
príncipe de Aquitania, de la torre abatida:
mi sola estrella ha muerto, y mi laúd constelado
va mostrando el sol negro de la Melancolía.

En la noche mortuoria, tú que has sido un consuelo,
vuélveme el Pausilipo y el viejo mar de Italia,
la flor que tanto anhela mi corazón herido,
y el árbol donde se unen el pámpano y la rosa.

¿Soy Amor o soy Febo? ... ¿Byron o Lusignan?
Mi frente aún está roja del beso de la reina.
He soñado en la gruta que alberga a la sirena…

Y dos veces triunfante navegué el Aqueronte,
modulando a intervalos, en la lira de Orfeo,
las voces de la santa y los gritos del hada.




El número XV de la clavícula del Tarot representa al tenebroso emperador de la noche: el demonio.19 Dragón en las teogonías antiguas, Arimán de los persas y Tifón de los egipcios, encarnaría más tarde al Bahomet de los Templarios y al macho cabrío del Sabbat. La figura correspondiente al número XVI muestra una torre fulminada por el rayo, desde donde se precipitan dos personajes, que se supone representen a Nemrod y a su falso profeta. En cuanto al jeroglífico XVII, denominado La Estrella, lo constituye una mujer que simboliza simultáneamente a la Verdad, a la Sabiduría y a la Naturaleza. Por sobre su cabeza brilla el septenario estrellado, alrededor de la estrella de Venus. Es evidente que al iniciar el poema, Gerardo ha combinado conscientemente estos símbolos, asociándolos a sus propios sentimientos. “Sin un conocimiento preciso en ese dominio –afirma Richer–, no habría podido atribuir, en cada caso, un significado espiritual correcto”.20

Insistiendo en el simbolismo de la alquimia, Le Breton supone que el personaje que dice “yo” en el primer verso, es el Plutón alquímico, que representa a la tierra filosófica oculta bajo el color negro. Por nuestra parte, consideramos a la primera cuarteta relacionada exclusivamente con el Tarot. Nerval, identificado con el ídolo tenebroso, lamenta no poder alcanzar la verdad representada por La Estrella y predice mediante el “sol negro”, el término de su vida. El cuarto verso es preciso referirlo a un párrafo de Aurelia, en el que Gerardo, obsesionado por el suicidio, relata una visión extraña: “Creí que nuestros días estaban cumplidos y que tocábamos el fin del mundo anunciado en el Apocalipsis de San Juan. Creí ver un sol negro en el cielo desierto…”

Los antiguos alquimistas, a pesar de que se expresaron en metáforas, fábulas y alegorías, coincidieron siempre en diversos principios fundamentales: una doctrina secreta, la filosofía hermética; una práctica, la trasmutación de los metales en oro (crisopea) o en plata (argiropea) mediante el descubrimiento de la Piedra Filosofal o gran agente mágico; y una mística, el Ars Magna o Arte Regia, la que de acuerdo con la definición de Savoret –uno de sus intérpretes modernos– consistía en el conocimiento de las leyes de la vida en el hombre y la naturaleza y la reconstrucción del proceso mediante el cual esta vida, adulterada aquí abajo por la caída de Adán, puede recobrar su pureza perdida, su plenitud y sus prerrogativas primordiales.

La Alquimia mística fue entonces la ciencia de la transformación espiritual, el camino hacia el superhombre, hacia el “hombre despierto”, “curado” de la percepción tridimensional. Para esa Alquimia verdadera, el hombre constituyó la materia misma de la Obra, que podía consumarse siguiendo las fórmulas perfectas contenidas en la fabulosa Tabula Smaragdina. Este texto de origen incierto, del que Eliphas Lévi afirma que condensa toda la magia en una sola página, se atribuye a Hermes Trismegisto (el Thot de los egipcios); el “tres veces grande”, encarnación de la Suprema Sabiduría y custodio y trasmisor de la Tradición. En las trece proposiciones grabadas sobre la “tabla de esmeralda” el iniciado hallaba la doctrina de la unidad del cosmos y las leyes de la analogía entre todas las partes de la Creación.

Pero volvamos al poema de Gerardo. Si bien en el vaso sellado del adepto, la mezcla secreta o compost muere y resucita, purificándose en metamorfosis sucesivas para culminar en la Piedra, no creemos que El Desdichado represente exactamente el mismo proceso regenerativo, referido al espíritu del poeta. Le Breton insiste en las alegorías relativas al nacimiento de la Piedra, como producto del incesto cometido entre el sol y la luna. El sol representa al azufre, principio masculina y la luna al mercurio, principio femenino. De allí, concluye, que el Pausilipo es la piedra roja o azufre y que el mar, en el lenguaje de los alquimistas, podría ser el mercurio. En el octavo verso encuentra que la unión, en este caso del pámpano y la rosa, que también podrían representarse por Marte y Venus, respectivamente, da lugar al nacimiento de la piedra filosofal: Amor o Febo.

Esta interpretación es evidentemente forzada. Gerardo no ha pretendido en su poema lograr una operación alquímica; sólo se ha limitado a enmascarar sus dramáticas vivencias con símbolos herméticos. Como dice Richer,21 actúan allí los grandes sueños arquetípicos que no son particulares de Gerardo, sino que se hallan ligados a un fondo muy antiguo y común a todos los hombres. Algunos se remontan a las imágenes de los Arcanos del Tarot: Isis, La Muerte, La Estrella, etc., junto a ellos aparecen los sueños individuales, más personales, nacidos de sus sentimientos y deseos. Lo prueban los dos tercetos en los que volvemos a encontrar símbolos conocidos que se aplican fácilmente a su propio sistema poético. En el primero, Gerardo parece identificarse con Lusignan, caballero del siglo XI enamorado de Berta, la joven Isis gala, reina de las iniciaciones que, bajo la forma de sirena, tomaba, el nombre de Melusina, la cantora o reveladora de armonías. En la leyenda, Lusignan, atormentado por los celos, perdió el amor de Melusina al quebrar su juramento y sorprenderla durante una de sus metamorfosis, lo cual constituye una alusión a las iniciaciones sacrílegas y a la profanación de los misterios de la magia y del amor. El verso duodécimo, igual que los dos restantes que cierran el soneto, se explica fácilmente. El Aqueronte es el río de corriente rápida e irresistible que todo lo arrastra y que corre en sentido opuesto al Phlegeton, un río de fuego. Ambos, junto al Cocyto, que es el rio de los dolores y los gemidos, el Leteo, cuyas aguas simbolizan el olvido y a un quinto que serpentea siete veces entre los otros, figuran en la descripción alegórica que los hierofantes griegos hacían del infierno. Gerardo ha navegado dos veces sus aguas frías y negras. No es imposible que esto sea una referencia a las temporadas que debió pasar en la clínica del doctor Blanche o, en todo caso, a cualquiera de sus penosas crisis espirituales. Por último, la presencia de Orfeo acentúa el carácter esotérico del poema. El poeta griego es uno de los héroes de la fábula que liga a la magia hermética con las iniciaciones de Grecia.

La búsqueda del vellocino de oro, es la búsqueda de la luz apropiada a los usos del hombre; el gran agente mágico, la “luz astral”. Como Orfeo, Gerardo trató de poseerla y dirigirla, explorando la noche y descendiendo a bucear las tinieblas del “yo”. Verdadero “ladrón de fuego”, en el sentido rimbaudiano, peregrino de la Gnosis, construyó su poesía con la esperanza de reflejar en ella fragmentos de esa realidad invisible, que escapa a la percepción condicionada, pero se halla siempre presente y abierta ante nosotros. Nada mejor que sintetizar su ambición prometeica con aquellas líneas en las que Hugo, “que ha visto bien en los últimos volúmenes”, señala la obsesión del buscador de infinito, “supremo sabio”, que ansía el re-torno al paraíso y permanece junto al abismo con el nostálgico deseo de huir del tiempo y establecer profundas y armónicas correspondencias con el universo que habita:




        Se obstina en ese abismo atrayente, en ese sondeo de lo inexplorado, en ese desinterés por la tierra y por la vida, en esa entrada en lo prohibido, en ese esfuerzo por palpar lo impalpable, en esa mirada sobre lo invisible; a él viene, a él vuelve, a él se asoma, sobre él se inclina; da en él un paso, luego dos, y así penetra en lo impenetrable, y así avanza en las extensiones sin fronteras de la meditación infinita.22






1. Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, México, 1954, p. 403.

2. Citado por Béguin, ob. cit., p.405.

3. Ibídem, p. 424.

4. J. Steinmann, “Gérard de Nerval et Mortefontaine”, en La vie in-tellectuelle, París, 1952, p. 44.

5. Citado por Arvede Barine, Los neuróticos, Buenos Aires, 1937, p. 190.

6. Gerardo de Nerval, Aurelia, Buenos Aires, 1945, p. 9.

7. Ibídem, p. 125.

8. Ibídem, p. 50.

9. Ibídem, p. 93.

10. Citado por Arvede Barine, ob. cit., p. 242.

11. R. Amadou y R. Kanters, Anthologie Littéraire de l’Occultisme, París, 1950, p. 242.

12. Jean Richer, “Sources inconnues de Gérard de Nerval”, en Ca-hiers d’Hermès, Nº1, París, 1947, p. 121.

13. Eliphas Lévi, Historia de la magia, Buenos Aires, 1944, p. 64.

14. Citado por Robert Amadou, L’occultisme. Esquisse d’un monde vivant, París, 1950, p. 81. 

15. Ibídem, p. 89.

16. Gerardo de Nerval, ob. cit., p. 93.

17. Marcel Raymond, De Baudelaire al surrealismo, México, 1960, p. 13.

18. Georges Le Breton, “Le Pythagorisme de Nerval et la source des «Vers dorés»”, en La Tour Saint Jacques, Nº 13-14, París, 1958, p.72

19. Georges Le Breton, Le Clé des Chimères: l`Alchimie; l`Alchimie dans Aurélia, dos artículos en Fontaine, Nº 44-45.

20. Jean Richer, “Compléments au Tarot de Nerval”, en La Tour Saint Jacques, Nº 13-14, París, 1958, p. 12.

21. Jean Richer, “Gérard de Nerval”, en Poétes d’aujourd‘hui, París, 1950, p. 98.

22. Citado por Béguin, ob. cit., p. 451.











Segunda parte



Descenso al cosmos interior










La puerta es estrecha y angosto el ca-mino que conduce a la vida, y pocos son los que lo encuentran.




Mateo 7: 14





Capítulo VI



Baudelaire y las doctrinas esotéricas


La tradición hermética. El hombre arrojado en el mundo. Baudelaire entre Dios y Satán. En busca de la unidad perdida. Las visitaciones de la gracia. El universo de las analogías. ¿Qué es un poeta, sino un traductor, un descifrador?. La imaginación nada en pleno simbolismo. Conocer a cualquier precio.




Las cosas se han expresado siempre por una analogía recíproca, desde el día en que Dios hizo al mundo como una totalidad compleja e indivisible.



Baudelaire, L’art romantique







La Naturaleza, incluido el Universo, ­es una, y su origen sólo puede ser la eterna Unidad. Es un vasto organismo en el cual las cosas naturales se armonizan y simpatizan recíprocamente.



Paracelso, Philosophia ad Athenienses








A fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, la idea del universo concebido como una unidad esencial,­ cuyas partes, no obstante las diferencias, están íntimamente ligadas entre sí y constituyen un todo armonioso, es postulada por hombres notables que, partiendo de intuiciones primordiales, reencuentran los temas de la tradición ocultista. Además de Swedenborg, el visionario sueco que profesa la concepción orgánica del cosmos y elabora la teoría de las correspondencias que influirá la obra de Nerval y Baudelaire, una sucesión de filósofos herméticos difunde la doctrina secreta y la torna accesible a numerosos escritores y poetas. Rolland de Réneville señala esta circunstancia al analizar la influencia de Martínez de Pasqually, Swedenborg y Wronski, sobre muchos de aquellos que, por la magia del Verbo, se proponían reintegrar al hombre a su condición primordial.1

En líneas generales, tanto Martínez de Pasqually, su discípulo Claude de Saint-Martin, el erudito Fabre d’ Olivet y otros ocultistas como Eliphas Lévi, Court de Gebelin, Dom Pernety, Delisle de Sales y el abate Terrason, resumen el hermetismo medieval, la literatura cabalística, las tradiciones egipcias e indias y el pensamiento alejandrino. Sus documentos esenciales son el Sefer Yesirah, el Zohar, el apocalíptico Libro de Enoc, los Escritos de Hermes Trismegisto en la versión de Louis Menard, y el Tarot. Aunque algunos de ellos son textos apócrifos y en general sospechosos, la obra de estos “filósofos malditos”, al margen de sus oscuridades irritantes, errores y prejuicios, ofrece –como afirma Maeterlinck, refiriéndose al doctor Gérard Encausse– “puntos de vista originales, intuiciones atrevidas, ingeniosos paralelos y hallazgos curiosos”.2

La Cábala y el cristianismo constituyen las fuentes de la enseñanza teórica de Martínez de Pasqually. Sus discípulos consideran al hombre como un ser limitado y miserable por haber pretendido igualar a Dios erigiéndose en demiurgo. Este drama no cesa y se renueva en el espíritu humano. El hombre debe intentar la reconciliación con Dios para lo cual, la orden marti­nista ofrece a sus adeptos la práctica de ciertas operaciones mágicas, que hacen posible la obtención de un bien espiritual inefable y misterioso. Esta doctrina, cuyo principal acto de fe consiste en afirmar que una maldición acompaña a la facultad creadora del hombre, no podía menos que establecer cierta clase de vínculos con el romanticismo francés.

El mensaje de las ciencias ocultas prefigura el método de conocimiento que elaboran muchos poetas, basándose en sus propias experiencias y en la “enseñanza” de grupos esotéricos que reivindican la herencia del misticismo medieval y el naturalismo teosófico italiano. Para ellos, el mundo físico no es más que un símbolo del mundo espiritual. Nerval, Hugo, Baudelaire, y Balzac renuevan la tradición hermética de los poetas franceses del Renacimiento y propagan la mística romántica en el naciente simbolismo. Aurelia, junto a ciertos poemas de Hugo, Les Fleurs du Mal y Une Saison en Enfer, constituyen los más altos exponentes poéticos de Francia en el siglo XIX.

Decidido a obtener nuevos estados de conciencia y obsesionado por la búsqueda de una primitiva inocencia, el poeta se arroja al cielo o al infierno en una búsqueda suprema. Revela sus abismos y muestra su esencia. Mezcla la vigilia y el sueño, la voluptuosidad y el hastío, la belleza maldita y la impotencia; la nostalgia del Paraíso Perdido y el anhelo de ser más que humano.




       Todo ocurre en ellos como si, estando en la poesía el lugar de la ruptura, del derrumbe y también del remordimiento, de la nostalgia de lo que fue antes, la poesía fuera en el hombre la cicatriz mal cerrada del pecado original. Lo que en otro tiempo había sido ofrecido libremente, lo que se encontraba en estado de libertad, de inmediación, sólo se obtiene hoy de manera mediata, con el sudor de nuestra frente y gracias a un acto obstinado, laborioso, cotidiano.3




La poesía se convierte en alucinante aventura metafísica, en instrumento válido para explorar la interioridad del ser. Nerval esboza la partida mortal. Hugo desciende en la “espiral vertiginosa del yo” a los profundos subsuelos de la psique para dialogar con los espectros del sueño. De cada inmersión en ese caos intemporal, reaparece enriquecido de imágenes y símbolos. En su espíritu se confunden y agitan restos de antiguas cosmogonías. Impregnado de la gnosis cabalista y obsedido por los grandes mitos, se interna en “esa orilla de la muerte” que es el sueño. Como Nerval, considera que el sueño debe ser capturado, pero el poeta que lo intente se expone a todos los peligros. “Es preciso que el soñador sea más fuerte que el sueño”, para sobrevivir a los graves siniestros que lo acechan en las profundidades.



Después de Hugo, es Baudelaire quien insiste en afirmar esa intuición fundamental del mundo, que las doctrinas tradicionales han pretendido racionalizar en un conjunto de sistemas. Para él, “la verdadera civilización no está en el gas ni en el vapor, sino en la disminución de las huellas del pecado original”. Esta afirmación nos introduce en el universo religioso del poeta, donde se hallan las claves de su obra y de su actitud frente al mundo. La religiosidad baudelaireana es una dimensión imprecisa donde se mueven contradictorias impulsiones y se confunden las filosofías interdictas y los dogmas cristianos con sentimientos personales coloreados por la ficción y la miseria. Penetrar ese mundo, deliberadamente alterado por un particular dandismo, ha sido una empresa apasionante. Múltiples exegetas han visto un Baudelaire satánico o católico místico o influenciado por el esoterismo.4 Sartre ha trazado un deformado retrato del poeta, analizando con implacable crueldad sus debilidades y condicionamientos. Nosotros seguiremos las huellas de la inasible Sehnsucht romántica que se vislumbra en su vida y en su obra y por un momento asomaremos a ese abismo de múltiples tensiones que anhelan secretamente la unidad.

Baudelaire es el hombre arrojado en el mundo. Desde su nacimiento está maldito y condenado por haber pretendido usurpar los poderes creadores del Verbo. Sobre la tierra, o para ser más exactos, en el nivel ordinario de conciencia, las salidas están clausuradas. Su idea de la redención del pecado se aparta de la concepción ortodoxa para situarse en el nivel impreciso de un oscuro pitagorismo. Baudelaire busca una desdibujada trascendencia hacia la unidad primordial. Para ello emplea técnicas diversas y anuncia a Rimbaud y al surrealismo al pretender experimentar por la poesía el estado intemporal de la conciencia y el conocimiento absoluto. Entretanto, en el nivel impermanente de la percepción sensible, sigue las reglas del juego, pero acentúa su distinción, se torna diferente, entregándose al influjo del mal, desvalorizando la realidad cotidiana y sufriendo o fingiendo que sufre, detrás de la sonrisa del dandy hipersensible, que gusta polarizar en su figura maldita el “asco y el horror universales”.

He ahí, a grandes rasgos, el cuadro sobre el que se gestan las actitudes del poeta. Su devenir no trasciende el esquema pero se valoriza con su genio de artista y se enriquece con su permanente elección del dolor. El esoterismo que impregna sus ideas deriva de una particular manera de aprehensión del mundo y se apoya en las doctrinas e intuiciones místicas de ciertos pensadores de neta filiación tradicional. Lejos de la ortodoxia, busca mentores entre los “filósofos malditos” y se remite constantemente a ellos a través de su obra. Rolland de Réneville insiste en que no es posible develar los secretos de la obra baudelaireana sin referirse a Pasqually y Swedenborg. El primero por sus ideas sobre la fatalidad del destino del hombre y el segundo por su doctrina de las correspondencias. La admiración que Baudelaire les profesa se extiende también al matemático Wronski, a Lavater, a Fourier y a Joseph de Maistre, cuyo catolicismo iluminista pleno de resonancias esotéricas “alimenta al poeta de formas ambientales para su especulación sobrenatural”.

En Mon coeur mis à nu escribe: “Existe una religión universal hecha para los alquimistas del pensamiento, una religión que se desprende del hombre, considerado como un recuerdo divino”. Esta religión universal en el sentido prístino, religión abierta, mística puramente espiritual, desembarazada de elementos filosóficos o sociales, establece ante todo una relación del hombre con Dios. Frente a ella, la magia es una práctica ocultista dirigida a realizaciones temporales, pero entre ambas se mueve el vasto imperio de la región socializada, lo que Bergson denomina “religión cerrada”, es decir, la religión adaptada a la sociedad, que se vivifica con los aportes del misticismo y utiliza en sus ritos elementos mágicos atenuados.

De estos planos en que puede expresarse el sentimiento religioso, Baudelaire ha elegido desde el comienzo el misticismo “hecho para los alquimistas del pensamiento”. En Mon coeur mis à nu se lee esta reveladora confesión: “Desde mi infancia, tendencias al misticismo. Mis conversaciones con Dios”, y en Journaux intimes: “Panteísmo. Yo soy Todo; Todo es Yo”. Sin embargo, el misticismo baudelaireano no conduce al panteísmo espinosista, sino que, a través del romanticismo, coincide con la teosofía de Boehme que, impregnada de elementos ocultistas, muestra una doctrina religiosa según la cual el universo y el hombre son símbolos de Dios. Esta concepción se asienta sobre el principio ocultista de las analogías. El macrocosmos corresponde al microcosmos a causa de la Voluntad infinita y la Intención eterna que coordinan los elementos de los distintos planos. Tal como la Tradición lo describe, Dios es la explicación suprema del Universo, el principio a que se refiere toda la intencionalidad que anima al cosmos y al hombre. “Las cosas –escribe Baudelaire en L`art romantique– se han expresado siempre por una analogía recíproca, desde el día en que Dios hizo al mundo como una totalidad compleja e indivisible”. A despecho de su pretendido dualismo, el pensamiento del poeta tiende decididamente a la Unidad. La totalidad es compleja porque refleja la creación por emanaciones sucesivas y es indivisible por el encadenamiento ininterrumpido de los distintos planos. El bien y el mal, Dios y Satán, son consubstanciales al hombre. Para Baudelaire, Satán no es una fuerza exterior, es una energía abstracta e inmanente que puede paralizar la voluntad y reducir su “elección”. “El cerebro bien conformado –escribe el poeta– lleva en sí dos infinitos: el cielo y el infierno; y en toda imagen de uno de esos infinitos, reconoce inmediatamente la mitad de sí mismo”. El hombre baudelaireano, como lo quiere Sartre,5 es la interferencia de dos movimientos centrífugos y opuestos, de los cuales uno se dirige hacia arriba y otro hacia abajo. Estos movimientos a los que llama trascendencia y trasdescendencia, utilizando la terminología de Jean Wahl, no son otros que las célebres postulaciones simultáneas: una hacia Dios, otra hacia Satán”. La primera es la espiritualidad que se concreta en un deseo de “subir de grado”, la segunda es la “alegría de descender”. Baudelaire ha elegido la ascesis invertida que por los caminos del vértigo, del tedio y del orgullo puede también llegar a experimentar “la punta acerada del infinito”.

Paul Arnold, que adjudica a Baudelaire una concepción palingenésica basándose en la falta de una idea concreta del poeta sobre la redención, interpreta la hiperlucidez en el mal, como la posición espiritual elegida para evitar la corrupción del alma que tiende a aliarse más intensamente a la materia. Esta tesis,6 que puede apoyarse analizando algunos poemas de las Fleurs, ha sido desestimada por Crépet que sospecha simplemente una influencia de Nerval. Lo innegable es que a través de muchos poemas –recuérdese la Invitation au voyage de los Petits poèmes en prose– Baudelaire culmina el proceso de su hiperlucidez y convierte su postulación hacia Satán, es decir hacia lo múltiple, en impulso hacia Dios o la Unidad primigenia. Aflora entonces la necesidad de “salir del tiempo”, de superar el nivel ordinario de conciencia, que él traduce por ir “a cualquier parte, con tal de que sea fuera de este mundo”. Es la insatisfacción por el exilio, la nostalgia del Paraíso Perdido que ya vimos en el romanticismo. Baudelaire reproduce en su propia vida el proceso cosmogónico de la degradación hacia el tiempo y la multiplicidad. “Me habéis echado –dirá a sus padres– me habéis arrojado de este todo perfecto donde me perdía, me habéis condenado a la existencia separada… En adelante, cuando queráis atraerme ya no será posible, pues he adquirido conciencia de mí en oposición y contra todos”.

El “pecado” de la existencia separada, el destierro en el tiempo, la ilusión de la vida ordinaria; todo se deriva de esa pérdida que in illo tempore sufrió la humanidad primitiva. Semejante al comienzo del tiempo, cuando la Unidad Absoluta se tornó consciente y se desdobló en objeto y sujeto de su propio conocimiento, para dar paso a la Voluntad creadora de la multiplicidad, el hombre también perdió su visión indivisa y, confinado a su yo sensorial vive el trágico destino del segregado. El principium individuationis es el fatal hechizo que le cierra el acceso al infinito. Vive entre sombras, ciego y enfermo, adormecido y envuelto en la fantasmagoría del Velo de la Maya. Todo su dolor, su sufrimiento y su incoherencia provienen de la engañosa ilusión. El hombre debe limpiar las puertas de la percepción, como quiere Blake, “despertar”, liberarse de esa degradación temporal; debe “curarse”, buscando lo permanente en lo fugaz, lo Uno en lo múltiple. “Condúceme de lo irreal a lo real, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la inmortalidad” dice el Brihadaranyaka Upanishad; y como los antiguos brahmanes, Baudelaire intenta recobrar su propia unidad, para vivenciar la Unidad eterna. Pero Baudelaire no es un místico en sentido estricto. Su estética, escribe Béguin, “es inseparable de su destino espiritual y de su aventura humana”. Sus modos de acceso están íntimamente ligados a su más puro lirismo. Baudelaire es ante todo un poeta genial, “el rey de los poetas, un verdadero Dios”, como lo calificará más tarde Rimbaud.

En ese sentido considera al principio de la poesía como la aspiración humana hacia una Belleza superior; belleza que para el poeta se confunde con la imagen del Edén primordial.




       Este admirable, este inmóvil instinto de lo Bello –escribió en L‘art romantique– es el que nos hace considerar a la Tierra y sus espectáculos como un resumen, como una correspondencia del Cielo. La sed insaciable de todo lo que está más allá y que la vida revela, es la prueba más viva de nuestra inmortalidad. Por la poesía y a través de la poesía, por y a través de la música, el alma entrevé los esplendores situados detrás de la tumba; y cuando un poema exquisito hace asomar las lágrimas a los ojos, esas lágrimas no son la prueba de un exceso de goce, son más bien el testimonio de una melancolía irritada, de una postulación de los nervios, de una naturaleza exiliada en lo imperfecto y que quisiera apoderarse inmediatamente en esta tierra de un paraíso revelado.




Sacudido por las más violentas crisis espirituales, intuye el Mal (la existencia separada); abraza el pe­cado (la voluntad de acceder a la Unidad por cualquier medio) y tiende al Dios desconocido, a ese “Gran Ser” (el principio inmanente y trascendente de todas las cosas). Su clara y profunda concepción religiosa y metafísica del mundo se encarna en la raíz de la poesía, a la que erige en instrumento de conocimiento de “todo lo que está más allá y es revelado por la vida”.

Esta aspiración espiritual se realiza en Baudelaire por las visitaciones espontáneas de la gracia, por las visitaciones forzadas por el haschich y por la “magia sugestiva” de las correspondencias. Como los místicos románticos, Baudelaire experimenta esos “minutos felices”, esos “estados de salud poética”, que Hoffman denominaba sus “momentos cósmicos”. Son instantes en que los marcos tempo-espaciales se derrumban y la conciencia adquiere un estado de inmersión en el presente perfecto; momentos en que el yo transformado se sitúa en una posición impersonal­ e intemporal, más allá de las categorías del mundo­ relativo. Baudelaire los consideró como la “cima de su vida espiritual”.




       El hombre favorecido por esa bienaventuranza, desgraciadamente­ rara y pasajera, se siente a la vez más artista y más joven, más noble, para decirlo en una sola palabra. Pero lo más singular de ese estado excepcional del espíritu y de los sentidos que sin exageración puedo llamar paradisíaco en comparación con las pesadas tinieblas de la existencia común y cotidiana, es que no ha sido creado por ninguna causa visible y fácil de definir… Nos sentimos forzados de reconocer que esta maravilla, esta especie de prodigio, suele producirse como si fuera el efecto de una potencia superior e invisible, exterior al hombre después de un período en que éste hubiese abusado de sus facultades físicas… Prefiero considerar esta condición anormal del espíritu, como una verdadera gracia, como un espejo mágico en que el hombre está llamado a verse con rasgos hermosos, una especie de exaltación angélica.




Pero ese estado que Baudelaire describe en Les paradis artificiels, es “raro y pasajero”. Desaparece dejando al experimentador con un oscuro deseo de perpetuarlo, de obtener nuevamente ese minuto de reconciliación, de escapar a la conciencia ordinaria para alcanzar el estado edénico. Sobreviene pues la rebelión y el intento de forzar los accesos. En ese sentido, Baudelaire abandona la pasividad romántica y preanuncia­ la aventura que Rimbaud llevará hasta sus últimas consecuencias. Él también pertenece a la raza de Caín y en busca del paraíso entrevisto se lanzará al fondo del abismo.



Raza de Caín, ¡sube al cielo
y arroja a Dios sobre la tierra!




Influído por el “poder sagrado del opio”, la leyenda de Poe, Baudelaire ha querido atisbar un instante el paraíso, mediante la experiencia artificial. Se abre entonces la posibilidad de utilizar la vía descendente de los alucinógenos. Sin embargo, a pesar de sus visitas al “club de los comedores de haschich” fundado por Gautier, puede afirmarse que su frecuentación de las drogas fue una breve y circunstancial concesión a un atractivo mito romántico. En Les paradis artificiels, Baudelaire compara la ascesis y afirma que el tóxico, a pesar de excitar al máximo la imaginación, no la lleva a sobrepasar los primeros tramos de la senda que conduce hacia el centro. El veneno es un sucedáneo engañoso, dispensa un “paraíso comprado”, y a los que se entregan a su magia bastarda les muestra “una falsa dicha y una falsa luz”. En tanto que “nosotros –dice Baudelaire, incluyéndose–, poetas y filósofos, hemos regenerado nuestra alma con el trabajo continuo y con la contemplación”.



Esta contemplación –que el haschich anarquiza y degrada– puede lograrse mediante una magia poética basada en las correspondencias. Baudelaire es el primero en transitar ese camino que seguirán más tarde Rimbaud y los surrealistas y paralelamente, pero con otras apetencias, Mallarmé y Valéry. “Todo lo visible adhiere a lo invisible, todo lo que puede ser oído a lo que no puede serlo, todo lo sensible a lo suprasensible”, había escrito Novalis. El poeta, cuando se halla poseído por “ese estado excepcional del espíritu”, intuye que el universo es un documento cifrado, un “bosque de símbolos” de la gran Unidad, en que todos los objetos “se responden” por imponderables lazos vitales que sólo descubre la intuición. “Todo el universo visible no es más que un depósito de imágenes y signos” expresa Baudelaire, y su imaginación exacerbada recrea el universo de la Doctrina Secreta, el cosmos vivo de la tradición ocultista, que postula relaciones intrínsecas, esenciales y permanentes entre todos y cada uno de los objetos que lo integran.

El mundo es único y viviente, pero esa noción de unidad no significa el desconocimiento de la multiplicidad de los objetos. Para conciliar la variedad y la unidad fundamental, el ocultismo apela a las analogías, relaciones cualitativas que operan “el milagro de una sola cosa” uniendo los elementos de los distintos reinos. “Lo que está arriba es como lo que está abajo” (superius est sicut quod inferus) dice la Tabla de Esmeralda, lo visible es el reflejo de lo invisible, el macrocosmos reproduce el microcosmoss. Swedenborg le había enseñado que el cielo es un hombre de mucho valor; y que todo: forma, movimiento, guarismos, colores, perfumes, tanto en lo “espiritual” como en lo “natural”, es signifi-cativo, recíproco, convergente y “correspondiente”. El hombre se corresponde con el mundo y puede conocer conociéndose. El poeta intuye por la analogía la unidad espiritual del mundo y establece relaciones entre las cosas creando un método de conocimiento simbólico que es también el del ocultismo. La poesía es “una cosa y todas las cosas”, por eso el poeta “comprende la naturaleza mejor que el sabio” y puede llegar a conocer el plan del universo: La nature est un temple où des vivants piliers…




Naturaleza es templo donde vivos pilares dejan salir
a veces tal cual palabra oscura; entre bosques
de símbolos va el hombre a la ventura,
que lo contemplan con miradas familiares.

Como ecos prolongados, desde lejos fundidos en
una tenebrosa y profunda unidad,
vasta como la noche y cual la claridad se
responden perfumes, colores y sonidos.

(Baudelaire, Correspondencias, versión de E.A.A.)




Baudelaire penetra entonces en el más allá espiritual y establece contacto con el mundo Uno de las causas al recrear en su conciencia un orden inefable construido con imágenes y símbolos significantes, que luego pretenderá transmutar en poesía. “¿Qué es un poeta –se pregunta– sino un traductor, un descifrador?”.

El poeta “corresponde” a lo real en lo profundo de su interioridad. De allí, de ese subsuelo esencial e imprescriptible donde superviven las imágenes, los mitos y los símbolos de las teologías arcaicas, provienen las formas oscuras que substituyen a la percepción sensorial y estructuran fragmentos de la realidad plenos de relaciones significativas. El idioma de los signos y de las analogías es el idioma del espíritu común a la parte y al todo. Baudelaire ha intuido que el mundo físico no es más que una sección de otro mundo muchísimo más vasto y complejo que para nosotros permanece invisible. Es posible entonces obtener otras perspectivas, tornar a la psique diferente y comenzar a percibir analogías insospechadas. Las cosas separadas, sin conexiones aparentes, asumen de pronto agrupaciones distintas y se manifiestan en categorías enteramente nuevas. La poesía, que nada ve aisladamente, obtiene el milagro de comprender y representar (aunque con instrumentos imperfectos) el significado y la función de las cosas ocultas. El poeta debe ser necesariamente vidente y mago; debe ver lo que los demás no ven y debe poseer el poder de hacer que los otros vean lo que por sí mismos no pueden percibir. “El rostro de Baudelaire –escribe Raymond– 7 parece iluminarse con un rayo de la hoguera del más remoto misticismo. Diríase que para él se trata de renovar la antigua alianza”. Sin embargo, el Baudelaire esteticista mantiene un difícil equilibrio entre la inspiración pura y la elaboración voluntaria. Lo mismo hará Rimbaud, aunque fuertemente acuciado por las formas nuevas.

La impureza de la inspiración primera, como la denomina Fondane, se perfecciona por el trabajo del propio poeta que, movido por un desasosiego que lo hace retornar sobre sus pasos como un remordimiento, corrige su texto en un estado de segunda inspiración. No es la ausencia lógica ni el limo profundo que deja el inconsciente al retirarse, lo que le choca y ofende; sino esos residuos del lenguaje, esos resabios prosaicos y discursivos que proyecta el automatismo. Baudelaire –escribe Fondane– “se encarniza en su poema como si el poema escrito no fuese sino una vulgar y mala copia de un original perdido”; el poeta ve primero la chispa que ha de producir y luego “pondrá las palabras unas frente a otras, las frotará, las juntará al azar, hasta que al fin la corriente pase a través de ellas”.8

Esa pretensión de obtener por la poesía la visión primordial y la “verdadera vida”, que Baudelaire comienza a tornar en exigencia y que Rimbaud buscará entre estallidos de cólera, se halla limitada por el lenguaje. Formular lo inefable, comunicar lo esencial, lo incomunicable, lo intransmisible, es una imposibilidad que la poesía substituye con bellas e inquietantes metáforas. El poeta puede ser vidente, místico o mago; puede ser poeta con su cuerpo, con su sangre, con su imaginación, pero cuando pretende comunicar su “exaltación angélica” desciende al nivel convencional de las palabras y el mensaje se transforma en las imágenes y los símbolos del poema: “traducir” una imagen en términos concretos es esterilizarla en cuanto a instrumento de conocimiento. Por su estructura, las imágenes son polivalentes. Su significado no se agota con una referencia a lo concreto, cada una es un haz de significación; por eso, el poeta recurre a ellas para aprehender de algún modo la realidad contradictoria, imposible de expresar en términos de pensamiento discursivo.

Las imágenes constituyen una aproximación efectiva a esa visión del mundo que desde el inconsciente se proyecta reproduciendo el macrocosmos. El hombre posee en sí mismo las fuentes del pensamiento simbólico. En las zonas oscuras de su psique permanecen vastos depósitos arcaicos poblados de símbolos y hierofanías olvidadas; “la imaginación nada en pleno simbolismo” y a pesar de su desacralización permanente, el hombre vive envuelto en imágenes antiguas y mitos degradados. El poeta es el predestinado para despertar ese caudal significativo.




       El poeta es soberanamente inteligente; es la inteligencia por excelencia, y la imaginación es la más científica de las facultades porque sólo ella comprende la analogía universal, o lo que una religión mística (el swedenborgismo) llama la correspondencia… El hombre razonable no ha tenido que esperar a que viniese Fourier a la tierra para comprender que la naturaleza es un verbo, una alegoría, un molde, un vaciado, si queréis. Nosotros sabemos todo esto, y no lo sabemos por Fourier; lo sabemos por nosotros mismos, los poetas.9




Tener imaginación, escribe Mircea Eliade –calificado como pocos para avanzar en el conocimiento de los símbolos– es ver el mundo en su totalidad, porque la misión y el poder de las imágenes es hacer ver todo cuanto permanece refractario al concepto. La imaginación imita modelos ejemplares –las imágenes– los reproduce, los actualiza. De ahí procede el que la desgracia y la ruina del hombre que “carece de imaginación” sea el hallarse segregado de la realidad profunda de la vida y de su propia alma.10

La parte profunda del ser que origina el pensamiento simbólico, esa zona ahistórica y suprarracional que se sitúa en el misterio, allende el pensamiento discursivo, lleva el recuerdo de una situación paradisíaca del hombre primordial; de una existencia más rica, más completa; de una “inocencia fabulosa” en la que el mundo se percibía indiviso, con sus múltiples significados. Era la Edad de Oro, anterior a la “caída”, la época del “Paraíso Perdido” fuera del tiempo y de la historia, que habría de degradarse con la limitación, con la autoconsciencia del “yo” sensorial, con el condicionamiento histórico, con el “momento parcelado”. Los místicos y los poetas, los “iniciados” en las tradiciones secretas y los santos, buscan ese mundo espiritual infinitamente más rico que determina la condición del hombre perfecto.

Baudelaire, el gran perseguidor de sueños, siempre a la búsqueda de lo absoluto, fue uno de aquellos seres castigados en su grandeza por haber pretendido conocer la verdad a cualquier precio. Recordemos aquí las palabras que el propio poeta escribió refiriéndose a Poe, otro de los cortesanos oscuros de las ciencias ocultas, encadenado a la ley fatal que lleva a la degradación a cierta clase particular de hombre: “Vosotros, los que habéis buscado ardientemente descubrir las leyes de vuestro ser, que habéis aspirado al infinito y cuyos sentimientos reprimidos han debido buscar un espantoso alivio en el vino y en el libertinaje, rogad por él. Ahora, su ser corporal, ya purificado, nada por en medio de los seres cuya existencia él entrevía. Rogad por él, que ve y que sabe, y él intercederá por vosotros”.









1. Veáse RolIand de Réneville, “Sciences maudites et poètes mau-dits”, en Cahiers d’Hermès, I, Paris, 1947. p. 153.

2. Mauricio Maeterlinck, El gran secreto, Buenos Aires, 1946, p.168.

3. Benjamín Fondane, “El poeta y el esquizofrénico. La conciencia vergonzosa del poeta (II)”, en Sur, N° 38, Buenos Aires, noviembre, 1937, p. 52.

4. La religiosidad del poeta ha sido objeto de variados estudios:­ Stanislas Fumet (Notre Baudelaire, Paris, Plon) y Jean Massin en Baudelaire entre Dieu et Satan, París, 1946, han reconocido en Baudelaire a un místico cató­lico. Por el contrario Paul Arnold, Le Dieu de Baudelaire, París, 1947 y Le Cosmos de Baudelaire. Cahiers d‘Hermès, I, París, 1947, intenta situarlo dentro de un pitagorismo proclive a la palingenesia. Sobre el misticismo baudelariano pue-den consultarse La Mystique de Baudelaire, París, 1945, de Jean Pommier y Le Mysticisme de Baudelaire, de R. Hubert. Entre los más recientes estudios, merecen citarse Connaissance de Baudelai-re, París, 1951, de Henri Peyre; Baudelaire. Essai sur l’inspiration et la création poétiques, París, 1953, de Jean Prévost; Charles Bau-delaire, sa vie et son oeuvre. Notes inédites de Baudelaire, Lettres á Poulet-Malassis, París, 1953, de Charles Asselineau; Propos sur Baudelaire, rassemblés et annotés par Claude Pichois, París, 1957, de J. Crépet, etcétera.

5. Jean-Paul Sartre, Baudelaire, Buenos Aires, 1949, p. 28.

6. Cf. Paul Arnold, Le cosmos de Baudelaire, en Cahiers d’Hermès, I, París, 1947, p. 148.

7. Marcel Raymond, De Baudelaire al surrealismo, México, 1960, p. 21.

8. Cf. Benjamín Fondane, ob. cit., p. 49.

9. Charles Baudelaire, Lettre á Toussenet, en Mercure de France,1908, p. 83. Este texto ha sido citado por André Breton, Arcane 17, París, 1947, p. 221; y por Robert Amadou, L’occultisme. Esquisse d’un monde vivant, París, 1950, p. 91.

10. Cf. Mircea Eliade, Imágenes y Símbolos, Madrid, 1956, p. 20.













Capítulo VII



Rimbaud y la rebelión fundamental




La cólera en la sangre. Desterrado en el Tiempo. Tomar el cielo por asalto. La lucha por el “estado de alerta”. El gran maldito y el supremo sabio. Rimbaud y Gurdjieff. Pugnando por la superconciencia. El temor de lo numinoso. La revolución permanente.










¡Si siempre hubiese estado despierto, yo bogaría en plena sabiduría!



Rimbaud





¿Cómo despertar? ¿Cómo librarnos de ese estado de sueño? Estas preguntas son las más vitales y las de mayor trascendencia­ que pueda formularse un hombre. Pero, antes de hacérselas, deberá convencerse del hecho mismo de su sueño.



Gurdjieff, transcripto por P.D. Ouspensky en Fragmentos de una enseñanza desconocida








“La mayor parte de nuestro cuerpo, de nuestra humanidad misma, duerme aún un sueño profundo”. “Cuando soñamos que soñamos es que ya nos vamos acercando al despertar”. Estos fragmentos de Novalis iluminan el anhelo rimbaudiano de despertar de los sentidos, de lograr la hiperlucidez en un minuto de vigilia, para poder dar cima a la prometeica aventura del “ladrón de fuego”.

La “nostalgia” del romanticismo reaparece en este adolescente iracundo que habrá de rebelarse contra todo y contra todos. Su itinerario alucinante se halla jalonado de rebeliones sucesivas. Rimbaud encarna la intolerancia metafísica: es el indignado, el intransigente feroz, el ser que nos desprecia por demasiado humanos, por nuestras aceptaciones y condicionamientos. Su juventud es un desafío, un atreverse a lo imposible, una búsqueda, con técnicas precarias e imperfectas, de lo absoluto, de la “verdadera vida”. También es impotencia, frustración y fracaso. Después del silencio, término de la opción que le permitió sobrevivir, se arrojó en una vorágine incoherente que lo fue devorando, mientras huía vencido por la “rugosa realidad” cotidiana. Sin embargo, su derrota previsible –en cuanto poeta– contiene la innegable grandeza de aquel que, arriesgándolo todo, emprende una partida que excede en mucho sus posibilidades. Rimbaud libró con irreprimible violencia ese “combate espiritual tan brutal como la batalla de los hombres”. Fue una lucha desigual, de ritmo vertiginoso, sostenida con armas impropias; una lucha que, aunque dejó un saldo poético invalorable, no debería sostenerse en el terreno de la poesía. Ese fue el error de Rimbaud; error en el que reincidió más tarde el surrealismo, a pesar de la experiencia negativa de sus frustrados precursores.

La aventura “Rimbaud” es ejemplar y define de una vez para siempre los límites de la poesía. Su primera rebelión –entre los 16 y 18 años– es la de la existencia rabiosa, la cólera en la sangre. Es el voyou, como lo ve Fondane.1 Su alzamiento abarca aspectos exteriores, es una insurrección contra la sociedad condicionada, contra los privilegios y la desigualdad. Su odio se torna agresivo, implora las “destrucciones necesarias” y los “rodillos niveladores”; se burla de las idiotas alegrías burguesas, practica el mal, insulta y clama con acentos obscenos y se encanalla en la abyección. Lo anima un oscuro deseo de venganza. “Considera a cada ser como alguien de quien, en primer término, es preciso vengarse”.2 Escribe “Mort à Dieu!” sobre los bancos de las plazas públicas y en su letanía de negaciones caben la autoridad, la Iglesia y el orden.

Como Nerval y Baudelaire, manifiesta en forma emocional y confusa la idea socialista de una comunidad fraternal. Aislado por la mediocridad burguesa, se refugia en una posición antisocial y construye su universo privado en las antípodas de la vulgaridad. Su primera rebeldía que simboliza un esfuerzo individualista e inorgánico por reformar el mundo, le dicta estas frases terribles, recogidas por Ernest Delahaye:




       Hay destrucciones necesarias... Hay árboles viejos que es preciso cortar, hay lugares de sombra secular cuya amable costumbre perdemos. Esta sociedad misma: pasaremos por ella las hachas, los azadones, los rodillos niveladores. Todo valle será colmado, toda colina rebajada, los caminos tortuosos se vol­verán rectos y las asperezas serán aplanadas. Se arrasarán las fortunas y se abatirán los orgullos individuales. Un hombre ya no podrá decir: “Yo soy más fuerte, más rico”. Se reemplazará la envidia amarga y la admiración estúpida por la apacible concordia, el trabajo de todos para todos.3




Esta rebelión mostrará bien pronto el aspecto más trágico de su drama interior. Con inigualable talento Rimbaud ha poetizado sus vivencias, ha transfigurado en estrofas llameantes su incontenible furor vindicativo y subversivo; pero como a todo auténtico poeta, lo irá invadiendo una difusa “nostalgia” primitiva, una mística impulsión por retornar a un estado de pureza salvaje, libre de inhibiciones. Esa intuición fundamental coincide con su orgullo de creador y con el drama de su infancia perdida tras la crisis de la adolescencia. En adelante Rimbaud sumará a su rebeldía una postulación metafísica. Su pureza tradicional se funde con su orgullo, con su tendencia al aislamiento, su deseo de plenitud y su anhelo de ser diferente, de hallar las sendas del retorno a los orígenes. Reencontrar la eternidad, he ahí una meta ambiciosa para un poeta provinciano de dieciocho años. Sin embargo, Rimbaud tiene plena conciencia de su empresa.

Para retornar a la “fabulosa inocencia”, al illud tempus mítico, Rimbaud cuenta con un arma falible: la experiencia poética. En las sociedades arcaicas, hubiese sido un manipulador de lo sagrado, un shamán especialista en las técnicas del éxtasis, entregado a su ambición de “ascender al cielo” para abolir la condición humana y reintegrarse a la situación paradisíaca del hombre primordial, restableciendo la comunicabilidad entre el Cielo y la Tierra. Su experiencia también puede homologarse con las místicas indias y las técnicas budistas del “retorno hacia atrás” que al remontar el Tiempo “a contrapelo” acceden al eterno presente atemporal, anterior a la “caída”.

Todos son actos de trascendencia, de ruptura de nivel, mediante los cuales el hombre supera la condición humana “por arriba”, se reintegra a la libertad y se libera de los límites del “yo” merced a un esfuerzo “espiritual” que determina una mutación ontológica. El hombre “enfermo”, desterrado en el Tiempo, desciende a los infiernos, “muere” y “resucita”. Durante el éxtasis es abolido el universo sensorial y el místico emerge similar a los dioses. Se halla “curado” del dolor y la angustia existencial. En ese sentido los yoguis son terapeutas del alma y Buda es “el rey de los médicos”. También el poeta, como quería Novalis, es un “médico trascendental”.

Pero Rimbaud, que busca morir a la conciencia psicológica para nacer a la conciencia cósmica, no sigue el camino de la iniciación gradual y reflexiva. Su terapéutica es anárquica y amarga. Marcha sobre “el filo de la navaja”, en sentido descendente. Su meta es la de los místicos y los yoguis, la de los iniciados en las tradiciones secretas y la de los discípulos del Zen. No tiene maestros y la poesía sólo le ofrece vislumbres fugaces del “estado otro”. Sin embargo, su decisión se afirma. Como Gurdjieff, podría haber exclamado: “Mi camino es el desarrollo de las posibilidades ocultas del hombre. Es un camino contra la naturaleza y contra Dios”. La experiencia poética, unida a su disposición natural para acceder a otros niveles de la mente, le crean la ilusión de que forzando la poesía (Nerval había pretendido forzar el sueño), y encarnizándose en los excesos y en el desarreglo de todos los sentidos, lograría ampliar el orificio penosamente abierto en el muro de la conciencia ordinaria. Pero Rimbaud es impaciente y brutal. Si por momentos asoma en sus poemas una presencia perturbadora, y el aventurero de lo fantástico interior –convertido en una “opera fabulosa”– penetra en lo desconocido, bien pronto retorna para permanecer apegado a la tierra, preso de sus pasiones y su orgullo.

Su actitud es la del “pecador”, tal como lo concibe Arthur Machen, el olvidado autor de The Great God Pan. Para Machen, adepto a la orden hermética de la Golden Dawn, el pecado es una pasión positiva y solidaria del espíritu. A su juicio, entre los actos considerados pecaminosos o culpables (el asesinato, el robo, el adulterio) y el Pecado con mayúscula, existe la misma relación que entre el alfabeto y la poesía más genial. El hombre vulgar, “normal”, no será jamás un santo, pero tampoco un pecador. “Los grandes, tanto en el bien como en el mal –escribe Machen–4 son los que abandonan las copias imperfectas y se dirigen a los originales perfectos… La ciencia del pecado sería querer tomar el cielo por asalto, penetrar de manera prohibida en otra esfera más alta. Esto explica que sea tan raro. En realidad, pocos hombres desean penetrar en otras esferas, sean altas o bajas, y de manera autorizada o prohibida. Hay pocos santos y los (verdaderos) pecadores son todavía más raros”.

Rimbaud aparece entonces revestido con los atributos del pecador de Machen. Su ambición manifiesta es “tomar el cielo por asalto” utilizando las sendas prohibidas. Los que han visto en Rimbaud sólo un poeta, un decadente, un vicioso o un artista bohemio, se han equivocado totalmente. Sus aberraciones y sus posturas arbitrarias obedecen a un sistema meditado y puesto en práctica con increíble decisión. Es el hombre duro, implacable, “el sin corazón de Rimbaud”. “La ausencia de sentimientos –escribe Jung refiriéndose al Ulises de Joyce–5 es el contragolpe a la sentimentalidad insana”. “El hombre debe ser valiente, sin piedad, duro. Lo más duro es lo más noble”, exclama Nietzsche. “La causa de mi superioridad es que no tengo corazón”, escribe Rimbaud.

Rimbaud odia al “hombre de la superficie”, a los superfluos y vacíos, a los idiotas autosuficientes que pretenden saberlo todo y que no son más que vanidosos proyectos. Experimenta náuseas por los imprescindibles, por los satisfechos; embiste contra la seguridad y la respetabilidad y desprecia a los funcionarios y a los escritores que “juntan una parte del fruto del cerebro” y acumulan “los productos de sus inteligencias miserables proclamándose autores”. Sus irreductibles enemigos son el conformismo, los lugares comunes, el oficialismo y los mitos pequeño-burgueses. Su actitud permanente consiste en escapar a los condicionamientos y a la subordinación que significa hallarse atrapado en la máquina social. Ese comportamiento, que forma parte de su ascesis, le permitirá dar el “salto por las cosas inauditas e innumerables”. Como afirma Krishnamurti, sólo la mente que está en absoluto descontento es la que puede dar el salto hacia la realidad, no la mente respetable, rodeada de una valla de creencias.

Comienza entonces por desvalorizar el universo ordinario que captan los sentidos en su trabajo previo por aproximarse a ese nivel absoluto de la mente donde no rigen los opuestos. Un nivel supraético, a­temporal e impensable en el que la personalidad ordinaria,­ el “yo” de la experiencia sensomotriz desapa­rece, para dar paso al “hombre nuevo”, capaz de conocer­ la realidad y prescindir de las nociones relativas.

León Pierre Quint, en un libro sobre Proust,6 escribe lo siguiente refiriéndose al ser profundo del ar­tista: “La conciencia humana está recubierta, según la imagen bergsoniana, sin duda cara a Proust, de una espesa costra en la que se han solidificado nuestros hábitos, los sentimientos a los que estamos acostumbrados. Es ahí, en esa corteza de la conciencia, en donde encontramos por nuestro trabajo y nuestras conversaciones de cada día, mecanismos ya montados, sentimientos ya hechos.

Pero bajo esa capa superficial está en nosotros la parte más rica, esencial de nuestro yo, que no interviene casi nunca en la actividad cotidiana… Gritamos, reímos, aún derramamos lágrimas reales, pero sin que nuestra personalidad profunda entre en escena”.

Rimbaud ha practicado desde el comienzo esa ascesis del “estado alerta”, que habrá de permeabilizar su psique y tornarla receptiva para recibir lo desconocido. En la primera etapa de su lucha por romper el espeso velo que enmascara a la realidad, el poeta combate contra los hábitos y las reacciones automáticas que la herencia, la educación y la sociedad han depositado sobre la superficie de su “yo”. Adviene entonces la experiencia del vidente. Rimbaud cree poseer la clave y se dispone a “develar todos los misterios: misterios religiosos o naturales, muerte, nacimiento, porvenir, pasado, cosmogonía, la nada”. En sus famosas cartas a Georges Izambard y a Paul Démeny, del 13 y 15 de mayo de 1871,7 nos ha dado una lección de literatura nueva y ha condescendido a revelarnos parte de su sistema.




       Ahora soy crapuloso lo más posible. ¿Por qué? Quiero ser poeta, y trabajo para volverme vidente: usted no comprenderá del todo y yo no sabría casi explicarle. Se trata de llegar a lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos. Los sufrimientos son enormes, pero es preciso ser fuerte, haber nacido poeta, y yo me he reconocido poeta. No es esa toda mi falta. Es falso decir: Yo pienso. Se debería decir: Se me piensa. Perdón por el juego de palabras.




Aquí Rimbaud se adelanta a la prosa sobre el porvenir­ de la poesía que enviará dos días después a Démeny. El poeta sabe que el hombre en su nivel mental ordinario es un autómata que ignora sus límites y sus posibilidades. Es una máquina movida por influencias exteriores y por choques exteriores. El hombre no se conoce. El hombre nada puede hacer, escribe Ouspensky a la zaga de Gurdjieff. “Todo lo que cree hacer, en realidad sucede. Eso ocurre exactamente como “llueve”, “nieva” o “truena”. Desgraciadamente no hay en nuestro idioma verbos impersonales que puedan aplicarse a los actos humanos. Debemos pues continuar diciendo que el hombre piensa, ama, lee, escribe, detesta, emprende guerras, combate, etc. En realidad todo eso sucede”8.

No debe confundirse entonces la conciencia con las fuerzas psicológicas. El hombre tiene que comenzar por darse cuenta de lo que posee y de lo que puede poseer. Debe adquirir realmente los poderes que se atribuye. Para ello es preciso que desarrolle una nueva capacidad, se torne diferente, despierte del sueño mediante una profunda revolución psicológica­. Rimbaud lo ha comprendido: “El primer estu­dio del hombre que quiere ser poeta es su propio conocimiento­ entero”. Es lógico entonces que comience por negar su personalidad. “Yo es otro”, exclama. “Si el cobre se despierta clarín no es por su culpa. Me es evidente esto: asisto a la eclosión de mi pensamiento: lo miro, lo escucho: doy un golpe en el arco del violín: la sinfonía se mueve en las profundidades o sube de un salto a la escena”.

Hasta aquí Rimbaud ha sido el poeta, el medium que hace escuchar lo que trae de allá abajo, la “Pitia exaltada”, como dice Rops.9 Nos habla del inconsciente desde su “estado otro”. Sin embargo, en la misma carta, el poeta agrega al ser vidente el hacerse vidente. No existe en ello contradicción alguna, a pesar de la opinión de algunos de sus críticos. Lo espontáneo, es decir su capacidad natural para despersonalizarse en un éxtasis pasivo, deberá encauzarse de tal modo que le permita controlar su experiencia. Rimbaud tiene su propia técnica de acceso:




       El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; él busca por sí mismo, agota en sí todos los venenos para no guardar de ellos sino las quintaesencias. Inefable tortura para la que se tiene necesidad de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, en la que él llega a ser entre todos el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito. ¡Y el supremo sabio! Puesto que llega a lo desconocido y, cuando enloquecido, termina por perder la inteligencia de sus visiones, ¡él las ha visto!




Su ambición es semejante a la del Hombre-Dios soñado por Novalis. La mística se transformará en ma­gia y el vidente tratará de adquirir poderes sobrenaturales­ e inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevos idiomas. Su soberbia alcanza entonces el nivel culminante. En su Crimen Amoris, Verlaine lo ha representado exclamando: “Yo seré aquel que será Dios”.

El demiurgo desplaza al poeta. La aventura espiritual ha superado en mucho las fronteras de la literatura y Rimbaud parte en busca del Graal, el conocimiento perfecto, el vaso sagrado, con el ardiente anhelo de gustar “el brebaje de la inmortalidad”. En un sentido amplio, sus apetencias son las del gnosticismo que antepone el conocimiento a la fe y pretende retornar a la fuente primera desarrollando hasta la iluminación las facultades ocultas del hombre. Para ello, Rimbaud queda librado a sus propias fuerzas. Carece de guías e iniciadores, es un “herético” sin fe que abomina de los pantanos occidentales y añora el pensamiento de la sabiduría de Oriente, la patria primitiva. Su sistema de mística invertida está erizado de peligros y puede conducirlo al borde del abismo.




       He abandonado desde hace más de un año la vida ordinaria por lo que usted sabe. Encerrado sin cesar en esta incalificable comarca de Ardennes, no frecuentando a ningún hombre, recogido en un trabajo infame, inepto, obstinado, misterioso; no respondiendo sino por el silencio a las preguntas, a los apóstrofes groseros­ y malvados, mostrándome digno en mi posición extralegal.




Rimbaud ha mantenido en secreto las características de ese trabajo obstinado que abría de permitirle despertar en el alma universal. Ha comprendido que su espíritu duerme y que debe trabajar sobre sí mismo para acceder a la vigilia. “Despiértate tú que duermes, y levántate de los muertos”, dice Pablo (ef. 5: 14). El hombre que aspira a una regeneración ha de elevarse­ sobre su condición ordinaria. Mientras no logre evadirse de su propio deseo será un ser incompleto, inacabado, vivirá identificándose, preso de las pasiones y de los hábitos de la mente. El mundo será sólo una confusa imagen sensoria. Es preciso tener conciencia de que, a pesar de que se vive volcado hacia afuera en un mundo cuyas causas permanecen ocultas, existe en el hombre una categoría superior que puede permitirle un grado nuevo de comprensión. La esencia de lo esotérico es que el hombre puede pasar por una transformación y alcanzar un nuevo nivel de sí mismo. En Une Saison en Enfer, Rimbaud escribe estas líneas reveladoras: “Si estuviese siempre despierto, a partir de este momento, alcanzaríamos pronto la verdad que probablemente nos rodea con sus ángeles que lloran”. Sin embargo, el mantenerse despierto constituyó una empresa superior a sus fuerzas. Mediante este trabajo en sí mismo (“él busca su alma, la inspecciona, la tienta, la comprende”), había logrado despertar. Su alma era rica, más que nadie, pero tenía que cultivarla; debía ser consciente de sí mismo en una permanente vigilia y dejar de moverse y razonar sumido en el sueño.

Gurdjieff, dueño de un método esencialmente práctico de la “conquista del yo”, ha expuesto estas ideas con especial claridad. Para él existen cuatro estados de conciencia. El hombre vive solamente en los dos primeros: el sueño y la vigilia ordinaria. Los estados superiores de autoconciencia y conciencia objetiva, le son inaccesibles. El estado de sueño es pasivo y absolutamente subjetivo; pero cuando el hombre despierta y creyendo que ha tomado el gobierno de su personalidad comienza a actuar, permanece aún inmerso en el sueño y su actividad es obviamente peligrosa. Como dice Gurdjieff,10 el hombre de la vigilia ordinaria es una mera máquina y todo le sucede. No puede controlar su imaginación ni detener el fluir de su pensamiento; se halla entregado al despotismo de sus “yo” sucesivos y obedece “dormido” a la imperativa compulsión de sus sentimientos y emociones.




       Es posible pensar durante mil años; es posible escribir bibliotecas completas, crear montones de teorías y hacerlo todo sumido en el más profundo de los sueños y sin posibilidad alguna de despertar. Antes bien, todos estos libros y todas estas teorías, escritas y concebidas en el sueño, sólo servirán para aumentar el sueño de otras personas.11




Es natural, entonces, que el primer anhelo del hombre que ha reconocido la realidad de ese estado de sueño, esté determinado por la necesidad de despertar. Gurdjieff­ señala que el comienzo del trabajo para lograr la autoconciencia debe iniciarse con la recordación de sí mismo, pero afirma que sin la dirección de un hombre despierto que guíe el desarrollo de las faculta­des de la mente, será difícil acceder al tercer estado de conciencia. Mediante la autoobservación perma­nente se adquiere la certeza de que “yo es otro”. El “otro es el verdadero él, el verdadero ‘yo’, aquel que aparece en la vida sólo durante instantes muy breves y que puede convertirse en algo firme y permanente después de un largo período de trabajo”.12 Al alcanzar la conciencia de sí, es posible obtener vislumbres del último estado al que Gurdjieff denomina estado de conciencia objetiva. En este grado de conciencia fiscalizadora, el hombre transformado, “renacido”, aprehende la unidad; la psique progresa hacia el foco originario y alcanza un eje de polarización intemporal e impersonal. Quien alcanza ese nivel, ese estado natural de Sahaja Samadhi, como lo llaman los místicos indios, realiza el máximo de sus posibilidades.

Si aplicamos este esquema de ideas a la experiencia de Rimbaud, veremos que el poeta ha pugnado infructuosamente hacia la obtención de una superconciencia, de un “estado de alerta”. Para ello partió de su condición de poeta y avanzó dificultosamente merced a una pre-disposición psicológica y a las técnicas del desarreglo de todos los sentidos. Comprendió que la hiperlucidez podría sobrevenir como consecuencia de ciertas actitudes precisas, de ciertos sistemas ascéticos, y que la realidad de esa conciencia cósmica se situaba más allá de postulaciones sagradas o profanas. Para decirlo con la terminología de Gurdjieff, Rimbaud frecuentó el tercer estado de conciencia (autoconciencia), y tuvo en los más duros momentos de su ascesis vislumbres fugaces del estado de conciencia objetiva. Pero como afirma Gurdjieff, un hombre solo difícilmente podrá mantenerse despierto, aun cuando se torture y realice denodados esfuerzos.

Además, Arthur Rimbaud no poseía una justa noción de los niveles en los que se desarrolla la experiencia trascendente. En la marcha hacia el Centro, se distinguen diversos grados y matices derivados de la intensidad y duración del proceso y de la capacidad orgánica para realizarlo. La unidad de la experiencia incondicionada no puede ser controvertida, pero los diferentes niveles que presenta derivan de la calidad de las progresiones intrapsíquicas. Existe una progresión que denominaremos “poética”, por estar referida a los procesos de la creación artística; otra progresión que llamaremos parapsíquica y que involucra las variaciones visionaria o mediúmnica y finalmente la progresión intrapsíquica multidireccional, es decir, la iluminación de los procesos psíquicos conscientes e inconscientes, de la totalidad psíquica.

Rimbaud ha superado el nivel poético, ha luchado con los espectros y las larvas del nivel visionario y en algunos instantes ha alcanzado a poseer la verdad en un alma y un cuerpo.




¡Oh, pureza! ¡Pureza!
Este minuto de vigilia me ha mostrado
la visión de la pureza ¡Por el espíritu se va a Dios! ¡Desgarrador infortunio!




En medio de su pasión luciferina, Rimbaud, que parece hallarse tan lejos de la literatura, ambiciona mostrar esa “segunda realidad”; recrear por medio de la poesía ese continente desconocido de la mente. Se plantea entonces el problema del lenguaje. Consciente de que “las invenciones de lo desconocido reclaman formas nuevas”, Rimbaud “inventa el color de las vocales”, escribe noches, silencios, fija vértigos. No hay que olvidar que su capacidad para frecuentar otros niveles de conciencia donde se hallen abolidas las nociones del espacio y el tiempo contribuye a desdibujar y quitar sentido a las palabras forjadas en la duración y la extensión. Es lógico entonces que el poeta busque una lengua enteramente nueva, fundada en la experiencia misma de lo incondicionado.13 Ese esfuerzo sobrehumano por fijar lo inexpresable le permite la obtención de nuevas formas poéticas. Su poesía­ se enriquece, pero no transmite sino muy parcial­mente su deseo manifiesto. El poema en sí, no es un conjuro mágico suficiente para develar todos los misterios­. Y esto es lo que Rimbaud comprende al fin. Además, el vidente que posee la intuición directa de lo sobrehumano experimenta, en los límites del nivel parapsíquico, el sobrecogimiento y espanto característicos que produce lo numinoso. Este neologismo propuesto por Rodolfo Otto,14 designa la emoción arracional que percibe el hombre ante lo sobrenatural o lo divino. Despojado de todo contenido ético, lo numinoso es la esencia misma del sentimiento religioso; la reacción subjetiva producida por algo objetivo. Rimbaud, colocado ante el mysterium tremendum –como lo llamaba Boehme– por obra de una ascesis invertida y anárquica, se pierde en ese vacío de espanto y de terror que produce lo numinoso.




       Mi salud se vio amenazada. El terror llegaba. Caía dormido­ varios días y, una vez levantado, continuaba con los sueños más tristes. Estaba maduro para la muerte; y por un camino lleno de peligros, mi debilidad me conducía hacia los confines del mundo y de la Cimeria, patria de las sombras y de los torbellinos.




Adviene entonces el silencio, el misterioso silencio rimbaudiano. Silencio ante la imposibilidad de expresar los “encantamientos reunidos en su cerebro”. Silencio ante el temor de la locura, silencio impotente, silencio y orgullo, silencio y desprecio.




Llamé a los verdugos para morder,
en mi agonía, la culata de sus fusiles.
¡No! ¡No! Ahora me rebelo contra la muerte.
En el último momento atacaré a derecha e izquierda.




La experiencia metafísica y la literatura se convierten en un lastre despreciable. Las arroja lejos y recomienza su marcha querellándose con las apariencias del mundo, hacia otro aspecto de lo desconocido. Java, Chipre, el Mar Rojo, Abisinia, lo ven pasar como ­una sombra vencida. “He creído adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y ahora tengo que enterrar mi imaginación y mis recuerdos! […] ¡Yo que me he dicho mago o ángel, que me he dispensado de toda moral, vuelvo a la tierra con un deber que buscar y la realidad rugosa que abrazar! ¡Campesino!”.



Ahora Rimbaud deja de soñar, de planear, de crear. En adelante es sólo un hombre joven, de piel oscurecida por soles de fuego, que trafica con armas, comercia y explora regiones desconocidas por el hombre blanco. A veces parece moverse por intereses mezquinos. Sin embargo, aunque no posee más técnicas para reencontrar el Paraíso, su revolución inconclusa permanece­ en él.

En sus ojos azules arde la llama del desconten­to. El es la revolución; él es el hombre peligroso para la sociedad inmersa en el sueño, y también es él el que conoce la Sabiduría Infernal de aquel proverbio que Blake leyera en su Visión Memorable:




       El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la cólera del mar tempestuoso y la espada destructora, son porciones de eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre.









1. Benjamín Fondane, Rimbaud le Voyou, París, 1933.

2. Jacques Rivière, Rimbaud, Buenos Aires, 1944, p. 21.

3. Véase Arthur Rimbaud, Oeuvres Complètes, texto establecido y anotado por Rolland de Réneville y Jules Mouquet, París, 1946, p. XXII.

4. Citado por Louis Pauwels y Jacques Bergier, El retorno de los Brujos (Le Matin des Magiciens), Barcelona, 1961, p.253 y ss.

5. C.G. Jung, Ulises, en Realidad del Alma, Buenos Aires, 1940, p. 118.

6. León Pierre-Quint, Marcel Proust, Buenos Aires, 1944, p. 247 y ss.

7. Cf. Jean Marie Carré, Cartas de la vida literaria de J.A. Rimbaud, Buenos Aires, 1945, pp. 43-54.

8. Pedro D. Ouspensky, Psicología de la posible evolución del hom-bre, Buenos Aires, 1952, p. 16.

9. Cf. Daniel Rops, Rimbaud, Buenos Aires, 1954, p. 100. Para pro-fundizar ciertos aspectos del ocultismo de Rimbaud,­ véase Jacques Gengoux, La Symbolique de Rimbaud, París, 1947, y “Le gran Oeu-vre de Rimbaud”, en Les Cahiers­ d’Hermès, I, París, 1947. También Rolland de Réneville, Rimbaud le Voyant, París, 1929.

10. Véase G. Gurdjieff, Todo y todas las cosas, Relatos de Belcebú a su nieto, Buenos Aires, 1957, Tercera Parte, p. 284.y ss.

11. Citado por Pedro D. Ouspensky, Fragmentos de una enseñanza­ desconocida. En busca de lo milagroso, México, 1952, p. 183.

12. Ibídem, p. 186.

13. Cf. Eduardo A. Azcuy, Aproximaciones a la poética de Rimbaud, estudio preliminar a Arthur Rimbaud, Poemas y los Desiertos del Amor, versión castellana de Eduardo A. Azcuy, E. González Trillo y L. Ortiz Behety, Buenos Aires, 1958, p. 29 y ss. Existen diversas traducciones de la obra de Rimbaud que merecen señalarse: J. Arthur Rimbaud, Iluminaciones y Otros Poemas, estudio y versión de Alfredo Terzaga, tercera edición, Córdoba,1960; Arthur Rimbaud, Obra poética, versión, cronología y notas de E.M.S. Danero, Buenos Aires, 1959.

14. Véase Rodolfo Otto, Lo Santo, lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Madrid, 1965. 













Capítulo VIII


Rilke: el diálogo con lo invisible





Un estado de transparencia. El valor ante lo más extraño. Reelaborar la concepción mítico-simbólica. Una voz misteriosa en el castillo de Duino. Lo “abierto” como segunda realidad. “Irse” del nivel ordinario. El valor ante la muerte. El “Ángel” de las elegías










Cuanto más se eleva y se ensancha el pensamiento humano, menos comprensibles­ aparecen la nada y la muerte. Todo lo que muere cae en la vida; y todo lo que nace tiene la misma edad de lo que muere.



Maeterlinck, La muerte





La muerte es el lado de la vida que no está vuelto hacia nosotros, ni iluminado­ por nosotros... no hay ni un más acá ni un más allá, sino la gran unidad en cuyo dominio se encuentran los seres que nos sobrepasan, los “ángeles”.



Rilke, Carta a Witold Von Hulewicz del ­13 de noviembre de 1925






Como una casa grande está la noche, 
la angustia de las manos laceradas
arranca puertas a los muros; 
vienen pasos después, interminables
y hacia afuera ninguna puerta se abre.
Y así, Dios mío, es cada noche;
siempre hay algunos desvelados
que van y van y no te encuentran.






Estos versos de Rilke, del Libro de la Peregrinación, revelan su esfuerzo permanente por asediar la fuente intemporal del Ser mediante la experiencia poética. Su obra, vivida en función de un indeclinable sentimiento de cautividad, de ausencia y de búsqueda de Dios, fue un largo proceso de muerte y resurrección,­ un puente para superar la pluralidad de las formas y despertar a un nivel de conciencia cualitativamente distinta. Para él, el “estado poético” fue ante todo contemplación y videncia; un estado de transparencia apto para intuir lo invisible y revelar ese centro absoluto situado más allá de la frontera del dualismo. Convencido de que existe un “mundo abierto”, una realidad distinta de la que revela la percepción ordinaria, se impuso la ardua tarea de despertar de los sentidos alternando dentro de sí las causas que engendran la visión fragmentada. Como los románticos, admitía que la “vida oscura” se encuentra en incesante comunicación con esa otra realidad más vasta, anterior y superior a la vida individual. Para Rilke, el hombre es el desgarrado peregrino de un mundo visible y otro invisible. El primero conocido por los sentidos, el segundo accesible por la intuición y la visión espiritual. Uno tridimensional y discontinuo, otro multidimensional y continuo, sólo perfilado a través del lenguaje de los símbolos. El hombre que acepta únicamente el mundo físico, –pensaba el poeta– se desplaza como inmerso en el sueño y no supera un conocimiento literal. Se halla hipnotizado por el mundo de las formas, reacciona a los estímulos con respuestas estereotipadas y piensa que su ser es la suma de esa multitud de actitudes mecánicas. Sin embargo, detrás de esa niebla de gestos repetidos y palabras convencionales existe un grado de verdad que Rilke conoció por sus vivencias religiosas, por su capacidad para experimentar lo incondicionado; ese “momento fuera del tiempo’ que permite la visión unitaria­ del cosmos, el acceso al “yo” secreto y misterioso.

Aunque símbolos degradados de una vivencia cósmica, Las Elegías de Duino y Los Sonetos a Orfeo son el vivo testimonio de su aventura metafísica. El poeta­ “despierto” avanzó sin pausa hacia el lugar donde muere el hombre mecánico y nace el nuevo hombre al que los Evangelios comparan a una semilla capaz de crecimiento. 



Rilke advirtió que las pasiones pasan a enorme distancia de nuestra vida profunda. “No es en el umbral de las pasiones –había escrito Maeterlinck– donde se encuentran las leyes puras de nuestro ser. Llega un momento en que los fenómenos de la conciencia­ habitual, que podría llamarse la conciencia personal o la conciencia de las relaciones de primer grado no nos aprovechan ni llegan a nuestra vida”.1 Más allá de esos niveles habituales, el poeta fue hacia dentro de sí, en un itinerario introspectivo pleno de hallazgos deslumbrantes. En Cartas a un joven poeta, escribió a su amigo Kappus:

Debemos aceptar nuestra vida tan ampliamente como sea posible. Todo, aun lo insólito debe ser posible en ella. En el fondo, el único valor que se nos exige es ser animoso ante lo más extraño, prodigioso e inexplicable que puede acaecernos. Que los hombres hayan sido pusilánimes en ese sentido ha hecho infinito daño a la vida; los sucesos denominados ‘fenómenos’, la totalidad del llamado “mundo de los espíritus’, la muerte, todas esas cosas que nos son afines han sido tan reprimidas, tan alejadas de la vida por un rechazo cotidiano, que los sentidos con que podríamos aprehenderlas se han atrofiado.2


En otras de las cartas, Rilke insiste en el tema de la soledad. “Usted dice que los que están cerca están lejos y ahora comienza a hacerse la amplitud en torno suyo. Alégrese de su crecer en el cual no puede cierta­mente llevar a nadie consigo y sea bueno con los que quedan atrás”. Esa alusión a la soledad, enfatizada y ­exaltada en la sexta de las cartas a Kappus, “ir-hacia-sí, y durante horas no encontrar a nadie”; “estar en soledad como lo estaba uno de niño”, revela su frecuentación­ de esa zona misteriosa y aislada donde se aclara el sentido de la vida y de la muerte. Allí el poeta trabajó sobre las emociones negativas, las identificaciones, los “yo” sucesivos que pretenden alternarse en el comando de la personalidad y sobre los estados de autocompasión y justificación de sí. Comprendió el sentido que existe por encima del significado corriente de la vida y ascendió­ por grados hacia su ser consciente dispuesto a realizar aquella tarea sagrada que Maritain concebía para el poeta: “Concluir en sí mismo la obra de la creación, colaborar en divinos equilibrios, desplazar misterios y estar connaturalizado con las potencias secretas que actúan en el universo”.3

Como todo verdadero poeta, Rilke integra esa corriente­ de pensamiento que reelabora –a través de las épocas– la concepción mítico-simbólica del mundo. Como dice Amadou, “una estructura mental originaria supervive inconsciente en el seno del alma co­lectiva”.4 En ese sentido la cosmovisión y los éxtasis rilkeanos se relacionan con la realización metafísica de Eckhart, con la teosofía de Boehme, las visiones transfísicas de Swedenborg, y la contemplación creadora de Ruysbroeck el Admirable, místico flamenco que vivió a principios del siglo XIV y que según Maeterlinck “unía la ignorancia de un niño a la ciencia de algún recién salido de la muerte”.5 Como ellos Rilke participó de la intuición primordial del mundo que aflora a la conciencia cuando –al cesar el principium individuationis– se actualizan las estructuras arcaicas de la psique y se alcanza a aprehender la Unidad viva y cambiante que subyace detrás de la percepción parcelada. De ahí su certeza de que todos nuestros órganos son los cómplices de un ser superior y que “los hombres de aquí y de ahora no estamos inmovilizados en el mundo del tiempo, sino que desbordamos sin cesar hacia los hombres de antaño, hacia nuestro origen y hacia los que vienen detrás de nosotros”.


El universo interconectado, las correspondencias invisibles que unen los elementos de los distintos reinos, la visión totalizante del cosmos, se hizo carne en el poeta e impregnó su obra de aliento trascendente. La alquimia del verbo obró el milagro de la anulación de los contrarios. La experiencia se transmutó­ en sangre de su sangre, en gesto y mirada anónimos­ imposibles de separar de su ser. “Sólo entonces –admite el poeta– puede acontecer que en una hora muy singular se alce de las profundidades y se exprese, la primera palabra de un verso”.

Esa hora singular cobró extrema gravedad para Rilke cuando en 1911, frente al mar conturbado por una tormenta inminente, escuchó en la terraza del castillo de Duino, en Istria, una voz misteriosa que le dictaba­ el verso inicial de la primera Elegía:




¿Quién si yo gritara, podría escucharme
entre la jerarquía de los ángeles?






Exaltado ante ese inefable símbolo de lo infinito, Rilke vivió un estado de diafanía, esa transparencia que como dice Teilhard de Chardin posibilita la cap­tación de la om-nipresencia divina y libera al espíritu de su matriz material para proyectarlo hacia el centro de convergencia cósmica. Aquello fue el principio de su obra más lograda, la recompensa de una larga espera, y el canto, después de un prolongado silencio, brotó con fuerza incontenible.


Sin embargo, la guerra abrió un dilatado paréntesis y Rilke pudo terminar sus Elegías once años después. En la décima y última se sintió arrebatado por un vértigo sin determinación ni cualidades. Por momentos alcanzó la noche oscura de los sentidos y del intelecto. Superó el juego de los complementarios y ascendió al punto original donde nacen las tinieblas y la luz y se realiza la perpetua formación del espacio y el tiempo. Ante su mirada el mundo adquirió su cualidad de “lugar abierto”, de ámbito libre pleno de coexistencias. “Fue en pocos días –escribió–; hubo una tormenta indescriptible, un huracán en el espíritu, todo lo que en mí es fibra o tejido se quebró, comer ni pensarlo; sólo Dios sabe quién me alimentó”.

En esa exaltación angélica, como la quería Baudelaire, el poeta culminó su largo diálogo con lo invisible y avanzó a tientas hacia el conocimiento. La sensación de “perderse”, de “no sentirse consigo”, revelada a través de cartas y poemas, cobró intensidad en las Elegías. Rilke experimentó el sentimiento no habitual de que su personalidad se disgregaba, y esa vivencia de enajenación lo impulsó a un permanente y doloroso esfuerzo para recuperar su identidad. En Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, ese “irse” del nivel ordinario se manifestó por la pérdida del marco temporal. El “momento fuera del tiempo” fue para el poeta un modo de situarse en la realidad, de tenderse hacia lo grande y “abierto”.




       Tuve la sensación de que el tiempo, súbitamente, estaba fuera de la habitación. Estábamos como en una trampa. Pero en seguida el tiempo nos alcanzó con una velocidad creciente y un ligero deslizamiento.6




No obstante, el poeta intuyó que esa consunción no era definitiva, que una parcela o núcleo de la personalidad­ podía sobreponerse a la disgregación y proyectarse hacia “lo abierto”. En las últimas elegías, Rilke elaboró los signos positivos de su conflicto existencial y se acercó a la Weltanschauung del romanticismo alemán. Lo invisible, la dimensión del Ángel, aparece como el otro reino u otro lugar. Un hábitat al que es posible acceder cuando “se arrancan puertas a los muros”, cuando se recomponen los vínculos entre la criatura y “lo abierto”; es decir cuando el poeta por una transformación cualitativa halla el sendero preciso que une a los dos reinos. Por esa travesía religante lo existencial se torna trascendente, la aparente seguridad de la finitud y de la muerte, se revierte en la certeza de la metamorfosis. Las barreras sensoriales responsables de la visión discontinua y tabicada se abaten frente al sentimiento de la perduración en la unidad.


La profunda religiosidad del poeta se tornó nítida y fulgurante cuando “la progresiva transformación de su visión”, como dice Gabriel Marcel, lo enfrentó con “lo abierto”, lo que está más allá del límite de las criaturas. Esa segunda realidad apareció como “el otro lado de lo finito, el estado al que un ser accede cuando cumple el movimiento que lo conduce fuera de sí”.7 Allí, en esa dimensión invisible se recompone el hombre disgregado y se comparte el espacio del Ángel.


La vida y la muerte se presentan al poeta como un único proceso, una unidad que compartimos con los que se han ido y los que serán. “Quien tiene miedo a la muerte –había dicho Hölderlin– no ama la vida universal”. Novalis habló de la muerte como la emancipación de dios en el hombre, y ambos asertos son convertibles. Rilke, sensible sólo a lo esencial, postuló también el valor ante la muerte. “En las Elegías, –escribió en su recordada carta a Von Hulewicz– la afirmación de la vida y de la muerte se revelan como formando una sola. Admitir la una sin la otra es una limitación que termina por excluir todo lo infinito”.8 El hombre ha vivido y vive apegado a cosas intrascendentes. Complicado en pequeños problemas, alineado en una sociedad que es el reflejo de su estado se sueño, huye de la muerte, le vuelve la espalda y oscurece esa idea inquietante en lo más profundo de su conciencia. Trata de ignorarla hasta el momento decisivo en que ella lo sorprende y lo paraliza.


Entonces con el temor reflejado en el rostro, el hombre que en un alarde de soberbia había intentado desasirse de los lazos que lo vinculaban al Todo, no puede reconocer a la fuerza que lo arrebata. La vieja idea de que en medio de la vida estamos rodeados por la muerte, se manifiesta en una nueva interpretación, la vida no está rodeada por la muerte sino que la contiene…




La muerte es grande, nosotros somos suyos
con labios sonrientes,
si nos creemos en medio de la vida 

ella se atreve a llorar dentro de nosotros.





La sabiduría –piensa Rilke– consiste en haber frecuentado a la muerte, en aprobarla y vivirla con amor, toda vez que en su tránsito terrestre el hombre es sólo un transformador, cuya misión consiste en grabarse intensamente lo visible que lo rodea de manera tal que su esencia tome a renacer invisible. ¿Transformar?­ Sí, –insiste el poeta– porque tal es nuestro deber: “imprimir esta tierra provisoria y caduca en nosotros, tan profunda, tan dolorosamente, tan apasionadamente, que su esencia resucite en nosotros “invisible”. Somos las abejas de lo invisible. Libamos locamente la miel de lo visible para acumularla en la colmena de lo invisible”. Estas ideas rilkeanas que fueron desarrolladas en la carta antes citada, culminan con la aproximación a la enigmática figura del “Ángel”, una entidad de esencia superior, un supremo iniciado, especie de semidios o intermediario celeste que ha trascendido los misterios de la vida y de la muerte y que se mueve con esa serena majestad que le confiere el hecho de transitar en lo invisible y reconocer en ello a la realidad en grado superlativo.





       El ángel de las Elegías es esa criatura en la cual la transformación­ de lo visible en lo invisible, que nosotros vamos rea­lizando, aparece ya cumplida. Para el ángel de las Elegías, todas las torres y todos los palacios de antaño son “existentes”, porque desde hace mucho tiempo son invisibles, y las torres y los puentes de nuestra existencia que todavía subsisten son ya invisibles para él, aunque para nosotros duren aún en su materialidad. El ángel de las Elegías es ese ser que garantiza el reconocimiento en lo Invisible de un grado superior de la realidad. Por ello es “terrible” para nosotros, suspendidos aún en lo visible.9









1. Mauricio Maeterlinck, introducción a Novalis, Los Fragmentos y los Discípulos en Sais, Buenos Aires, 1948, pp. 17-18.

2. Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta, Buenos Aires, 1953, VIII, p. 57.

3. Cf. Jacques Maritain, Fronteras de la poesía, Buenos Aires, 1945.

4. Robert Amadou, L’Occultisme. Esquisse d’un monde vivant, París, 1950, p. 72.

5. Mauricio Maeterlinck, El tesoro de los humildes, Buenos Aires, 1943, capítulo VI, p. 63.

6. Cf. Rainer María Rilke, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, Buenos Aires, 1957.

7. Véase Gabriel Marcel, “Rilke testigo de lo espiritual”, en Prole-gómenos para una metafísica de la esperanza, Buenos Aires, 1954.

8. Carta enviada por Rilke a Witold Von Hulevicz el 13 de noviembre de 1925. Véase el texto completo en Rilke, Elegías de Duino. Sonetos a Orfeo, versión de José V. Álvarez, estudios de Alfredo Terzaga, Córdoba,­ 1957, pp. 159-163.

9. Ibídem, p. 126.








Capítulo IX



Surrealismo y revolución interior








La ascesis surrealista. Sólo es bello lo maravilloso. Surrealismo y existencialismo. Los “juegos” no han terminado. El verdadero fin del hombre. Las técnicas de acceso. Más allá de la religión. El látigo de Maldoror. Sade y el rescate de la autenticidad. Los buscadores de infinito. Hacia el “hombre despierto”









Todo induce a creer que existe cierto punto del espíritu en el cual la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo pasa-do y lo futuro, lo comunicable y lo inco-municable, lo alto y lo bajo dejan de ser percibidos contradictoriamente. Ahora bien, sería vano buscarle a la actividad surrealista otro móvil que la esperanza de determinar dicho punto.








Breton, Segundo Manifiesto







La Gran Obra es la conquista del punto central donde reside la fuerza equilibrada. Los hombres que llegan a ese punto central son los verdaderos adeptos, son los amigos y los confidentes de los príncipes del cielo; la naturaleza les obedece porque quieren lo que quiere la ley que hace marchar a la naturaleza.







Eliphas Levi, Historia de la Magia









Hombres nacidos de la crisis, comprometidos en una búsqueda sobrehumana, los surrealistas revivieron la concepción mágica del cosmos, agotaron rápidamente sus imperfectas técnicas de acceso a lo incondicionado y perseguidos por la frustración y el deterioro progresivo, se extraviaron en heterodoxias previsibles. Unos insistieron en la gran aventura de renovación esteticista, y otros, ante el llamado del marxismo, sólo consideraron la revuelta del arte contra el orden social imperante.

Ambas “desviaciones” perdieron su vigencia y hoy pertenecen a la historia del arte o a la de los sueños irrealizados. El surrealismo literario fue fulgurante y positivo, el surrealismo político fue quimérico y muy pronto mostró sus limitaciones insalvables. Pero tanto uno como otro fueron signos exteriores de un pensamiento trascendente, la corteza –ahora caduca, expuesta a la crítica y a las “defunciones” prematuras– que guardaba el verdadero sentido de una memorable pero equívoca insurrección del espíritu. Por eso, los caminos coherentes no estaban en el arte ni en la lucha política. Cuando los componentes doctrinarios comenzaron a desintegrarse, sólo unos pocos disidentes entrevieron la clave. Frente a los herejes y a Breton, que mantenía una solitaria fidelidad a los principios, surgieron jóvenes como Lecomte y Daumal que jugaron su vida al margen de la literatura y la política en una empresa de transformación espiritual, erizada de peligros. Esa meta esencial, oscurecida por el “arte surrealista” o por la revolución literaria, es la que permanece vigente.

El surrealismo, como actitud de rebelión contra los condicionamientos que cercan al hombre en su interior y exterior, y como impulso para superar el nivel ordinario de conciencia y trascender, se inscribe en la vasta empresa individual y colectiva, que en todas las épocas pugna por hallar el sendero que conduce al conocimiento metafísico, es decir, a la comprensión y a la experiencia inmediata de la Realidad última, que es fundamento y causa del universo y principio y sentido de la vida humana.

Unidos frente a la hipocresía de las estructuras sociales, los surrealistas enfrentan al mundo oficial con inaudita violencia y furor iconoclasta. Practican la rebelión absoluta, están contra todo, o casi todo, niegan las evidencias y como Rimbaud se querellan con las apariencias del mundo. Son poetas y escritores que han partido hacia la libertad. Odian al arte, pero lo realizan en nuevos niveles. Pretenden utilizar a la poesía abriendo deliberadamente las compuertas del inconsciente y se entregan a los sueños y a la escritura automática.

No buscan la belleza. No buscan cambios en “el orden físico”, ni construyen fórmulas artísticas. Son “especialistas en rebelión”. Ellos mismos se hallan en estado de revolución y su actividad fundamental consiste en elaborar técnicas para liberar al hombre de las trabas morales y de la pesada carga de los condicionamientos. El surrealismo se autodefine como una “vibración”, como un “grito del espíritu que se vuelve sobre sí mismo”. Su modo de acción es una ascesis, una particular ascesis colectiva por medio de la cual un grupo de “iniciados” pretende nada menos que trascender la condición humana. Ese y no otro, es su verdadero significado. “Colocar al hombre por encima de los sentidos”, como pedía Novalis; lograr la liberación interior por medio de la destrucción sucesiva de los hábitos, las actitudes cristalizadas y las repeticiones.

Acceder finalmente a una conciencia de la totalidad y a una perfecta espontaneidad creadora. En otras palabras, surrealismo equivale a un estado de conciencia en rebelión, que intenta penetrar el velo de la Maya y conocer lo infinito y, bajo ciertos aspectos, conforma una moderna secta de tipo gnóstico. Como afirma Michel Carrouges, nació de una inmensa desesperación ante el estado en que el hombre ha quedado reducido sobre la tierra y de una esperanza sin límites en la metamorfosis humana.1

Al recordar su punto de partida Breton ha comparado al surrealismo con un campamento de jóvenes que, en torno del fuego, discuten los detalles de la más ambiciosa de las expediciones: forzar los límites del mundo “real” con el solo instrumento de la poesía. Por eso, en medio de las burlas y los desafíos, de los ataques múltiples a los sistemas y a los tabúes que condicionan al hombre, de los escándalos y de las destrucciones necesarias, existe en ellos una profunda nostalgia metafísica que es la que otorga sentido trascendente a esa rebelión desesperada.

La gran ascesis surrealista comienza con una toma de conciencia de lo absurdo del mundo, de la gratuidad de la existencia. La vida se les presenta como una inconsistente sucesión de momentos carentes de sentido. Hay una ansiedad frente a la muerte y a la nada. Ese vértigo mórbido, esa náusea en el sentido sartreano es solamente un punto de partida. Pero al contrario de Sartre que ve en la temporalidad de la existencia una dimensión fatal, e incapaz de superarla, se instala en esa gratuidad y acepta con horror el juego de ejercer una responsabilidad condicionada, el surrealismo entiende que esa terrible experiencia de la angustia y la desesperación no es un fin en sí mismo, sino el indispensable prolegómeno para el nacimiento de un hombre nuevo.

El existencialismo ha llevado al máximo esa lucidez exacerbada del hombre frente a lo ilusorio de la temporalidad. Su filosofía es la del hombre único que pretende ser responsable de su vida y de su muerte. La del hombre sin Dios cuya existencia precede a la esencia; la del ser que se construye a sí mismo sobre la base de una intransferible responsabilidad y de una completa libertad. Pero el precio de esa libertad responsable no es otro que la angustia. De pronto, al detener su activismo insensato, su carrera vana tras lo convencional y superfluo, el hombre experimenta el vacío, la impostura de la vida cotidiana y lo injustificable de ese accionar carente de sentido.

Apresado por el temor se esfuerza en olvidar, se propone respuestas y acude a los razonamientos, pero ese senti-miento obsesionante ya se ha instalado en él y comienza a crecer la contingencia.




        Lo esencial es la contingencia –dice Sartre-Roquentin–, quiero decir que por definición la existencia no es la necesidad. Existir es estar ahí simplemente: los existentes aparecen, se dejan encontrar pero jamás se los puede deducir... todo es gratuito, este jardín, esta ciudad, yo mismo. Cuando uno lo entiende el corazón se sobresalta y todo flota.2




Ante esa revelación el surrealismo lucha por descubrir las estructuras primitivas de la mente, se nutre de pensamiento mágico y de filosofías orientales e in­tuye que sin esa profunda agonía no podrá lograrse la muerte ritual y el renacimiento a una personalidad transformada.

Las primeras etapas de su ascesis consisten en enfrentar los mecanismos que tornan inauténtico y ficticio el devenir del hombre. Se ataca al arte, a la moral, a la sociedad. Se escarnece la mediocridad, se repudian las costumbres, los sistemas cristalizados, las complacencias fáciles y las estériles rutinas que aniquilan en el espíritu la imagen real del universo. Se abren brechas hacia la realidad, la liberación del hombre comienza con la destrucción de las normas y la desesperada búsqueda de autenticidad. “Las leyes, las morales, las estéticas, se hicieron para conseguir el respeto a las cosas frágiles; lo que es frágil debe ser destruido” exclama Aragon. La fascinante consigna rimbaudiana de “transformar la vida” dinamiza la acción. Se escupe sobre lo conveniente, lo útil y lo práctico. A la vida empobrecida y mediocre, gangrenada por repeticiones fatigosas, la conmueven los encantamientos, hechicerías y maravillas, destinadas a desvalorizar la imagen relativa del mundo que revelan los sentidos condicionados. “Lo maravilloso es siempre bello y sólo es bello lo maravilloso”, dice Breton mientras renueva sus pupilas con espectáculos insólitos y vilipendia al trabajo y a las estrechas cisternas del pensamiento lógico donde “los rayos espirituales se pudren como paja”.

Los surrealistas recorren el país ignorado, exaltan a los desposeídos, a los marginados, justifican a los parricidas y alaban a los asesinos y a los sacrílegos conscientes. Aragon es arrestado por robar objetos sagrados en las iglesias de Moisenay y Bombon. Se frecuentan los sórdidos burdeles en busca de la cruda naturalidad de las rameras y en un intento por conmover los cimientos del mundo se procura la cretinización misma.3 Repudian la injusticia social, la opresión de una parte de la humanidad por la otra, se cuidan de exaltar a ese “liberalismo” alienado que al plantear el problema de la libertad intrínseca del hombre, sin tener en cuenta su limitación psicológica y la mala organización de las estructuras sociales, hace consciente o inconscientemente el juego a los reaccionarios y a los falsificadores.4

La violencia se ejerce contra aquellos cuyo espíritu vive en la superficie de las cosas, contra los que transitan sin pasar por la náusea y consideran justificada su existencia con artificiales rutinas, con rangos arbitrarios, con prejuicios y suficiencias ilusorias. Son los fariseos, los cochinos sartreanos, los justificados, los justos de la raza de Abel que tienen “el cielo para sí y también los gendarmes”.5

“La verdadera vida está ausente” había dicho Rimbaud, y el surrealismo no puede resignarse a permanecer en la película exterior. Frente a las evidencias pretende despertar a los cochinos de sus “pequeños santuarios pintados”. ¡Qué farsa! dirá Sartre ante estos fariseos.




       Salen de las oficinas, después de la jornada de trabajo, miran las cosas y las plazoletas con aire satisfecho, piensan que es su ciudad, una hermosa ciudad burguesa... Cien veces por día tienen la prueba de que todo se hace mecánicamente, que el mundo obedece a leyes fijas e inmutables. Los cuerpos abandonados en el vacío caen todos a la misma velocidad, el jardín público se cierra todos los días, a las 16 en invierno, a las 18 en verano, el plomo se funde a 335 grados, el último tranvía sale del ayuntamiento a las 23 y 5.6




A esos inexistentes que se exilian de las cosas y avanzan penosamente envueltos en toda clase de compromisos, a esos indispensables que han huido del “terror de la historia” refugiándose en las escatologías, Sartre los incita a una toma existencial que los ubicará de pronto frente a la aceptación de lo absurdo y de la nada. Pero el existencialismo sartreano no irá más allá, sino que habrá de abandonarlos en una absoluta libertad incondicionada, donde no existe nada ni queda ninguna razón para existir. “Soy libre: solo y libre. Pero esta libertad se parece un poco a la muerte”.

Sin embargo, estos seres arrojados en el mundo, desesperados y confusos, son para Sartre capaces de discriminar y elegir, aclarando los objetos exteriores mediante el ejercicio de una libertad necesaria. Esta es la solución del existencialismo, solución totalmente exterior, derivada de una filosofía antropológica que niega o ignora la existencia de todo lo que no esté dentro del reino de la relatividad y la contingencia. En el vacío donde se debaten los seres sartreanos las puertas están definitivamente cerradas. Todo está fuera, fuera del mundo, fuera del pasado; el hombre no posee otra cosa que la libertad de su exilio. La tortura de vivir en el tiempo, en la historicidad, de permanecer aferrado al no-yo y a la individualidad ilusoria, le dictan a Sartre la angustiosa reflexión del hombre condenado a la “caída”.




       Extendió sus manos y las pasó lentamente sobre la piedra de la balaustrada; era rugosa; resquebrajada, una esponja petrificada­ todavía caliente bajo el sol de la siesta. Estaba allí, enorme, maciza, encerrando en sí el silencio aplastado; las tinieblas comprimidas­ que son el interior de las cosas. Estaba allí: una plenitud­. Hubiera querido adherirse a esa piedra, fundirse a ella, llenarse de su opacidad, de su reposo. Pero la piedra no podía prestarle ningún socorro, estaba fuera para siempre.7




Ahí, en esa dramática impotencia por trascender la condición humana, en ese naufragio en la tempora­lidad y en la historia, se agrava la angustia de la existencia separada.

El existencialismo acepta la condición humana tal como parece ser, se obliga a creer en la realidad ontológica de la historia y se arroja en un remolino de agitación y ocupaciones artificiales; el surrealismo vive en la historia, pero impugna su realidad. Frente a la vida inauténtica, lucha por trascender al hombre, por transformarlo en un ser nuevo, substancialmente distinto. Su toma de conciencia de lo absurdo no se pierde frente a la nada de la muerte, sino que percibe oscuramente que los juegos no han terminado, que aún todo puede salvarse. Tiene la sensación de que el mundo real escapa a la percepción ordinaria y que la imagen ilusoria aprisionada por la limitación sensorial y por el tiempo, le oculta las sendas milagrosas­ del Paraíso Perdido.

El existencialista se considera psicológicamente acabado y sumergido en la confusión de sus sentidos, y pretende hacerse, optando por una permanente actividad; se considera condenado a elegir sin guías ni valores, fundándose a sí mismo y fracasando de continuo tras un inútil compromiso que lo conduce a lo absurdo y a la nada; se empeña en ejercer su “libertad” para no ver “su obscena e inútil existencia”. En tanto, el surrealista alcanza la certeza de que es posible acceder a lo incondicionado y a la verdadera libertad. La angustia que provenía de descubrirse devorado por el tiempo y proyectado a una muerte segura, se transforma en la convicción de que este mundo perecedero e ilusorio es sólo un aspecto de la totalidad. Sobreviene entonces una segunda toma de conciencia.

Los surrealistas, continuadores de la actitud romántica, profesan una visión del mundo de clara procedencia oriental. Para ellos, como para el pensamiento de la India, el mundo físico aunque tangible y hasta cierto punto real, es un producto de la ilusión cósmica, de la Maya, construido por la temporalidad. La oposición sólo corresponde a la esfera de lo finito y lo conocido. Por eso aspiran a captar la superrealidad, accediendo a cierto punto del espíritu donde los opuestos dejan de ser percibidos contradictoriamente, “un punto fosforoso donde toda la realidad se recupera, pero cambiada, transformada”.8

Comprenden entonces que “yo es otro” y que la verdadera libertad no implica la elección, pues en el estado ordinario de conciencia, hablar de libertad es sólo una inútil evasión. La libertad tal como la entienden el historicismo y el existencialismo, es una libertad en estado de confusión, presa de condicionamientos múltiples, y a la postre es la negación de la libertad. Antes que elegir perderse en la Maya, desgarrados por la precariedad esencial, es necesario desembarazarse de los condicionamientos, aclarar el estado de confusión y transformarse psicológicamente mediante una verdadera revolución interior. “Tomar conciencia de que uno está condicionado no tiene sentido más que cuando el hombre se vuelve hacia lo incondicionado y busca la liberación”.9

Los existencialistas no superan la primera toma de conciencia, practican un nihilismo sin salida y se instalan en la historia y en la irrealidad de la existencia angustiados ante la muerte de su personalidad ilusoria. Los surrealistas también descubren en la temporalidad “la dimensión de la existencia” pero, como los pensadores orientales, no aceptan ese destino como definitivo, sino que intentan con técnicas propias anular o superar la condición humana. Siguiendo el pensamiento tradicional consideran que lo universal e infinito es el verdadero fin del hombre. El budismo, el vedanta, el yoga y el zen aportan su sabiduría milenaria­ a muchos de los rebeldes que se aprestan a crear un hombre nuevo.

La marcha hacia la libertad comienza renunciando al apego por este pequeño universo sensorial. La mente del no-yo, nuestra propia Maya, nos identifica con un mundo de efectos cuyas causas están en otro nivel de lo real y nos mantiene encadenados a la ilusión.

Se impone entonces, además de la acción agresiva, acentuar la búsqueda en el interior del hombre. El surrealismo se convierte en un centro de experiencias y practica un escepticismo constructivo, teñido de esperanza en la posible evolución del yo. Considera indispensable encontrar el acceso a un grado superior de comprensión y se coloca en el terreno de la psicología­ esotérica al convenir que el hombre puede transformarse y alcanzar un nuevo nivel de sí mismo. Si la destrucción de las repeticiones y las reacciones habituales había sido el comienzo de la ascesis, en adelante, habrá que vivir conscientemente y tornar receptivo el espíritu para posibilitar el nuevo nacimiento­. El hombre posee una meta interior y es preciso ir hacia ella, hacia el Hombre del Reino. Como Artaud, habrá que experimentar “esa especie de disminución constante del nivel normal de la realidad”; sentir que el universo posee nuevo significado, que el conocimiento sensorio del mundo exterior no es el único posible y que tras la realidad cotidiana exis­te un orden superior de realidad, una superrealidad que explica a este mundo imperfecto de opuestos y contradicciones.

Con un correcto punto de partida; habían llegado a las fronteras del Paraíso Perdido, pero para internarse más allá del conocimiento sensible en busca de una nueva calidad de la conciencia, era preciso un inteligente y dirigido trabajo interior, una profunda revolución mental. La ascesis surrealista se mostró insuficiente para llegar al fin de la aventura, sus técnicas no poseían el rigor requerido y las mágicas linternas que debían iluminar la superrealidad se revelaron imperfectas y gastadas. El surrealismo se mostraba impotente por superar la primera ruptura con lo racional y lo sensible.




       Para adelantar en la vía del verdadero misticismo, cristiano o no, les faltó fuerza, es decir una fe cualquiera, una continuidad de intención… Podría reprocharse a la mayoría de los surrealistas el haberse rezagado en transacciones, burlándose del arte sin atreverse a romper con él más que en palabras, sin conseguir librarse de sus recuerdos, de sus costumbres, de su mala conciencia de literatos.10




Sus pretendidas llaves maestras para acceder a los niveles intemporales de la psique son los sueños, las alucinaciones y la escritura automática. La poesía se convierte en un método psicoanalítico de la búsqueda y se torna perceptible la influencia de Freud. Para Breton, el automatismo es un primer intento, destinado a lograr la revisión general de los modos de conocimiento. Los sueños que se evaden de la herrumbrosa trama de la lógica, y no el pensamiento dis­cursivo, constituyen la vía por la que aspiran a aprehender­ la imagen real del universo. Al transcribirlos, los poetas surrealistas se proponen ampliar los límites de su conciencia, creando nuevas concepciones y liberando­ al pensamiento de las acostumbradas cate­gorías de percepción en el espacio y el tiempo. Actúan­ con la secreta esperanza de captar fragmentos del universo real y superar las antinomias de “la vigilia y el sueño, lo objetivo y lo subjetivo, la percepción y la representación, el pasado y el futuro, e inclusive la vida y la muerte”.

Es entonces cuando una ola de sueños se abate sobre los surrealistas.




Son siete u ocho que no viven más que para esos instantes de olvido, en los cuales, las luces apagadas, hablan inconscientemente como abogados en plena tierra. Robert Desnos se duerme a voluntad, en el café, en medio del ruido, de las voces, a plena luz, recibiendo empujones, no tiene más que cerrar los ojos y habla.




De acuerdo con Rimbaud anhelan hacer sentir y palpar sus invenciones. “Si lo que trae de allá abajo tiene forma, él da forma; si es informe, él da lo informe”. Ya en el primer manifiesto, este “dictado del espíritu” se define como un esfuerzo por expresar el funcionamiento real de la mente. Breton intenta atravesar los abismos que conducen al cosmos suprarreal, tendiendo “un hilo conductor entre los mundos demasiado disociados de la vigilia y el sueño, de la realidad exterior e interior”. Conciliar los niveles antagónicos del sueño y la vigilia, convertir a los sueños en acción, integrarlos en el mundo profano para que la nueva visión sea suprarreal y absoluta, es la más cara de las ambiciones surrealistas. Para Breton la vigilia­ y el sueño son “vasos comunicantes” capaces de producir un milagro fusionándose en una síntesis suprema. Por eso se encamina a la conquista de esa mística vivencia “casi cierto de no lograrla pero con la suficiente in-diferencia hacia su muerte como para especular un poco con el placer de tal posición”. Novalis, cuyos Fragmentos reelaboran y condensan bajo el brillo romántico las tesis de una tradición primordial, había escrito refiriéndose a la fusión futura de esos estados contradictorios: “Llegará un día en que el hombre no cesará de velar y dormir a la vez”.

Bajo el signo del surrealismo, los poetas se con-vierten de nuevo en “ladrones de fuego”, en inspira-dores y profetas, en legisladores de lo desconocido y en videntes. Sus guías y precursores se descubren concretamente en el primer manifiesto de 1924. “Leed a Raimundo Lulio, y Flamel, no leáis a Santo Tomás de Aquino; leed a Arnin, Rabble, Nerval, no leáis a Vigny y Lamartine; leed a Rimbaud, a Huysmans, a Jarry, no leáis a Claudel, Mistral ni Peguy”, piden los surrealistas mientras exaltan a Swift, a Sade, a Nerval, a Hugo, a Borel, a Bertrand, a Poe, a Baudelaire, a Mallarmé, a Lautréamont. Las listas son extensas y heterogéneas: en ellas alternan escritores, poetas, filósofos, santos, místicos ocultistas y revolucionarios. Todos ofrecen singulares coincidencias y todos en alguna medida, a pesar de poseer actitudes mentales y temperamentales diversas, participan de las supremas apetencias de la Philosophia perennis, ese reino de sabiduría espiritual que no choca con la religión ni la reemplaza porque en cierto sentido está fuera de la esfera religiosa. Ese reino inalcanzable por la reducción o la lógica, al que la religión sólo puede expresar por medio de analogías éticas y simbólicas; ese Máximo Factor Común, cuya metafísica reconoce un absoluto espiritual, inefable en términos de pensamiento discursivo,­ pero susceptible de ser directamente experimentado y advertido por el ser humano “en la parte más honda y más central de su alma”.

Aunque más adelante Breton recusa a sus mentores, especialmente a Rimbaud, Baudelaire y Poe (“escupamos al pasar sobre Edgar Poe”), pretextando que en trance de rebelión el surrealismo no necesita ante­pasados, no todos son arrojados por la borda; algunos permanecen en el santoral surrealista y dos en especial, Lautréamont y Sade nunca sufrirán mengua en su prestigio.

El primero es sin duda una figura única en la lite ratura. De vida breve y misteriosa (24 años oscuros) sus Chants de Maldoror muestra la eclosión de un espíritu satánico que blasfema y canta en un maravilloso lenguaje poblado de apocalípticas figuras y arrebatadoras imágenes.11 Los Cantos configuran un poema sacrílego y magnífico. El surrealismo lo exaltó por su estado de rechazo total y por la atmósfera tenebrosa y sangrienta de su obra que de acuerdo con la interpretación hermética de Arpad Mezei y Marcel Jean, representan las seis operaciones de la piedra filosofal, “la Gran Obra Satánica”. Sin embargo, y a pesar de Breton que explica su dualismo flagrante, situando la unidad ducassiana en un supremo sentido del humor, Lautreámont es para nosotros más equívoco que los descalificados Baudelaire y Rimbaud. Su feroz requisitoria, neutralizada en parte por el famoso Prefacio, no trasciende del abominado plano literario. Lautréamont es un eximio poeta. Su sensibilidad peculiar plasma una obra técnicamente surrealista, pero sólo aporta un maravilloso incendio, la primera toma de conciencia hacia la aventura mortal. Es un látigo tenebroso y perverso que restalla sobre el formulismo y la realidad burguesa de su tiempo. Más que surrealista, Isidoro Ducasse se nos presenta aprisionado por una náusea existencial. Tiene conciencia de lo absurdo y esa misma conciencia crea la rebelión, el paroxismo y la violencia. Su grito de protesta, que se apoya en sí mismo para sustraerse al vacío, no se encuentra “detrás del miedo” sino “delante de la amenaza”. Gaston Bachelard, que considera a los Cantos una verdadera fenomenología de la agresión, otorga a ese grito ducassiano, henchido de potencia primitiva, la claridad de un cogito sonoro y energético. Se equivocan quienes ven en los Cantos sólo una maldición teatral, dirá refutando implícitamente a Camus que, en L‘Homme revolté, los considera “trivialidades laboriosas”. Hay que ascender a lo humano para tener los gritos dominantes, expresa Bachelard. “Son un universo especial, un universo activo, un universo gritado. En ese universo la energía es una estética”.12

En cuanto a Sade, más allá de su perfil infernal y del clima aberrante y monstruoso que caracteriza a sus obras, ha sido interpretado en su dimensión verdadera por quienes desafiando prejuicios siguieron aquellas palabras de Swinburne: “Acercaos y oiréis palpitar en esta carroña cenagosa y sangrienta las arterias del alma universal”. Rehabilitado en Alemania por el doctor Duehren y en Francia por Apollinaire y Mauricio Heine, ha sido recientemente consagrado por los escritos de Paulhan, Klossowski, Bataille, Blanchot­ y Simone de Beauvoir. De ellos emerge la figura de Sade despojada de estúpidas leyendas. Su originalidad no estriba ni en sus vicios, ni en su filosofía ni en los crueles refinamientos sexuales que “han diluido su nombre en pesados vocablos”.

Cercado por la nobleza decadente que condena su libertad clandestina y su desordenado erotismo, Sade se rebela e intenta el rescate de su propia autenticidad. En esa empresa a contrapelo erige en elección moral su anómalo destino y elabora un sistema para reivindicar, mediante una suprema decisión individual, su existencia desgarrada por violentas impulsiones aberrantes. “Su grandeza –escribe Simone de Beauvoir– surge de su ten-tativa por captar desde su singularidad la esencia misma de la condición humana”.13

El universo de Sade es un cosmos cerrado, existencial y opresivo. Los objetos son formas impenetrables y hostiles que exasperan sus deseos de posesión y producen en su sensibilidad un frenesí de modificación y destrucción.

Racionalista y sensual, afiliado a las evidencias, las “resistencias” lo exacerban, y ese negado anhelo de fusión dirigido a lo concreto, lo abisma en la existencia separada. Impotente de toda trascendencia, el excluido exalta la supremacía del mal y acomete contra Dios buscando una verdad inmanente en el mundo de los sentidos. Por eso, sus héroes martirizan, asesinan y destruyen a los seres humanos, conduciendo a los objetos del deseo a la destrucción y a la muerte en una suprema apetencia de unidad.

No obstante la admiración que le dispensan, ni Lautreámont ni Sade representan cabalmente el sentido escatológico de la aventura surrealista. Ducasse es el inconsciente desbordado, Sade, la destrucción enumerada hasta el agotamiento en su lenguaje que, como expresa Bataille a propósito de los Ciento veinte días de Sodoma, es “el lenguaje de un universo lento, que degrada gota a gota, que tortura y que destruye la totalidad de los seres por él engendrados”. 14 Ante el vacío existencial afirman los límites sensuales y se entregan al desorden total de los sentidos sin pensar en ambiciones trascendentes ni en transformaciones esenciales. No pretenden un universo suprarreal, sino que trastornan el que les fuera impuesto, reflejándolo de manera irrisoria. Ambos concitan el fervor surrealista por su estado de insurrección permanente, por su culto de la provocación y por la inusitada violencia que utilizan para escarnecer las convenciones respetables de una sociedad intrínsecamente inauténtica.

Sin embargo, esa rebelión sensual y pesimista no supera el punto de partida. El surrealismo ha pretendido mucho más y la imparidad de su empresa se refleja con singular coherencia en Gérard de Nerval y Ar­thur Rimbaud. Ellos han vivido las supremas tensiones del espíritu y han prefigurado el esplendor y la frustración de la aventura metafísica, que llevada a sus últimos extremos no tenía, para los poetas en cuanto tales, otra alternativa que el suicidio o el silencio. Rimbaud, el precursor recusado por “no haber hecho imposibles ciertas interpretaciones deshonrosas de su pensamiento, al estilo Claudel”, será siempre la clave de esa aventura metafísica. Rimbaud, “el que sufre y se ha sublevado” desciende hasta el extremo de la angustia humana en una serie de rebeliones sucesivas­. La ascesis surrealista, con su violento rechazo de las normas y sus técnicas de acceso basadas en el automatismo y el ensueño, se torna menor ante el apocalíptico furor y el orgullo satánico “de aquel que será Dios”. De aquel que en medio del desarreglo y la anarquía de los sentidos, con el alma monstruosa­ y agotando en sí mismo todos los venenos, “ha visto” las cosas innumerables e inauditas y ha lanzado su desafío y su anatema antes de precipitarse a la rugosa realidad fulminado por el rayo del cielo. “No os enseño nada nuevo –escribe Fondane– al deciros que él fue el primer poeta surrealista; y tampoco he de sorprenderos al decir que fue el último. Esa “experiencia” empieza con él y acaba con él; después de él ya no es una experiencia poética, o si preferís, no es más que una experiencia poética, una experiencia teórica”.15 Como Nerval, el autor de Saison en Enfer fue un auténtico precursor y a su modo completó la experiencia, pero no fue el único ni el último como afirma Fondane. El surrealismo, además de los teóricos y los esteticistas que no lograron superar el plano discursivo, rescata también a un grupo de hombres desesperados que luchan contra las evidencias, hasta el límite de sus posibilidades. El precio de esa ascesis imperfecta fue la locura y el suicidio. Vaché a los veintrés años afirmó su voluntad de substraerse al gran vacío de la existencia. Rigaud a los veintinueve cedió al vértigo impaciente del suicidio. “Cierro herméticamente la ventana y abro la llave del gas; olvido encender el fósforo”, había escrito Crevel, el más buen mozo de los surrealistas, anticipándose con sentido premonitorio al momento en que él también aceptara esa solución “justa y definitiva”. Desesperado y doliente, Antonin Artaud seguía las huellas de Gerardo y se internaba en un cosmos de sombras. “Yo puedo decir verdaderamente que no estoy en el mundo y esto no es una mera actitud espiritual”, escribe en carta a Jacques Rivière. Para Artaud, el surrealismo fue una nueva especie de magia, un camino peligroso que puede conducir al conocimiento de lo universal e infinito. Su aventura espiritual anárquica y salvaje, sobrepasa los límites y lo abisma en el vacío de la locura. Pero hay otros que se acercan con más seguridad al estrecho sendero de la liberación. Gilbert-Le-comte y René Daumal, promotores del surrealismo disidente de Le Grand Jeu, recorren un itinerario alucinante. Por distintos caminos avanzan hacia el interior de sí mismos, hacia el íntimo océano abisal, que iluminado permitirá la visión angélica de la totalidad y los transformará en esencia, tornándolos hombres despiertos.

Según la doctrina metafísica (no en sentido de especulación ni de teoría de los principios últimos, sino del conocimiento de lo que está más allá de lo indi­vidual, finito y temporal) el fin verdadero del hombre es la comprensión de la Identidad del Yo trascendental, fundamento supraindividual de la conciencia en que existen todas sus experiencias, y lo infinito, es decir, comprensión de la identidad entre Atman y Brahma, para expresarlo con los términos indios. Como objeto de su propio conocimiento, el hombre es el ego, como sujeto cognoscente o Atman es idéntico con lo infinito o Brahma. La esencia de la comprensión consiste en vivenciar este descubrimiento. Conociendo su propia eternidad esencial el hombre es capaz de entregarse a la vida, ser libre sin restricciones ni temor, pues esa experiencia suprema, indescriptible pero absolutamente simple, en la que la conciencia se repliega a su origen, sería en suma una intuición trascendente de lo intemporal, una verdadera experiencia de inmortalidad que abriría ante el sujeto un universo nuevo, muy distinto del mundo creado por la visión sensomotriz.

Si Lecomte y Daumal cumplieron su anhelo no lo sabremos nunca. Lejos de la literatura comprometieron sus vidas en una empresa más que humana. Ambos murieron jóvenes, a la edad de treinta y seis años, uno destruido por la droga que le ayudó “a soportar el suplicio mental, que eligió con plena voluntad”; otro, discípulo de Gurdjieff, sobrellevó los dolores físicos, morales y espirituales de una iniciación destructora que prometía conducirlo al estado del hombre despierto, dueño de la visión indivisa. Sus últimos años son testigos de un combate espiritual que lo acerca a las fronteras de la muerte. A esa empresa luciferina, él mismo la denominó La Guerre Sainte, la lucha contra­ la ilusión, contra los “yo” sucesivos e inauténticos, contra la percepción condicionada y la falsedad del dualismo. Daumal, extenuado por una disciplina agobiadora, llega a las puertas del “Conocimiento” y tal vez accede a esa “soledad central”, a ese “vasto silencio acorazado de gritos de guerra” donde mora el Yo trascendental, acabado y extático.




Pueda yo un día instalarme en esa ciudadela – había escrito–. Sobre las murallas, que me desgarre hasta los huesos, para que el tumulto de los fantasmas ilusorios no penetre en la cámara real.16












1. Cf. Michel Carrouges, André Breton et les données fondamentales du surréalisme, París, 1950.



2. Jean-Paul. Sartre, La Náusea, Buenos Aires, 1947, p. 161.



3. Cf. Maurice Nadeau, Historia del Surrealismo, Buenos Aires, 1948, p.93.



4. Véase Tristán Tzara, Le Surréalisme et l’après guerre, París, 1947, nota 6.



5. Jean Anouilh, Medée, citado por René Marill Albères, Jean Paul Sartre, Buenos Aires, 1953, p. 52.

6. Jean-Paul Sartre, La Náusea, Buenos Aires, 1947, p. 191.

7. Jean-Paul Sartre, El Aplazamiento (Le Sursis), Buenos Aires, 1950.

8. Antonin Artaud, El pesa-nervios, Buenos Aires, 1959, p.20.

9. Véase Mircea Eliade, “Simbolismo religioso y valoración de la an-gustia”, en Mitos, sueños y misterios, Buenos Aires, 1961, p. 57. y ss.

10. Marcel Raymond, De Baudelaire al surrealismo, México, 1960, p. 254.

11. Véase Conde de Lautréamont, Obras completas. Los Cantos de Moldoror, poesías, cartas, versión castellana,­ introducción y notas de Aldo Pellegrini, Buenos Aires, 1964.

12. Gaston Bachelard, Lautréamont, París, 1956, capítulo 5, p.115.

13. Simone de Beauvior, El marqués de Sade, Buenos Aires, 1956. p.138.

14. Georges Bataille, La literatura y el mal, Madrid, 1959, p.93.

15. Benjamín Fondane, El poeta y el esquizofrénico. La conciencia vergonzosa del poeta (II), en Sur, N° 38, Buenos Aires, noviembre, 1937, p. 55.

16. Louis Pauwels, Gurdjieff, el hombre más extraño de este siglo, Buenos Aires, 1955, p. 492.








Capítulo X



La tentación luciferina de René Daumal





La rebelión literaria. Transformar el mundo o cambiar la vida. El universo mágico de Ouspensky. Guerra Santa contra la ilusión. Daumal y Pauwels parten con Gurjieff. Una vía que une la Tierra con el Cielo. Sobre el “filo de la navaja”.
Transformación y renacimiento. El “castillo del dragón en el fondo del mar. Las dos revoluciones






En ese vasto silencio acorazado de gritos de guerra, oculto del exterior por el huidizo espejismo del tiempo, el Eterno Vencedor­ oye la voz de otros silencios… Pero yo estoy separado de él por estos ejércitos de, fantasmas que debo aniquilar…




Rene Daumal, La Guerre Sainte







El hombre se niega a reconocer que puede y debe transformarse en algo en-teramente diferente. Sólo el desarrollo interior, el despertar de una nueva cua-lidad de la conciencia, le dará correcta comprensión de sí mismo y le permitirá organizar su vida sobre la tierra. El fu-turo pertenece no al hombre, sino al su-perhombre, que ha nacido ya y vive entre nosotros.



Ouspensky, Tertium Organum

















René Daumal es el poeta de la aventura trascendente,­ de la búsqueda enriquecedora, de la aspiración decisiva y prometeica. Su revolución psicológica señala uno de los caminos más arduos y erizados de peligros que pueda transitar el hombre, en busca de la transformación de su ser interior. Su vida breve (1908-1944), se halla signada por una preocupación fundamental: superar el mundo de la percepción condicionada,­ para acceder al nivel de conciencia impensable, a la fuente intemporal del ser, a ese Centro absoluto situado más allá del flujo del devenir y de la impermanencia de las cosas, que se oculta bajo el mito del Paraíso perdido.

Como Novalis, considera que la tarea suprema de la cultura consiste en apoderarse del “yo” trascendental. Para ello, el poeta deberá sustraerse a la experiencia sensomotriz mediante un heroico trabajo de despojo, tornar a la psique permeable y receptiva y avanzar unificando la aparente pluralidad del cosmos en una introversión incesante. Entonces, más allá del cautiverio sensible y de la frontera del dualismo, podrá realizar la conciencia unitaria y “despertar” al gran satori que la degradación tempo espacial no alcanza jamás a perturbar.

Su técnica de acceso consiste en elevar el potencial de las fuerzas contrarias. De la indagación sistemática a la desesperada reducción del pensamiento discursivo, Daumal, como el adepto zenista, rompe las ligaduras que condicionan a su psique y destruye los marcos del Yang y el Yin en una dura ascesis de imprevisibles consecuencias.

Desde muy joven camina tras las pistas de la vacuidad resplandeciente. La poesía, la mística y el ocultismo lo acercan a la certidumbre del “saber escondido” con el que ha soñado desde su adolescencia. La suya es una revolución permanente que sólo se extingue al contacto con la muerte prematura. Pero antes del fin, o del principio, ese “heroico conquistador de nuestras verdades funda-mentales y misteriosas”, ese audaz escalador de la mágica montaña que une a la Tierra con el Cielo, recorre todo un ciclo de revoluciones, desde la rebelión literaria hasta la revolución psicológica.

En la época de la primera posguerra, cuando los jóvenes se enfrentan al desconcierto y a la crisis, Daumal,­ sediento de renovaciones, siente la atracción irresistible del grupo iconoclasta, que de las cenizas de Dadá, acaba de forjar el movimiento surrealista. Por primera vez, desde el romanticismo germano, un movimiento literario acude a la poesía y al ensueño para trascender la condición humana y, buceando en los oscuros pasadizos del alma, lucha por abrir una puerta en el muro hacia el conocimiento supremo. Sin embargo, su adhesión al surrealismo es sólo relativa. Si bien se pliega a la rebelión literaria, comprende claramente sus limitaciones insalvables. Muy pronto se lo acusa de excesivo misticismo y entonces, con sus amigos Vailant, Lecomte y Réneville, funda en 1928 la revista Le Grand Jeu, y dedica sus mayores esfuerzos a profundizar los estudios orientales.


Cuando sobreviene la crisis surrealista, y la rebelión literaria se transfiere de la condición humana a la condición social, unos proclaman que la revolución debe primeramente liberar al hombre de las “trabas materiales­ exteriores”; otros, en cambio, otorgan capital prioridad a la liberación interior, tratando de conciliar el ideal de Marx y el de Rimbaud. Ante esta alterna­tiva los jóvenes de Le Grand Jeu radicalizan el pensamiento rimbaudiano y apelando a peligrosas psicotécnicas se lanzan a la búsqueda del conocimiento absoluto. Se trata de cambiar la vida, y a la zaga de los grandes místicos, piensan que la transformación del mundo sobrevendrá como consecuencia de la revolución interior. Cuando cada uno altere fundamentalmente dentro de sí las causas que engendran el conflicto y la miseria, se producirán gradualmente en el mundo externo los cambios masivos que reclama la sociedad progresista. Por eso abandonan la seducción de la mera reforma o del fácil repudio, para internarse por la senda difícil del conocimiento propio y la sistemática indagación del yo.

La weltanschauung romántica de clara procedencia oriental que impregna a la doctrina surrealista, se agudiza en Daumal. Como antes en Novalis, surge la voluntad de transfigurar la vida, hic et nunc, y acceder a lo real colocando al hombre por encima de los sentidos. Debemos ser más que hombres, había escrito Novalis mientras pugnaba por obtener “superiores estados de conciencia”, anticipándose al superhombre nietzscheano y a la mecánica de las mutaciones entrevista en las tesis hörbigerianas.


Esta ambición desmesurada, tenía, no obstante, límites ciertos. Transmutar la poesía en un conjuro mágico para cambiar la vida, había llevado a Rimbaud de la desesperación al silencio y transformar el mundo en plazos perentorios, requería una fuerza política capaz de realizar una revolución profunda en las estructuras­ socioeconómicas. Por eso, en el momento de la crisis, las salidas coherentes se ofrecen al margen de la literatura. El surrealismo disuelve sus componentes­ dificultosamente unidos por una dialéctica exaltada. Los impacientes marchan al marxismo, otros persisten en conciliar lo espiritual y lo social en una correlación superada. Los menos, Daumal entre ellos, comprometen su vida y esbozan la partida mortal bajo la vigilancia de Gurdjieff, en una de las sociedades iniciáticas más extraordinarias de nuestro tiempo.

La consigna fáustica, que había sido también la del naturalismo teosófico italiano con Ficino y Pico y en general de ciertos grupos del Renacimiento, cobra en el pensamiento de Daumal singular vigencia. “Por eso me entregué a la magia”, es también su consigna. Discípulo tardío de Agrippa, de Paracelso, de Van Helmont y Fludd, Daumal solicita a la magia las claves del conocimiento y se entrega a la férrea disciplina de un misterioso credo metafísico. Pero el ocultismo ya no es Martínez de Pasqually ni Swedenborg, ni Wronski; ahora, esas doctrinas nacidas de una intuición primordial del mundo, han sido elaboradas por excelentes racionalistas. El ocultismo filosófico descubre un universo yuxtapuesto al de la ciencia, en el que la causalidad es substituida por la analogía y donde sus leyes, prescindiendo del marco tempoespacial se expresan en términos de correspondencias simbólicas o de campos de sincronicidad, según la terminología junguiana.

Pedro Ouspensky (1878-1947), moviéndose dentro de esa particular cosmovisión, elabora mediante una “lógica afectiva” las proposiciones coherentes de lo maravilloso.1 Apoyándose en las geometrías no euclidianas de Gauss, Riemann y Lobachevski, en las experiencias místicas y en las intuiciones de otros exploradores del hiperespacio como Hinton y Bucke, considera que para acceder al nivel de conciencia objetiva, lo esencial consiste en alterar el sentido ordinario del tiempo; ese tiempo que pasa inexorable, el Fugit Irreparabile Tempus virgiliano. El filósofo ruso enfrenta el problema otorgando al tiempo el carácter de dimensión superior del espacio. El tiempo sería entonces otra dirección igualmente real a las tres que captan nuestros sentidos, condenados a percibir en el “ahora”. El mundo, las cosas y nosotros mismos, tendríamos una extensión en esa dimensión invisible y al experimentarla mediante el éxtasis profundo, sobrevendría una transformación radical en la conciencia. El salto de lo finito a lo infinito, de la parte al Todo, se produciría cuando el hombre que vive tocando esa dimensión en un punto (el ahora) y al que el pasado y el futuro le resultan inasibles, acierta a “ver” en esa cuarta dimensión. Podría entonces contemplar el Tiempo en sí, ver en otros lugares del tiempo, vivenciar ese estado donde se dan todas las posibilidades de aprehensión, donde existen todos los puntos del mundo.


Estos conceptos que recuerdan el regressus ad originem, provocado por magos y shamanes, se hallan condicionados para cualquier verificación objetiva, por la obtención de un nivel diferente de conciencia. Ouspensky propone al hombre la aventura no euclidiana de bosquejar una nueva gnoseología, frecuentando mentalmente el espacio multidimensional con el arma de una “lógica distinta”, el Tertium Organum. Para ello sería preciso desechar las leyes de identidad y contradicción, superar la dualidad del pensamiento ordinario, lograr la ampliación de la conciencia y remontar a tientas a partir del vacío y la oscuridad del éxtasis, la vía superhumana que conduce al mundo UNO de las causas. Daumal presta su adhesión racional y afectiva a estos fragmentos de una enseñanza desconocida, pero no se contenta con ello. Anhela una praxis, una psicotécnica segura que eliminando los opuestos y reduciendo las apariencias múltiples eleve su conciencia al nivel de coincidentia oppositorum, en el eje mismo del Ser.



Mientras Gilbert Lecomte arde en una ascesis anárquica y se obstina en alcanzar lo absoluto destruyéndose, haciéndose vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Mientras agota todas las formas de amor, de sufrimiento y de locura, como quería Rimbaud, y no desdeña frecuentar los “paraísos artificiales”, para llegar a ser el gran enfermo, el gran maldito, y el supremo sabio; Daumal elige en oposición a la vía “húmeda” de Lecomte, la vía “seca” del conocimiento progresivo que conduce a la aniquilación de todos los pensamientos, emociones y deseos, es decir, de todo lo que conforma una personalidad que es necesario destruir por inauténtica­ y superflua. Daumal conoce entonces a Georges Ivanovitch Gurdjieff, el enigmático mago caucasiano que, en su “Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre”, ofrece una psicotécnica esotérica que comienza con el análisis del “yo” y el dominio de las funciones neurovegetativas. Su enseñanza alterna los temas básicos de la Tradición Secreta con antiguas doctrinas del Asia Central y su aplicación dentro del marco de una disciplina agobiadora, tiende a la im­placable disolución del “yo” mediante ejercicios mentales y danzas presumiblemente derviches, que propician una singular atomización psicológica.


Daumal coincide con Gurdjieff en que los “yo” sucesivos que conforman nuestra personalidad convencional deben sacrificarse a fin de que aparezca lentamente, detrás de esas fugaces imposturas, el verdadero “yo”, radicalmente distinto. Es preciso luchar contra esas apariencias, pues en medio del combate espiritual se va creando la substancia del auténtico “yo”. Rimbaud lo intuyó así cuando decidió buscar su “yo” verdadero en otra parte que en las ordinarias manifestaciones de la personalidad. Yo es otro afirmó el autor de la Lettre du voyant y Keats, el apasionado visionario, escribió alguna vez ade-lantándose a Gurdjieff: “Llamad al mundo el valle donde se fabrican las almas y comprenderéis entonces su pro-fundo sentido”.


El creador de Le contreciel (1936) y La Grande Beuverie (1938) pretende explicar por la poesía el todo del hombre y comienza por abandonarse a la escritura automática en un esfuerzo por liberar el subconsciente,­ pero con la secreta finalidad de poner en evidencia esa corriente engañadora que forma “la trampa incoherente de nuestra vida común” y poder aniquilarla para ir descubriendo los perfiles reales del “yo” superconsciente.



“El poeta –escribe Daumal– nos hará asistir a la batalla que libra contra la ilusión, hablará de sí mismo, de sus tormentos, dejará hablar a sus pasiones, sus manías, sus sentidos, para combatirlos mejor, para vencerlos y encerrarlos en el sepulcro de una palabra medida”. Sin embargo, esa técnica que agotó el surrealismo, no es suficiente para calmar su ardiente necesidad de ser. El poeta debe callar hasta tanto no consume en sí mismo esa transformación necesaria que le permitirá nombrar a las cosas creándolas, convocándolas a la existencia real. Mientras no exista en él el poeta responsable, sólo le será permitido hablar para incitar a la destrucción de su identidad ilusoria.





Hablaré para convocarme a la Guerra Santa. Hablaré para denunciar a los traidores que he alimentado. Hablaré para que mis palabras produzcan vergüenza a mis acciones, hasta que llegue el día en que una paz acorazada de trueno reine en la cámara del Eterno Vencedor.




El artista subjetivo no crea, se halla sometido al caos de los pensamientos que lo gobiernan y realiza su obra de acuerdo con las imposiciones de los “yo” sucesivos. Vive en la hipnosis de sus pasiones, de sus gustos y de sus hábitos. Como dice Gurdjieff, la humanidad mecánica no puede tener sino un arte subjetivo. El arte objetivo, por el contrario, es esencialmente creador y requiere un artista consciente, despierto, que por lo menos haya logrado vislumbrar el nivel de conciencia objetiva.


En una colección de notas y ensayos de Daumal aparecida después de su muerte (Chaque fois que l‘aube paraît, N.R.F., París, 1953), el poeta comenta cinco proposiciones de Rolland de Réneville, que sintetizan el pensamiento íntimo de esos buscadores de absoluto que experimentan la radical insuficiencia de su existencia personal: a) La poesía es un instrumento de conocimiento; b) El verdadero conocimiento es experimental; c) El verdadero conocimiento es identidad del sujeto y el objeto; d) El verdadero conocimiento es el de lo absoluto; e) La producción de un poema es análoga a la génesis de un mundo.


Profundizar la aventura que señalan estas proposiciones significó para Daumal avanzar por una vía sobrehumana desde la cual “las comunicaciones con el mundo corren el riesgo de cortarse definitivamente”. Pauwels, que se internó acompañando a Daumal en las trampas mortales de la Enseñanza Gurdjieff, ha resumido en breves palabras el sentido de la “ambición luciferina”, que los guiaba por una vía dudosa a los confines del silencio y de la muerte.






       Eso, era, pues, lo que queríamos llegar a ser: poetas responsables, que han sobrepasado la inspiración en provecho del conocimiento, libres y no cantores, sino creadores. Queríamos ser Dios que habla. Queríamos pasar hacia aquel lado en que el Verbo se hace carne. Habíamos partido con Gurdjieff en busca­ del conocimiento, de la libertad y de la unión. Nuestra poe­sía no podía ser sino ese lenguaje superior que al expresar este conocimiento, esta libertad, esta unión recrea las cosas y todos los movimientos de la vida humana en su significado paradisíaco.






He ahí sintetizada la apasionante y trágica “tenta­ción luciferina”. Pero la vía de acceso elegida, el “cuarto­ camino” preconizado por Gurdjieff para obtener un nivel superior de conciencia y ser idéntico a lo absoluto,­ si bien se inspiraba en líneas generales en los principios de la mística oriental, especialmente búdica –que Daumal ya conocía–, poseía con respecto a otras técnicas de ascesis, matices propios de extremada dureza. Avanzar a “contrapelo” de la naturaleza, sacrificar las creencias más íntimas, hachar los sentimientos, no identificarse, no adherirse, desprenderse de los gustos, de los sufrimientos, de las pequeñas alegrías, abdicar la falsa personalidad. En suma, no existir hasta que “renacido” se pudiese volver a experimentar la vida en relación a lo real, al “yo” verdadero. Daumal acepta esta experiencia sobrehumana y se somete a ese trabajo pleno de rigidez y frialdad que preconiza la Enseñanza Gurdjieff, con un entusiasmo que, según Réneville, adoptó en el comienzo casi una forma de intolerancia. Formula duros juicios sobre las ascesis de Lecomte y profetiza su derrota. Pero, como expresa Pierre Minet, el entrañable amigo de ambos desde los tiempos de Le Grand Jeu, Daumal no es sólo uno de los hombres superiores que vivieron últimamente, sino el tránsfuga de una aventura mucho más enriquecedora, mucho más humana que aquella de la que el Mont Analogue es el relato inacabado.2


La enseñanza Gurdjieff ha sido enaltecida y execrada. Minet considera que se trataba de una búsqueda adecuada para devolver a la vida su profunda utilidad y otorgar una lucidez extremada, pero que desdeñaba su belleza y su calor, comenzando por negar que el hombre liberado a sí mismo fuese algo más que una máquina incoherente presa de las solicitaciones externas. Era “una sombra glacial volcada sobre la esperanza y el deseo, una tumba para todos aquellos que consideran que la vida es sinónimo de amor”.


El literato que aún pervive junto al metafísico experimental va narrando en su Mont Analogue (NRF, París, 1952)3 –completamente inspirado en la enseñanza de Gurdjieff, según afirma Pauwels– las alternativas de su aventura interior, encubriéndola con metáforas y símbolos.



El Monte Análogo es una vía que une la Tierra con el Cielo y su característica esencial consiste en su inaccesibilidad por los medios humanos ordinarios. Es la mítica imagen de un axis mundi que in illo tempore posibilitaba la comunicación con el cielo. Es la Montaña Cósmica, el Árbol situado en el centro del mundo, el Pilar central que sostiene los niveles cósmicos. Desde allí las relaciones con lo divino no ofrecían dificultades y el hombre primordial, en estado de beatitud, podía gozar de plena espontaneidad creadora. Sin embargo, una ruptura cósmica o falta ritual (la caída) los separó violentamente interrumpien­ do esa situación paradisíaca y arrastrando al hombre a su actual condición humana. Desde entonces, muy pocos elegidos obtienen mediante las prácticas del éxtasis, un estado mental que les permite –aunque por breve tiempo– reintegrarse a los comienzos y recuperar el Paraíso Perdido. Para ello deben actuar desde un “centro” donde lo sagrado se manifieste, un espacio consagrado ritual-mente, desde el que sea posible la ruptura de nivel que caracteriza el retorno al Gran Tiempo Mítico.


La ambición de Daumal es la de reintegrarse a esa situación primordial. Como los shamanes, intenta regresar hacia atrás, a la “plenitud inicial”, retrocediendo en el tiempo hasta la perfección de los comienzos. Su experiencia mística equivale a una muerte ritual y puede homologarse a la ascensión al cielo que practican los shamanes en el árbol ceremonial y a los siete pasos de Buda que lo llevan a la cima del mundo cósmico.

El Monte Análogo que Daumal nos presenta es la réplica de una imagen arcaica y constituye una variante del simbolismo de ascensión. Es el monte sagrado de las mitologías, el Monte Meru, de los hindúes; el Sumeru, de los pueblos uraloaltaicos; el Zinnalo de los budistas laosianos; la roca BatuRibn, de los semangs de Malaca. También puede homologarse al ziqqurat considerado por Eliade como una verdadera montaña cósmica. Sus siete pisos representaban los siete cielos planetarios y al subirlos el sacerdote llegaba a la cima del universo. Esta concepción sostiene asimismo el sentido secreto del templo de Barabudur, construido­ como una montaña artificial. “Ascender a él equivalía­ a un viaje extático al centro del mundo; al alcanzar la terraza superior, el peregrino realizaba una ruptura de nivel, trascendía el espacio profano y penetraba en una pura región”.4

Daumal utiliza esta imagen de elevación aplicada universalmente por todas las místicas cuando tratan de expresar la idea de trascendencia. La simbología reviste una particular riqueza y denuncia un arcaico comportamiento de la psique, cuyo significado se esclarece en los mitos y ritos de iniciación.

Eliade afirma que la equivalencia vida mística=retorno al Paraíso, es un “dato” humano universal de antigüedad incontestable. Unir la Tierra con el Cielo significa, entonces, abolir la condición humana profana, provocar una ruptura de nivel en la conciencia y recobrar la condición divina, accediendo a un nuevo modo de ser. Para expresarlo con otros símbolos comunes,­ este proceso de iniciación se homologa con el segundo nacimiento; el descenso al infierno (la muerte), y la ascensión al Cielo (la resurrección).

En la perspectiva del Tiempo Cósmico, la existencia es ilusoria e irreal. El hombre arcaico intuye un tiempo cíclico, en el cual, el mundo se crea, permanece y se destruye periódicamente. Visto de esa manera, nuestro mundo histórico es sólo un instante, una ilusión fugaz, y el hombre que reconoce esa precaria situación y busca liberarse de las apariencias, o bien se aleja del mundo y se refugia en las técnicas del éxtasis pugnando por entrar en contacto con la realidad absoluta, inaccesible a los demás medios de conocimiento; o bien permanece en la acción, pero renunciando al fruto de la misma, sin identificarse ni aferrarse a la irrealidad de las formas que nacen y se desvanecen en el tiempo.



El acto paradójico de la “salida del tiempo”, siempre se formula a través de simbolismos de trascendencia espacial o cosmológica. Subir al Cielo, constituye una empresa riesgosa, y acceder a “otro mundo”, es un paso difícil, que deberá intentarse por la “puerta estrecha”, como señala el Evangelio, o andando sobre “el filo de la navaja”, para emplear la imagen del Katha Upanishad.

Pero volvamos al poeta. Daumal ha experimentado las severas técnicas impuestas por Gurdjieff y se halla listo para la aventura que supone distanciarse de un mundo de ignorancia y de dolor que se desarrolla en el tiempo, y dar el paso decisivo de la “muerte a la vida”, del “sueño a la vigilia” de “lo irreal a lo real”. Como dice Jung, refiriéndose al Zaratustra de Nietzsche,­ “Un hombre nuevo, un hombre completamente transformado está por aparecer en escena; uno que ha roto el caparazón del hombre antiguo y que no sólo mira hacia un nuevo cielo y una nueva tierra sino que los ha creado”.5


El Monte Análogo existe en algún lugar del planeta y su pie debe estar siempre al alcance de los seres humanos tal como la naturaleza los ha hecho, pues “la puerta hacia lo invisible debe ser visible”. El poeta decide escalarlo y con un grupo de iniciados, parte a las antípodas bajo el mando del extraño Padre Sogol, especie de Gurdjieff-Ouspensky, que ha comprobado­ racionalmente la existencia del monte y al que Daumal señala como “nuestro mayor en las cosas de la montaña”. Finalmente los aventureros fuerzan la entrada de ese mundo oculto, al que la curvatura de su espacio protege de la curiosidad y la codicia, como una gota de mercurio es impenetrable para el dedo que intenta tocar su centro. La ascensión es difícil, pero Daumal, luego de alcanzar un refugio, retorna al anterior para “enseñar nuestros primeros conocimientos a otros buscadores”. A cada avance le sigue un retroceso, pues es ineludible preparar a los que habrán de ocupar el lugar que se abandona. De pronto, la muerte planea sobre el buscador y una frase del V capítulo queda definitivamente trunca. Las últimas palabras se tornan simbólicas. El gran silencio lo pene­tra mientras avanza decidido sobre “las tierras movedizas”, y acaso sea entonces cuando René Daumal completa su aventura y se instala en la cámara real, en ese vasto silencio amurallado de gritos de guerra, del que lo separaban los ilusorios fantasmas de la captación sensorial. Su lucha permanente, su Guerra Santa6 contra las apariencias y la multiplicidad, su ambición­ luciferina por trascender los opuestos y las limitaciones, por “despertar del sueño”, como pedía Gurdjieff, para liberarse del tiempo y conocer, hundiéndose en la corriente de la vida que impregna el cosmos enlazado por las analogías, hizo de Daumal uno de los más lúcidos integrantes de esa vanguardia de hombres, a los que Pauwels considera con razón, como los únicos verdaderamente “comprometidos” en la aventura del mundo actual.



El hombre debe transformarse, de lo contrario la revolución y el progreso serán la continuidad modificada de un estado de confusión y de caos. Debe comprender que la evolución interior es posible y que existe un significado más allá y por encima del significado corriente de la vida. “Aquel que comprende tiene alas”, afirma el Pañca Umsa Brahmana (IV, 1, 13). Tal como parece ser, el hombre es un producto inacabado, un ser incompleto que se halla mental y emocionalmente dormido ante el sentido fundamental de la existencia.


Múltiples condicionamientos lo mantienen en un estado de letargo. La historia, la cultura, los factores socioeconómicos, son otras tantas “alienaciones” que se suman a sus instintos, sus complejos o sus glándulas de secreción interna. Sin embargo, tanto en Oriente como en Occidente, las místicas aportan psicotécnicas diversas destinadas a lograr la “liberación” (Moksha). El hombre que se aplique a la destrucción sistemática de las falsas identificaciones podrá repetir con el Buda, “esto no es yo” (na me so atta); es decir, podrá reintegrarse a la realidad intemporal (akaliko) y acceder a un nivel de conciencia transpersonal (shahaja) que le permita ver con ojos nuevos y actuar al margen de los engranajes, con perfecta espontaneidad creadora.


Hay una vida superficial que mira hacia afuera y se nutre de la apariencia de las cosas y hay otra vida interior generalmente vaga e imprecisa que presiente dentro de sí misma un nivel superior de realidad. Cuando predomina la visión extravertida, el hombre no es más que el fariseo capaz únicamente de un entendimiento literal. Un ser en estado de sopor, que elogia, que teme, que presume y que sólo actúa por la satisfacción del mérito o la alabanza. Cuando el hombre percibe claramente la relatividad del ego y acentúa su visión interna, es susceptible de crecer y evolucionar hasta obtener un renacimiento que lo transforme en un hombre diferente, despierto, dueño de un nuevo nivel de pensamiento, sentimiento y comprensión. Ese estado paradisíaco –al que los Evangelios denominan el Reino de los Cielos– no es un lugar exterior, es una posibilidad precisa de desarrollo íntimo, un estado real que se encuentra en el hombre mismo.

Como lo indican las más profundas enseñanzas relativas a la psicología, si bien el hombre se halla entre dos niveles de ser, entre la “tierra” y el “cielo”, puede acceder a su meta suprema por medio de un segundo nacimiento. “El que no naciere de nuevo, no podrá ver el Reino de Dios”, dice Cristo (Juan 3:3). La concepción central de estas doctrinas es la de que el hombre puede alcanzar ese nivel superior mediante una verdadera revolución mental. Un esfuerzo continuo, un cambio total de las reacciones habituales, de las propias tendencias,­ de los modos comunes de aprehensión, un moverse hacia adentro, hacia los signos más profundos y sutiles. Dejar de ser un hombre de los sentidos, un hombre literal, un hombre de la “tierra” y luchar contra el “fariseo”, que, incapaz de captar nada interiormente, sólo piensa en términos de logro y se complace en las apariencias y el aplauso, cerrando el acceso del Reino. Cuando Cristo fustigó a los fariseos que dormían bajo el poder de tos sentidos, se refería a aquellos hombres imbuidos en los asuntos del mundo que marchan enceguecidos por la posición, el poder y el dinero. Esos hombres realmente muertos son los ricos en espíritu, aquellos que ya poseen su consuelo, que no entrarán en el reino pues se consideran superiores y satisfechos con sus posesiones materiales y sociales. En cambio, los pobres en espíritu se hallan abiertos a una modificación substancial, a una remoción radical de las bases espirituales y morales, a una transmutación que puede conducirlos al despertar de una “surperconciencia”. Son los que se hallan vacíos, los descontentos, los desesperados, los que han dejado atrás la vanidad y el amor propio, los que ven lo falso como falso y lo verdadero como verdadero y logran asimismo percibir la verdad que puede esconderse en lo falso y la falsedad en aquello que se considera verdadero. De ellos será el “reino de los cielos”, el “palacio cerrado del rey”, según la expresión de Filaletes, o la “cámara real” de que hablara René Daumal. Ellos podrán penetrar en la “sala purpúrea de la ciudad de jade” o en el “castillo del dragón­ en el fondo del mar”, para expre-sarlo con las imá­genes que emplea el Hui Ming King para determinar ese “lugar germinal” que se oculta en el símbolo mandálico de la Flor de Oro.


Pero esa transformación que comienza con el conocimiento de sí, no es en el futuro ni depende del tiempo, ni tampoco se experimentará como final del ciclo terrestre de existencia. Lo que pertenece al tiempo no puede experimentar lo intemporal. La transformación no se producirá en un cierto momento que imaginamos adelante, en el futuro; por el contrario, lo real carente de tiempo está siempre al alcance del hombre. Como afirma Krishnamurti, la verdad sólo puede ser ahora, de instante en instante, y sólo el hombre desesperado puede hallarla, pues ese no necesita técnicas para ser revolucionario; sino que por sí mismo es la revolución, está en estado de revolución.


Cierto positivismo hablará de sueños utópicos y antihistóricos, de evasiones del tiempo y de fórmulas de “compensación”. Sin embargo, lejos de negar la realidad, los hombres que buscan el “estado de alerta”, la hiperlucidez, y luchan por el “despertar”, son los que marchan “en el sentido del porvenir y dan sólidamente la mano a los filósofos, a los físicos, a los matemáticos y a los biólogos que preparan el advenimiento de un mundo sin medida común, con el mundo de pesada transición en el que vivimos aún por una hora”.7

La transformación psicológica es la revolución esencial. El hombre que ansía esa transformación modifica de hecho la realidad que lo circunda y su insatisfacción radical supera el reformismo cortical y parcelado de los que postulan exclusivamente la revolución exterior. Ambas revoluciones son aquí y ahora y en determinados aspectos coinciden y se complementan. La lucha es contra los condicionamientos, el conformismo, los prejuicios, el subdesarrollo y la miseria.

En este mundo en transformación los poetas y los místicos se alinean junto a los sabios de vanguardia. La búsqueda de un nivel impersonal e intemporal de la conciencia es el común denominador que los une en una misma familia. Como afirma Oppenheimer, uno de los matemáticos físicos más importantes de nuestra época, el mundo que definen los sentidos es simplemente un mundo de apariencias. El mundo de la realidad se oculta bajo la superficie de las cosas y en ese mundo real, tanto el místico como el hombre de ciencia y el poeta se esfuerzan por penetrar mediante sus propias técnicas. El místico, por una toma de posición ontológica más allá de la limitación tempoespacial; el científico por las matemáticas y el razonamiento inductivo; el poeta, abandonándose a las imágenes que brotan de los abismos de su ser y estableciendo relaciones entre los objetos más alejados en el espacio y en el tiempo, a fin de recuperar por un instante esa visión unitaria del cosmos que escapa a la percepción ordinaria.

Rimbaud despertó al dios que vivía bajo su arcilla carnal y, sabiéndose del cielo, escrutó los cielos. Daumal abandonó la vida periférica y buscando evadirse­ de los límites del “yo” descubrió el mensaje secreto de los libros sagrados. Siguiendo el sabio consejo de Chuang-Tsé, usó su mente sólo como un espejo. No aferró nada, no rechazó nada. Recibió, pero no conservó. Desterrado en el tiempo, la rebelión metafísica lo impulsó –más allá de toda literatura– ­hacia ese peligroso y estrecho sendero interior que conduce a la agonía, a la muerte y a la resurrección. Su voz adquirió entonces el tono del “artista objetivo” capaz de convocar a los seres a la existencia absoluta y restituir al mundo su maravillosa apariencia.






He muerto porque no tengo deseos, no tengo deseos
porque creo poseer, creo poseer porque no trato de dar,
al tratar de dar me doy cuenta que nada poseo,
al comprobar que nada poseo, trato de darme yo mismo,
al tratar de darme yo mismo, comprendo que nada soy,
al ver que nada soy, deseo transformarme,
al desear transformarse, se vive.






1. Véase Pedro D. Ouspensky, Tertium Organum, México, 1950, especialmente, las pp. 245-259, y Un nuevo mode­lo del Universo, México, 1950, capítulos II y XXI.

2. Cf. Louis Pauwels, Gurdjieff, el hombre más extraño de este siglo (Monsieur Gurdjieff), Buenos Aires, 1955, p. 488 y ss.

3. René Daumal, El Monte Análogo, traducción de Alicia Renard, Mundonuevo, Buenos Aires, 1961.

4. Mircea Eliade, Imágenes y símbolos, Madrid, 1956, p. 46.

5. C.G. Jung, prólogo a Daisetz Teitaro Suzuki, Introducción al budismo zen, Buenos Aires, 1960.

6. La Guerre Sainte. Texto inédito de René Daumal, publicado en junio de 1946 por la revista Fontaine. De acuerdo­ con la opinión de Pauwels, que no pudo transcribirlo­ en su libro, debido a la prohibición de los “grupos” Gurdjieff, dicho texto constituyó el “Levántate y anda” de los intelectuales que frecuentaban la Enseñanza.


7. Louis Pauwels, ob. cit., p. 495.

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