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martes, mayo 31, 2016

El Valor De La Vida


El individuo que comenta ayer en El Nuevo Tiempo mi croniquilla anterior sobre la pena de muerte*, no comprendió bien el espíritu de esos párrafos. La idea cardinal que yo quise expresar era esta: el hombre que mata o que es capaz de matar, no posee el sentido profundo del valor de la vida que hay en los hombres normales; no se coloca ante ella en la actitud maravillada y solemne de los que ven la vida como el milagro supremo; no es sensible al grave misterio de la vida ni tiene la vaga conciencia de su trascendentalidad, que existe aun en las gentes más humildes y toscas. La actitud del asesino ante la vida es a menudo una actitud irónica o simplemente indiferente. El acto de matar, o la sola capacidad de matar, lo eleva en cierto modo sobre el universo, empequeñeciéndose para él la visión de las cosas; a sus ojos no tendrán importancia ni la vida de su enemigo ni la de la breve flor del jardín, ni la suya propia. Para ese hombre, la perspectiva del patíbulo no es en realidad una muralla insuperable, porque no posee ningún sentimiento claro y robusto de lo que puede perder en él.


Hoy, el asesino podría considerarse como un espíritu pagano, como un sobreviviente del mundo antiguo, en que no han dejado huella dos mil años de influencia cristiana. Porque el asesino suele colocarse en un plano moral idéntico al que estaban la mayoría de los hombres antes del advenimiento del cristianismo, cuando sólo existía, en algunas raras mentes, el concepto místico de la vida, que difundió después Jesús entre las muchedumbres. En efecto: el cristianismo introdujo al mundo el principio desconocido de la caridad, que es la valorización de la vida, aun en sus formas más ínfimas; dio importancia y convirtió en entidad sagrada e inviolable a todo lo que poseía un aliento vital por despreciable y leve que fuera: al leproso, al paralítico, al animal doméstico, a la planta misma. Para un romano la muerte no era un hecho trascendente, y los lacedemonios instituyeron el asesinato legal de los degenerados; no comprendían el valor humano de la vida en general, sino en relación con la utilidad particular de cada individuo; desde el punto de vista pagano, el asesinato de César, por ejemplo, no es un crimen porque se haya matado a un hombre, sino porque se haya matado a un hombre posiblemente útil. Pero para el cristianismo, el asesinato de César y el del último esclavo son un hecho de igual magnitud moral. Y por eso el cristianismo instituyó en crimen toda supresión de vida, por insignificante e inútil que fuera, en relación con la sociedad; porque a los ojos del cristianismo la vida por sí misma tiene un valor metafísico infinito.

Ahora bien: esta concepción mística de la vida se ha ido infiltrando en la conciencia del mundo y ha penetrado hasta las capas más oscuras e ignotas de las sociedades; ha dejado de ser una idea, para convertirse en un sentimiento vago e indeterminado, pero perceptible. Todos lo poseemos con mayor o menor intensidad, menos el asesino. Y se podría agregar también: menos el verdugo, que está colocado indudablemente en una misma línea moral que el asesino.

El asesino y el verdugo no son quizá dos seres inferiores: son probablemente dos seres distintos a nosotros. Pero aun cuando el hecho de ser distintos a nosotros nos diera el derecho a cortarles la cabeza, no lo deberíamos hacer, por lo menos hasta que se comprobara la utilidad real de ese acto. Entre tanto, podríamos dejar que cada vida cumpla su fin, llene su trayectoria ideal, por sinuosa y sombría que parezca. Toda vida es bella y maravillosa; y lo es también la del criminal, llena de emociones desconocidas y de estímulos invisibles.

Yo no tengo esperanza de que el mundo se haga más bueno. Y creo que, en realidad, no hay necesidad de ello; quizá el mundo, siendo más bueno, sería más incompleto. Un crimen, como una flor, o como una estrella, es un producto de la vitalidad del universo. Me conmueven los pálidos estudiantes y los calvos profesores que esterilizan su corta existencia sobre los libros, buscando la forma de torcer las leyes inmutables de la naturaleza en un sentido artificial que ellos se figuran bueno. El mundo es demasiado vasto y complejo y está cruzado de infinitos hilos imperceptibles, para que todo eso lo pueda controlar la mano pequeña y perezosa de un legislador. El crimen es una rosa roja que no se logrará extirpar a balazos, porque la tierra está preñada de gérmenes inescrutables que la harán florecer siempre.

Pero no hay que indignarse por eso. Todo lo que sucede viene a enriquecer la realidad y a completar el universo, y la única actitud sabia es la del que puede asistir a la vida como a un espectáculo prodigioso; la del humorista que se coloca un poco por sobre las cosas y las contempla con atenta seriedad, y ante todo con piadosa benevolencia. Hay que tener piedad para el pobre asesino que no sabe por qué mata, y para el pobre hombre honrado que no sabe por qué no mata; para la humilde planta que el sol agosta y para los astros impotentes. 





Luis Tejada Cano


*Se refiere a la crónica “El patíbulo”, publicada por El Espectador de Bogotá el 18 junio de 1922, que aparece en la compilación de Hernando Mejía Arias, Gotas de tinta, 1977.

martes, mayo 10, 2016

El Trabajo



En todas las mitologías el trabajo es considerado como una maldición del cielo. El hombre, desde las edades remotas, ha simbolizado su ideal de vida en una quimérica palabra: Paraíso. Pero la primera condición que se requiere siempre para que ese Paraíso sea verdaderamente Paraíso, es que no haya necesidad de trabajar en él. Nadie se figura que en el Paraíso se pueda cargar piedra en zurrones, o llevar contabilidades, o manejar maquinarias. No. Los que están en el Paraíso han de ser, ante todo, unos seres ociosos que viven extendidos sobre la grama o sentados bajo los árboles, con las frutas al alcance de las manos y llenas de paz las almas. La humanidad ha concentrado en esa bella fábula todo su sueño de felicidad, felicidad que debe ser la única perdurable y completa puesto que está basada en la pereza, el instinto más firme, noble e indestructible en el hombre. Los tipos de perfección suma que la imaginación concibe —los dioses— son personalidades eminentemente perezosas que, o permanecen estáticas en sus tronos de nubes, o se divierten entregadas a juegos ociosos o a placeres sibaritas. Entonces la pereza es en cierto modo una virtud esencialmente divina; pero ¿qué son los dioses? Son, simplemente, hombres perfectos en su sentido ideal. Por eso, entre el tipo terrestre, el más puro, el más elevado, el que más se acerca a esa perfección, es el que tiene más arraigada y frecuente la virtud de la pereza. El vagabundo, el gitano, el mendigo voluntario y algunos aristócratas de pura sangre, constituyen dentro del mundo actual los últimos conservadores de la gran dignidad humana y de la tradición del ocio como cualidad suprema, que nos dejó la civilización antigua.

Yo sé que trabajar es necesario, según el orden de cosas que se ha creado y que se hace desgraciadamente cada vez más indestructible. Pero eso no quiere decir que trabajar no sea una mala costumbre, una de las peores costumbres que pueden adquirirse. Ante todo, trabajar no es bello ni digno, ni siquiera conveniente. Al mismo tiempo que hasta en una acepción mística significa humillación y relajamiento del orgullo viril, el trabajo constituye el gran elemento degenerador de las razas. De las fábricas, de las oficinas, de las minas, de los laboratorios, de los bufetes salen las legiones de neurasténicos, de miopes, de tuberculosos, de mancos, de locos, de raquíticos, de melancólicos, de histéricos, de tantas categorías de enfermos que llenan las ciudades modernas. Sin embargo, esta capacidad exterminadora no es realmente un argumento en contra del trabajo, como la muerte de los soldados no lo es en contra de la guerra. La diferencia esencial que hay entre el trabajo y la guerra, es que el trabajo es una actividad oscura y forzosa, algo en que hay que encorvarse y sufrir para alcanzar al fin objetos innobles y mezquinos: alimentarse, vestirse, acaparar oro. La guerra, en cambio, puede hacerse o no hacerse y esa libertad de elegir deja a salvo la dignidad humana. Además, la guerra es más bella y más viril mientras tenga menor razón de ser y menos objetivos persiga, porque así evidencia simplemente un capricho, un arrebato de la voluntad soberana del hombre.

Yo confío en que el porvenir que se anuncia traerá para los trabajadores una disminución gradual de trabajo y un aumento proporcionado de paz y de divina ociosidad. Hasta ahora se ha trabajado mucho en un afán insensato de acumular millones. Pero en una forma todavía vaga, está llegando a las gentes el convencimiento de que tener demasiados millones es una circunstancia no sólo inútil, sino evidentemente peligrosa. Hay que esperar en que al fin llegará al mundo una saludable cordura. Todos nos convenceremos de que lo más espiritual, lo más hermoso y noble será luchar apenas lo estrictamente necesario para llevar una existencia modesta y sobria. Entonces nos aficionaremos un poco al delicado placer de no hacer nada y nos convenceremos de que, en realidad, no se debe perder el tiempo trabajando tanto.




Luis Tejada Cano


miércoles, noviembre 18, 2015

La Canción De La Bala


La civilización va a desaparecer víctima de una pequeña máquina hija de la civilización: el revólver.

El revólver, catapulta de bolsillo, que lanza la bala leve, ágil y perforante. La bala es la polilla de la humanidad; como microbio tenaz roe y pudre las entrañas de los hombres y convierte en polvo la carne.

Gusanillo de hierro, devorador de cadáveres vivos, hermano de los gusanos de las tumbas; ejecutor de justicias, mensajero de rencores, caballero alado de la muerte. 

¿Qué pensará el buen obrero de ojos sencillos que habita probablemente en la casita blanca de arrabal y tiene tres niños retozones y una mujer alegre y sonrosada; qué pensará el buen obrero al forjar las balas en su taller? No sabrá, sin duda, que esa, tan esbelta y pulida, impulsada por la mano ilusa del ácrata, irá a taladrar la frente de un rey; ni que esa otra, vibrante y fría, desgarrará el seno trémulo de la mujer que engañó, ni que aquella otra servirá un día al conspirador monárquico para apagar la luz liberadora en el cerebro del reformador.

Y no sabrá tampoco el buen obrero que una y otra, las justas y las injustas, las que llevan un mensaje de odio o las que van a realizar una sublime idea, las que vengan al amante, las que suprimen al espía; las que hielan al pensador, las que atravesaron a Jaurés, sacrificado en aras de un restringido ideal  patriótico, las que intentaron matar a Clemenceau, guiadas por un amplio ideal humanitario, las que derribaron a Canalejas porque era un grande hombre, y las que derribaron a Dato porque no lo era, las que eliminan a la princesa inocente, y al sátrapa oprobioso, todas van a colaborar en la oscura obra de la transformación del mundo como los ciegos gusanos de las tumbas que preparan la materia para un nuevo florecimiento.

¡Una racha admirable y misteriosa de locura cruza la tierra; en Londres gélido y en Berlín burgués, la bala, alegre y musical, canta en los oídos la canción de la muerte fecunda! Estamos, amigos míos, en la era de la bala; descubrámonos ante nuestra señora la pistola, virgen de siete ojos y larga nariz, virgen vendada e iluminada, que trae en su seno la libertad de los pueblos, que está arrasando todas la tiranías, las aristocráticas y las democráticas, las de sangre y las de ambición; que está preparando el advenimiento del único reinado humano y justo: el del hombre simple, del buen hombre, del hombre.





Luis Tejada Cano


Las Armas


Quijano Mantilla ha hecho el elogio del revólver como buen santandereano. Un hombre antioqueño podría intentar el elogio del cuchillo. Yo no lo intentaré, sencillamente por­que soy un mal antioqueño; lo soy por muchas cosas: porque no llevo cuchillo, porque no gusto de la mazamorra, porque no soy Restrepo ni Vásquez por ningún lado, porque no pienso tener hijos jamás, porque no creo en el infierno. Sin embargo, no dejo de admirar un poco la excelencia de aquella arma terrible y reconozco perfectamente su estirpe caballeresca. El cuchillo desciende sin duda de la daga medieval, de la daga de mango preciosamente cincela­do que llevaban sobre el lado izquierdo con heroico donaire los caballeros del Renacimiento.

Por lo demás, los cuchillos deben ser indudablemente más bellos leídos o imaginados que sentidos. En La hermética de Rotschilde, una extraña mujer tira cuchillos al aire y los vuelve a recibir con diabólica precisión hasta que uno le cae de punta sobre los senos. Esta malabarista de la muerte, aureolada de lenguas pálidas de acero, produce cierta discreta emo­ción que puede disfrutar sin peligro cualquier hombre sensible. Para que la tragedia sea bella hay necesidad de que no sea verdad o de que sea una verdad lejana, pero ¿para qué sirven las armas? Las armas sirven, simplemente, para no matar a nadie y al que me argumente lo con­trario y haga la lista de los muertos a puñaladas y a balazos que se suceden con frecuencia, que está alarmando ya a los directores de las cárceles, le diré que se equivoca, porque una locomotora mata tanto o más aun cuando se hizo precisamente para otras cosas.

En cierto modo, los muertos a puñaladas y a balazos son obra de la casualidad. Cuando un revólver o una locomotora matan a alguien, hacen una función accidental perfectamente opuesta o al menos distinta del destino para que fueron creados. La locomotora se inventó para conducir pasajeros; el revólver se inventó para quitar el miedo y esa es su función per­manente. En realidad, el revólver es en psicología una especie de contrapeso del “coco” y del “brujo”; cuando estamos grandes, el revólver nos ayuda a vencer el miedo que el “coco” y el “brujo” crearon en nuestras almas de niños.

El miedo es una afección puramente subjetiva. Está dentro de nosotros como un de­moncejo cosquilleante, como un niño mimado que teme a las sombras y a la soledad. Por eso necesitamos algo que lo adormezca y hay muchas formas de hacerlo: silbando, cantando, viviendo borrachos (entre más borrachos, mejor), llevando alguien que nos acompañe y nos hable o, más eficaz que todo, cargando un arma protectora.

Las armas, y aun ciertas cosas que no lo sean y que apenas se les parezcan, poseen esa misteriosa cualidad de proteger. Una escopeta descargada o sin gatillo, o simplemente una cubierta de revólver, o un cuchillo de palo, producen ya un efecto inefable de seguridad. Basta con que tengan cierta conformación siniestra, cierto aspecto externo de cosa agresiva y mor­tífera, para que nos sintamos tranquilos y seamos capaces de adelantar por los caminos llenos de probables bandoleros. 

El hombre verdaderamente valeroso, sereno, lúcido, no lleva arma jamás. No teme a lo desconocido y para él, el quién sabe es una interrogación sin sentido, porque ha logrado despejar su alma de prejuicios infantiles. Los débiles y los tímidos necesitan un complemento psicológico para ser espiritualmente fuertes: es el revólver.





El Espectador, “Gotas de tinta”, Medellín, 14 de agosto de 1920.



Luis Tejada Cano