Al amanecer crece el río, retumban en el alba los enormes troncos que vienen del páramo.
Sobre el lomo de las pardas aguas bajan naranjas maduras, terneros con la boca bestialmente abierta, techos pajizos, loros que chillan sacudidos bruscamente por los remolinos.
Me levanto y bajo hasta el puente. Recostado en la baranda de metal rojizo, miro pasar el desfile abigarrado. Espero un milagro que nunca viene.
Tras el agua de repente enriquecida con dones fecundísimos se va mi memoria.
Transito los lugares frecuentados por los adoradores del cedro balsámico, recorro perfumes, casas abandonadas, hoteles visitados en la infancia, sucias estaciones de ferrocarril, salas de espera.
Todo llega a la tierra caliente empujado por las aguas del río que sigue creciendo: la alegría de los carboneros, el humo de los alambiques, la canción de las tierras altas, la niebla que exorna los caminos, el vaho que despiden los bueyes, la plena, rosada y prometedora ubre de las vacas.
Voces angustiadas comentan el paso de cadáveres, monturas, animales con la angustia pegada en los ojos.
Los murciélagos que habitan la Cueva del Duende huyen lanzando agudos gritos y van a colgarse a las ramas de los guamos o a prenderse de los troncos de los cámbulos. Los espanta la presencia ineluctable y pasmosa del hediondo barro que inunda su morada. Sin dejar de gritar, solicitan la noche en actitud hierática.
El rumor del agua se apodera del corazón y lo tumba contra el viento. Torna la niñez...
¡Oh juventud pesada como un manto!
La espesa humareda de los años perdidos esconde un puñado de cenizas miserables.
La frescura del viento que anuncia la tarde, pasa velozmente por encima de nosotros y deja su huella opulenta en los árboles de la «cuchilla».
Llega la noche y el río sigue gimiendo al paso arrollador de su innúmera carga.
El olor a tierra maltratada se apodera de todos los rincones de la casa y las maderas crujen blandamente.
De cuando en cuando, un árbol gigantesco que viajara toda la noche, anuncia su paso al golpear sonoramente contra las piedras. Hace calor y las sábanas se pegan al cuerpo. Con el sueño a cuestas, tomo de nuevo el camino hacia lo inesperado en compañía de la creciente que remueve para mí los más escondidos frutos de la tierra.