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sábado, mayo 02, 2020

El arte no es una alegría solitaria...

Discurso de aceptación del Premio Nobel, 1957


Señor, Señora, Altezas Reales, Damas y Caballeros,



Al recibir la distinción con la cual su libre Academia ha querido honrarme, mi gratitud se profundiza cuando constato que esa recompensa sobrepasa de lejos mis méritos personales. Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea ser reconocido. Yo también lo deseo. Pero al conocer su decisión me fue imposible no contrastar este honor con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre casi joven, rico sólo en dudas, con una obra todavía en construcción, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el repliegue de la amistad, podría recibir, sin una especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, solo y reducido a sí mismo, en el centro de una cruda luz? ¿Con qué ánimo podría recibir este honor mientras en Europa otros escritores, de entre los más grandes, son reducidos al silencio y mientras su tierra natal conoce una desdicha incesante?


Sentí en mí ese desconcierto y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me fue necesario, en resumen, ponerme en regla con un destino demasiado generoso. Y como fue imposible hacerlo con el único apoyo de mis méritos, no hallé nada que viniera en mi ayuda sino es aquello que ha sido mi sostén a lo largo de la vida y en las circunstancias más opuestas: la concepción que tengo de mi arte y de la misión del escritor. Tan sólo permítanme que, en prueba de reconocimiento y amistad, les describa esta concepción de la forma más simple que pueda.


Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de todo. Al contrario, si algo necesito de él es que no me separe de nadie y que me permita vivir tal como soy, a la par de todos. A mi ver, el arte no es una alegría solitaria. El arte conmueve a un gran número de personas al ofrecer una imagen privilegiada de los dolores y de las alegrías comunes. Obliga así al artista a no aislarse; lo somete a la más humilde y a la más universal de las verdades. Y esos que muchas veces eligieron un destino de artistas porque se sentían diferentes, pronto se dan cuenta de que no podrán nutrir su arte ni su diferencia si no admiten su semejanza con todos. El artista se forja en este perpetuo ir y venir de sí mismo hacia los demás, equidistante entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso, los verdaderos artistas nada menosprecian; se obligan a comprender en lugar de juzgar. Y si tienen un partido a tomar en este mundo, sólo puede ser ese de una sociedad en la cual, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea éste trabajador o intelectual.


Así, el papel de escritor es inseparable de duros deberes. Por definición, no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. De otro modo, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no lo apartarán de la soledad, incluso (y especialmente) si él consiente en adoptar su marcha. Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones en el otro extremo del mundo, basta para sacar al escritor de su exilio cada vez que él logre, como mínimo, entre los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio y, transmitirlo, para hacerlo resonar con los recursos del arte.


Nadie es lo bastante grande para semejante vocación. Sin embargo, en todas las circunstancias de su vida, desconocido o provisionalmente célebre, arrojado a las cadenas de la tiranía o libre a ratos para expresarse, el escritor puede tener el presentimiento de una comunidad viva que lo justificará, con la sola condición de que acepte, tanto como pueda, las dos responsabilidades que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad, y el servicio a la libertad. Y puesto que su vocación consiste en reunir al mayor número posible de personas, él no puede acomodarse a la mentira ni a la servidumbre que, donde reinan, hacen proliferar las soledades. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio se arraigará siempre en dos compromisos difíciles de mantener: la negativa a mentir sobre lo que sabemos y la resistencia ante la opresión.


Durante más de veinte años de historia demencial perdido y sin ayuda, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones de este tiempo, sólo me sostuvo el sentimiento hondo de que escribir hoy era un honor, porque ese acto obligaba, y obligaba a algo más que a escribir. Me obligaba en particular, tal como yo era y según mis fuerzas, a llevar la desgracia y la esperanza que compartía con todos aquellos que vivían la misma historia. Esos hombres, nacidos al principio de la primera guerra mundial, que tenían veinte años en la época del establecimiento, al mismo tiempo, del poder hitleriano y de los primeros procesos revolucionarios, y que en seguida se vieron enfrentados, para completar su educación, a la guerra de España, a la segunda guerra mundial, al universo de los campos de concentración, a la Europa de la tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a elevar a sus hijos y a sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Yo supongo que nadie puede pedirles que sean optimistas. Incluso pienso que debemos comprender, sin abandonar la lucha contra ellos, el error de aquellos quienes, en una escalada de desesperación, reivindicaron el derecho al deshonor y se lanzaron a los nihilismos de la época. Sin embargo la mayoría de nosotros, en mi país y en Europa, rechazó ese nihilismo y se dio a la búsqueda de una legitimidad. Precisó forjarse un arte de vivir en tiempos de catástrofe, a fin de nacer una segunda vez y de luchar luego, con la cara al descubierto, contra el instinto de muerte que opera en nuestra historia.


Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo hará. Pero su deber es quizás mayor: consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida, en la cual se mezclan revoluciones caídas, técnicas enloquecidas, dioses muertos, e ideologías agotadas; en la cual poderes mediocres pueden hoy todo destruir pero ya no convencer; en la cual la inteligencia se rebajó a prestar servicio al odio y a la opresión; dicha generación tuvo que restituir, en sí misma y en torno a ella, y a partir únicamente de sus negaciones, algo de dignidad a la vida y a la muerte. Ante un mundo que amenaza desintegrarse, donde nuestros grandes inquisidores corren el riesgo de establecer para siempre los reinos de la muerte, ella sabe que debería, en una especie de contrareloj demencial, restaurar entre las naciones una paz que no sea esa de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la Alianza. No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero sí es cierto que en el mundo entero ya tiene hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir sin odio por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera que se halle y, sobre todo, allí donde se sacrifica. Es sobre ella, seguro de su profunda aprobación, que yo quisiera reposar el honor que acaban de hacerme.


Al mismo tiempo, después de exponer la nobleza del oficio de escribir, me gustaría situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros de lucha, vulnerable pero terco, injusto y enamorado de la justicia, construyendo su obra sin vergüenza ni orgullo a la vista de todos, sin cesar repartido entre el dolor y la belleza; dedicado en fin a extraer de su ser dual las creaciones que busca edificar, obstinadamente, en el movimiento destructor de la historia. ¿Quién, después de todo esto, podría esperar de él soluciones ya hechas, y una bella moral? La verdad es misteriosa, huidiza, por siempre a conquistar. La libertad es peligrosa, tan penosa como exaltante. Nos es necesario avanzar hacia esos dos objetivos de manera ardua, pero resuelta, seguros de antemano de nuestros desfallecimientos sobre tan larga ruta. ¿Qué escritor osaría, con la conciencia tranquila, oficiar como predicador de virtud? En cuanto a mí, debo decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás pude renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre de donde crecí. Y aunque esta nostalgia explica muchos de mis errores y de mis faltas, ella me ayudó, sin duda, a comprender mejor mi oficio y todavía ahora me ayuda a resistir, ciegamente, al lado de todos esos hombres silenciosos que no sobrellevan la vida que les fue dada, en este mundo, sino es por el recuerdo o el retorno de breves y libres alegrías. 


Así, de vuelta a eso que realmente soy, a mis límites, a mis deudas y también a mi difícil fe, me siento más libre al mostrarles, para finalizar, la magnitud y la generosidad de la distinción que acaban de concederme, más libre también para decirles que quisiera recibirla como homenaje rendido a quienes, participando en el mismo combate, no recibieron ningún privilegio sino que supieron, al contrario, de desgracias y de persecuciones. Sólo me queda agradecerles desde el fondo del corazón y formularles públicamente, como testimonio personal de gratitud, la misma y antigua promesa de fidelidad que cada verdadero artista, cada día, se hace a sí mismo, en silencio.












                          















Albert Camus

Traducción de Mauricio Alejandro Moreno


martes, abril 07, 2020

Art is not a solitary joy...



Albert Camus’ speech at the Nobel Banquet at the City Hall in Stockholm, December 10, 1957




In receiving the distinction with which your free Academy has so generously honoured me, my gratitude has been profound, particularly when I consider the extent to which this recompense has surpassed my personal merits. Every man, and for stronger reasons, every artist, wants to be recognized. So do I. But I have not been able to learn of your decision without comparing its repercussions to what I really am. A man almost young, rich only in his doubts and with his work still in progress, accustomed to living in the solitude of work or in the retreats of friendship: how would he not feel a kind of panic at hearing the decree that transports him all of a sudden, alone and reduced to himself, to the centre of a glaring light? And with what feelings could he accept this honour at a time when other writers in Europe, among them the very greatest, are condemned to silence, and even at a time when the country of his birth is going through unending misery?


I felt that shock and inner turmoil. In order to regain peace I have had, in short, to come to terms with a too generous fortune. And since I cannot live up to it by merely resting on my achievement, I have found nothing to support me but what has supported me through all my life, even in the most contrary circumstances: the idea that I have of my art and of the role of the writer. Let me only tell you, in a spirit of gratitude and friendship, as simply as I can, what this idea is.


For myself, I cannot live without my art. But I have never placed it above everything. If, on the other hand, I need it, it is because it cannot be separated from my fellow men, and it allows me to live, such as I am, on one level with them. Art is not a solitary joy, in my opinion. It is a means of stirring the greatest number of people by offering them a privileged picture of common joys and sufferings. It obliges the artist not to keep himself apart; it subjects him to the most humble and the most universal truth. And often he who has chosen the fate of the artist because he felt himself to be different soon realizes that he can maintain neither his art nor his difference unless he admits that he is like the others. The artist forges himself to the others, midway between the beauty he cannot do without and the community he cannot tear himself away from. That is why true artists scorn nothing: they are obliged to understand rather than to judge. And if they have to take sides in this world, they can perhaps side only with that society in which, according to Nietzsche’s great words, not the judge but the creator will rule, whether he be a worker or an intellectual.


By the same token, the writer’s role is not free from difficult duties. By definition he cannot put himself today in the service of those who make history; he is at the service of those who suffer it. Otherwise, he will be alone and deprived of his art. Not all the armies of tyranny with their millions of men will free him from his isolation, even and particularly if he falls into step with them. But the silence of an unknown prisoner, abandoned to humiliations at the other end of the world, is enough to draw the writer out of his exile, at least whenever, in the midst of the privileges of freedom, he manages not to forget that silence, and to transmit it in order to make it resound by means of his art.


None of us is great enough for such a task. But in all circumstances of life, in obscurity or temporary fame, cast in the irons of tyranny or for a time free to express himself, the writer can win the heart of a living community that will justify him, on the one condition that he will accept to the limit of his abilities the two tasks that constitute the greatness of his craft: the service of truth and the service of liberty. Because his task is to unite the greatest possible number of people, his art must not compromise with lies and servitude which, wherever they rule, breed solitude. Whatever our personal weaknesses may be, the nobility of our craft will always be rooted in two commitments, difficult to maintain: the refusal to lie about what one knows and the resistance to oppression.


For more than twenty years of an insane history, hopelessly lost like all the men of my generation in the convulsions of time, I have been supported by one thing: by the hidden feeling that to write today was an honour because this activity was a commitment – and a commitment not only to write. Specifically, in view of my powers and my state of being, it was a commitment to bear, together with all those who were living through the same history, the misery and the hope we shared. These men, who were born at the beginning of the First World War, who were twenty when Hitler came to power and the first revolutionary trials were beginning, who were then confronted as a completion of their education with the Spanish Civil War, the Second World War, the world of concentration camps, a Europe of torture and prisons – these men must today rear their sons and create their works in a world threatened by nuclear destruction. Nobody, I think, can ask them to be optimists. And I even think that we should understand – without ceasing to fight it – the error of those who in an excess of despair have asserted their right to dishonour and have rushed into the nihilism of the era. But the fact remains that most of us, in my country and in Europe, have refused this nihilism and have engaged upon a quest for legitimacy. They have had to forge for themselves an art of living in times of catastrophe in order to be born a second time and to fight openly against the instinct of death at work in our history.


Each generation doubtless feels called upon to reform the world. Mine knows that it will not reform it, but its task is perhaps even greater. It consists in preventing the world from destroying itself. Heir to a corrupt history, in which are mingled fallen revolutions, technology gone mad, dead gods, and worn-out ideologies, where mediocre powers can destroy all yet no longer know how to convince, where intelligence has debased itself to become the servant of hatred and oppression, this generation starting from its own negations has had to re-establish, both within and without, a little of that which constitutes the dignity of life and death. In a world threatened by disintegration, in which our grand inquisitors run the risk of establishing forever the kingdom of death, it knows that it should, in an insane race against the clock, restore among the nations a peace that is not servitude, reconcile anew labour and culture, and remake with all men the Ark of the Covenant. It is not certain that this generation will ever be able to accomplish this immense task, but already it is rising everywhere in the world to the double challenge of truth and liberty and, if necessary, knows how to die for it without hate. Wherever it is found, it deserves to be saluted and encouraged, particularly where it is sacrificing itself. In any event, certain of your complete approval, it is to this generation that I should like to pass on the honour that you have just given me.


At the same time, after having outlined the nobility of the writer’s craft, I should have put him in his proper place. He has no other claims but those which he shares with his comrades in arms: vulnerable but obstinate, unjust but impassioned for justice, doing his work without shame or pride in view of everybody, not ceasing to be divided between sorrow and beauty, and devoted finally to drawing from his double existence the creations that he obstinately tries to erect in the destructive movement of history. Who after all this can expect from him complete solutions and high morals? Truth is mysterious, elusive, always to be conquered. Liberty is dangerous, as hard to live with as it is elating. We must march toward these two goals, painfully but resolutely, certain in advance of our failings on so long a road. What writer would from now on in good conscience dare set himself up as a preacher of virtue? For myself, I must state once more that I am not of this kind. I have never been able to renounce the light, the pleasure of being, and the freedom in which I grew up. But although this nostalgia explains many of my errors and my faults, it has doubtless helped me toward a better understanding of my craft. It is helping me still to support unquestioningly all those silent men who sustain the life made for them in the world only through memory of the return of brief and free happiness.


Thus reduced to what I really am, to my limits and debts as well as to my difficult creed, I feel freer, in concluding, to comment upon the extent and the generosity of the honour you have just bestowed upon me, freer also to tell you that I would receive it as an homage rendered to all those who, sharing in the same fight, have not received any privilege, but have on the contrary known misery and persecution. It remains for me to thank you from the bottom of my heart and to make before you publicly, as a personal sign of my gratitude, the same and ancient promise of faithfulness which every true artist repeats to himself in silence every day.





















Albert Camus


L’art n’est pas à mes yeux une réjouissance solitaire...


Albert Camus - Discours de réception du prix Nobel, 1957







Sire, Madame, Altesses Royales, Mesdames, Messieurs,


En recevant la distinction dont votre libre Académie a bien voulu m’honorer, ma gratitude était d’autant plus profonde que je mesurais à quel point cette récompense dépassait mes mérites personnels. Tout homme et, à plus forte raison, tout artiste, désire être reconnu. Je le désire aussi. Mais il ne m’a pas été possible d’apprendre votre décision sans comparer son retentissement à ce que je suis réellement. Comment un homme presque jeune, riche de ses seuls doutes et d’une œuvre encore en chantier, habitué à vivre dans la solitude du travail ou dans les retraites de l’amitié, n’aurait-il pas appris avec une sorte de panique un arrêt qui le portait d’un coup, seul et réduit à lui-même, au centre d’une lumière crue ? De quel cœur aussi pouvait-il recevoir cet honneur à l’heure où, en Europe, d’autres écrivains, parmi les plus grands, sont réduits au silence, et dans le temps même où sa terre natale connaît un malheur incessant ?


J’ai connu ce désarroi et ce trouble intérieur. Pour retrouver la paix, il m’a fallu, en somme, me mettre en règle avec un sort trop généreux. Et, puisque je ne pouvais m’égaler à lui en m’appuyant sur mes seuls mérites, je n’ai rien trouvé d’autre pour m’aider que ce qui m’a soutenu tout au long de ma vie, et dans les circonstances les plus contraires : l’idée que je me fais de mon art et du rôle de l’écrivain. Permettez seulement que, dans un sentiment de reconnaissance et d’amitié, je vous dise, aussi simplement que je le pourrai, quelle est cette idée.


Je ne puis vivre personnellement sans mon art. Mais je n’ai jamais placé cet art au-dessus de tout. S’il m’est nécessaire au contraire, c’est qu’il ne se sépare de personne et me permet de vivre, tel que je suis, au niveau de tous. L’art n’est pas à mes yeux une réjouissance solitaire. Il est un moyen d’émouvoir le plus grand nombre d’hommes en leur offrant une image privilégiée des souffrances et des joies communes. Il oblige donc l’artiste à ne pas se séparer ; il le soumet à la vérité la plus humble et la plus universelle. Et celui qui, souvent, a choisi son destin d’artiste parce qu’il se sentait différent apprend bien vite qu’il ne nourrira son art, et sa différence, qu’en avouant sa ressemblance avec tous. L’artiste se forge dans cet aller retour perpétuel de lui aux autres, à mi-chemin de la beauté dont il ne peut se passer et de la communauté à laquelle il ne peut s’arracher. C’est pourquoi les vrais artistes ne méprisent rien ; ils s’obligent à comprendre au lieu de juger. Et s’ils ont un parti à prendre en ce monde ce ne peut être que celui d’une société où, selon le grand mot de Nietzsche, ne règnera plus le juge, mais le créateur, qu’il soit travailleur ou intellectuel.


Le rôle de l’écrivain, du même coup, ne se sépare pas de devoirs difficiles. Par définition, il ne peut se mettre aujourd’hui au service de ceux qui font l’histoire : il est au service de ceux qui la subissent. Ou sinon, le voici seul et privé de son art. Toutes les armées de la tyrannie avec leurs millions d’hommes ne l’enlèveront pas à la solitude, même et surtout s’il consent à prendre leur pas. Mais le silence d’un prisonnier inconnu, abandonné aux humiliations à l’autre bout du monde, suffit à retirer l’écrivain de l’exil chaque fois, du moins, qu’il parvient, au milieu des privilèges de la liberté, à ne pas oublier ce silence, et à le relayer pour le faire retentir par les moyens de l’art.


Aucun de nous n’est assez grand pour une pareille vocation. Mais dans toutes les circonstances de sa vie, obscur ou provisoirement célèbre, jeté dans les fers de la tyrannie ou libre pour un temps de s’exprimer, l’écrivain peut retrouver le sentiment d’une communauté vivante qui le justifiera, à la seule condition qu’il accepte, autant qu’il peut, les deux charges qui font la grandeur de son métier : le service de la vérité et celui de la liberté. Puisque sa vocation est de réunir le plus grand nombre d’hommes possible, elle ne peut s’accommoder du mensonge et de la servitude qui, là où ils règnent, font proliférer les solitudes. Quelles que soient nos infirmités personnelles, la noblesse de notre métier s’enracinera toujours dans deux engagements difficiles à maintenir : le refus de mentir sur ce que l’on sait et la résistance à l’oppression.


Pendant plus de vingt ans d’une histoire démentielle, perdu sans secours, comme tous les hommes de mon âge, dans les convulsions du temps, j’ai été soutenu ainsi par le sentiment obscur qu’écrire était aujourd’hui un honneur, parce que cet acte obligeait, et obligeait à ne pas écrire seulement. Il m’obligeait particulièrement à porter, tel que j’étais et selon mes forces, avec tous ceux qui vivaient la même histoire, le malheur et l’espérance que nous partagions. Ces hommes, nés au début de la première guerre mondiale, qui ont eu vingt ans au moment où s’installaient à la fois le pouvoir hitlérien et les premiers procès révolutionnaires, qui furent confrontés ensuite, pour parfaire leur éducation, à la guerre d’Espagne, à la deuxième guerre mondiale, à l’univers concentrationnaire, à l’Europe de la torture et des prisons, doivent aujourd’hui élever leurs fils et leurs œuvres dans un monde menacé de destruction nucléaire. Personne, je suppose, ne peut leur demander d’être optimistes. Et je suis même d’avis que nous devons comprendre, sans cesser de lutter contre eux, l’erreur de ceux qui, par une surenchère de désespoir, ont revendiqué le droit au déshonneur, et se sont rués dans les nihilismes de l’époque. Mais il reste que la plupart d’entre nous, dans mon pays et en Europe, ont refusé ce nihilisme et se sont mis à la recherche d’une légitimité. Il leur a fallu se forger un art de vivre par temps de catastrophe, pour naître une seconde fois, et lutter ensuite, à visage découvert, contre l’instinct de mort à l’œuvre dans notre histoire.


Chaque génération, sans doute, se croit vouée à refaire le monde. La mienne sait pourtant qu’elle ne le refera pas. Mais sa tâche est peut-être plus grande. Elle consiste à empêcher que le monde se défasse. Héritière d’une histoire corrompue où se mêlent les révolutions déchues, les techniques devenues folles, les dieux morts et les idéologies exténuées, où de médiocres pouvoirs peuvent aujourd’hui tout détruire mais ne savent plus convaincre, où l’intelligence s’est abaissée jusqu’à se faire la servante de la haine et de l’oppression, cette génération a dû, en elle-même et autour d’elle, restaurer, à partir de ses seules négations, un peu de ce qui fait la dignité de vivre et de mourir. Devant un monde menacé de désintégration, où nos grands inquisiteurs risquent d’établir pour toujours les royaumes de la mort, elle sait qu’elle devrait, dans une sorte de course folle contre la montre, restaurer entre les nations une paix qui ne soit pas celle de la servitude, réconcilier à nouveau travail et culture, et refaire avec tous les hommes une arche d’alliance. Il n’est pas sûr qu’elle puisse jamais accomplir cette tâche immense, mais il est sûr que partout dans le monde, elle tient déjà son double pari de vérité et de liberté, et, à l’occasion, sait mourir sans haine pour lui. C’est elle qui mérite d’être saluée et encouragée partout où elle se trouve, et surtout là où elle se sacrifie. C’est sur elle, en tout cas, que, certain de votre accord profond, je voudrais reporter l’honneur que vous venez de me faire.


Du même coup, après avoir dit la noblesse du métier d’écrire, j’aurais remis l’écrivain à sa vraie place, n’ayant d’autres titres que ceux qu’il partage avec ses compagnons de lutte, vulnérable mais entêté, injuste et passionné de justice, construisant son œuvre sans honte ni orgueil à la vue de tous, sans cesse partagé entre la douleur et la beauté, et voué enfin à tirer de son être double les créations qu’il essaie obstinément d’édifier dans le mouvement destructeur de l’histoire. Qui, après cela, pourrait attendre de lui des solutions toutes faites et de belles morales ? La vérité est mystérieuse, fuyante, toujours à conquérir. La liberté est dangereuse, dure à vivre autant qu’exaltante. Nous devons marcher vers ces deux buts, péniblement, mais résolument, certains d’avance de nos défaillances sur un si long chemin. Quel écrivain, dès lors oserait, dans la bonne conscience, se faire prêcheur de vertu ? Quant à moi, il me faut dire une fois de plus que je ne suis rien de tout cela. Je n’ai jamais pu renoncer à la lumière, au bonheur d’être, à la vie libre où j’ai grandi. Mais bien que cette nostalgie explique beaucoup de mes erreurs et de mes fautes, elle m’a aidé sans doute à mieux comprendre mon métier, elle m’aide encore à me tenir, aveuglément, auprès de tous ces hommes silencieux qui ne supportent, dans le monde, la vie qui leur est faite que par le souvenir ou le retour de brefs et libres bonheurs.


Ramené ainsi à ce que je suis réellement, à mes limites, à mes dettes, comme à ma foi difficile, je me sens plus libre de vous montrer pour finir, l’étendue et la générosité de la distinction que vous venez de m’accorder, plus libre de vous dire aussi que je voudrais la recevoir comme un hommage rendu à tous ceux qui, partageant le même combat, n’en ont reçu aucun privilège, mais ont connu au contraire malheur et persécution. Il me restera alors à vous en remercier, du fond du cœur, et à vous faire publiquement, en témoignage personnel de gratitude, la même et ancienne promesse de fidélité que chaque artiste vrai, chaque jour, se fait à lui-même, dans le silence.





















Albert Camus