Ellos ni se toman la molestia de despedirse porque tienen la excusa de su imprevista partida. Nosotros, en cambio, no terminamos de despedirnos. Nos adentramos en callejones de ensueño con la esperanza del reencuentro, acaso el reencuentro con nuestras manos vacías y el corazón roto o, en el mejor de los casos, agrietado.
El tiempo lo cura todo, insisten. Pero cada nueva pérdida es una piedra más que carga el corazón. He llegado a sentir la inutilidad del grito: ¿cómo gritar algo que no cabe en la boca? Que de nada sirve el llanto porque al final el dolor no se marcha con las lagrimas… sin embargo, lloro. Y cada pérdida lleva a la pregunta ¿dónde he de buscar lo que he perdido?
Y antes uno se da cuenta, desde lo que le dictan los sentidos, incluido tal vez el sentido común, que este es el lugar y que todo, todo, está por perderse.
Alguien, alguna vez, quiso traer consigo la flor que vio en un sueño de cielo. ¿Habrá querido llevarse otra de aquí?
Sólo contamos con este instante de conciencia.