En la estrecha cisterna que llamas “Pensamiento” los rayos
del espíritu se pudren como parvas de paja. Basta de juegos de palabras, de
artificios de sintaxis, de malabarismos formales; hay que encontrar –ahora- la
gran Ley del corazón, la Ley que no sea una ley, una prisión, sino una guía
para el espíritu perdido en su propio laberinto. Más allá de aquello que la
ciencia nunca podrá alcanzar, allí donde los rayos de la razón se quiebran
junto a las nubes, ese laberinto existe, núcleo en el que convergen todas las
fuerzas del ser, las últimas nervaduras del Espíritu. En ese dédalo de murallas
movedizas y siempre trasladadas, fuera de todas las formas conocidas de
pensamiento, nuestro espíritu se agita espiando sus más secretos y espontáneos
movimientos, esos que tienen un carácter de revelación, ese aire de venidos de
otras partes, de caídos del cielo.
Pero la raza de los profetas se ha extinguido. Europa se
cristaliza, se momifica lentamente dentro de las ataduras de sus fronteras, de
sus fábricas, de sus tribunales, de sus Universidades. El Espíritu “helado”
cruje entre las planchas minerales que lo oprimen. Y la culpa es de sus
sistemas enmohecidos, de su lógica de dos y dos son cuatro, la es de ustedes
–Rectores- atrapados en la red de los silogismos. Fabrican ingenieros,
magistrados, médicos a quienes escapan los verdaderos misterios del cuerpo, las
leyes cósmicas del ser; falsos sabios, ciegos en el más allá, filósofos que
pretenden reconstruir el Espíritu. El más pequeño acto de creación espontánea
constituye un mundo más complejo y más revelador que cualquier sistema
metafísico. Déjennos, pues, señores; tan solo son usurpadores. ¿Con qué derecho
pretenden canalizar la inteligencia y extender diplomas de Espíritu?
No saben nada del Espíritu, ignoran sus más ocultas y
esenciales ramificaciones, esas huellas fósiles tan próximas a nuestros propios
orígenes, esos rastros que a veces alcanzamos a localizar en los yacimientos
más oscuros de nuestro cerebro. En nombre de su propia lógica, les decimos: la vida
apesta, señores. Contemplen por un instante sus rostros, y consideren sus
productos. A través de las cribas de sus diplomas, pasa una juventud demacrada,
perdida. Son la plaga de un mundo señores, y buena suerte para ese mundo, pero
por lo menos que no se crean la cabeza de la humanidad.