1.- El poeta es el sabio verdadero
La actividad poética es propia y constitutiva del hombre. Se apoya en la facultad intuitiva, despierta en el niño y en el primitivo, sumergida bajo capas de racionalismo y empirismo en el hombre urbano moderno. Es experiencia, conocimiento y vía de autotransformación antes de ser expresión, canto o arte del lenguaje.
Culturalmente, desde luego, hallamos grandes diferencias entre el poeta moderno y el sacerdote tribal, el chamán, el payé, hombre de conocimiento, sabio de su comunidad, curador y adivino. Sin embargo, desde el punto de vista de la estructura antropológica y metafísica de su quehacer, podemos parangonarlos. Bien lo dijo Claudel hablando de otro poeta de Francia, Arthur Rimbaud: El poeta es el salvaje de la sociedad civilizada.
Una antigua tradición, vertebrante en la cultura occidental, afirma el valor iniciático de la poesía y en general de las artes, que los griegos agruparon en el ámbito sagrado de la mousiké. Simbolizada en la legendaria figura de Orfeo, la tradición órfica ha sido -más que una filosofía- el fruto de una religión mistérica ligada al cultivo de la tierra y la iniciación espiritual (Eliade, 1960; Álvarez de Miranda, 1961).
Bajo la forma de relatos, himnos y apotegmas, el orfismo transmitió una concepción sagrada del arte que fue asumida y reelaborada por poetas de distintas épocas, desde Píndaro y Virgilio hasta Jáuregui, Góngora, Cocteau, Rosamel del Valle o Molinari, sin mencionar a los integrantes de una vasta corriente musical, plástica y operística que acompañó ese devenir. Adoptada por los pitagóricos, difundida por platónicos y neoplatónicos, rubricada por la primitiva Iglesia cristiana, la filosofía órfica ha compartido su campo con los del arte y la religión, apoyada en una concepción teándrica, que sostiene el carácter incoativo del hombre. El ser del hombre es para esta corriente un estar siendo a través del aprendizaje y la autocomprensión guiados por el contacto psicofísico con la naturaleza y por el ejercicio del potencial intuitivo, racional y técnico.
Existe también otro aspecto más oculto de esta tradición filosófica y estética. La transmigración de las almas, común a distintas concepciones culturales, o el viaje del alma transmitido por Platón en el libro X de la República (Rohde: 1973, cap. I a VII) son nociones inherentes a esta corriente, expandida por los poetas. Es este un aspecto del poetizar que excede lo estético para avecinarse a lo que Dodds (1960) denomina cultura chamanística. El éxtasis y la homóiosis o salida del alma del cuerpo, experiencias descriptas y promovidas por los textos órficos y su descendencia (Lacarrière, 1989; Herrán, 1967) se hallan en el germen de la exaltación del poeta como ser divino, consigna que reformularon los poetas románticos.
En cuanto a la concepción del lenguaje mismo, tanto los primitivos como los clásicos y algunos modernos lo han considerado como don sobrenatural y elemento de poder. A título de ejemplo, entre las culturas autóctonas americanas destaco la cultura guaraní, con su concepción de la palabra-alma, recobrada entre nosotros por el poeta correntino Jorge Sánchez Aguilar.
Largamente hemos discutido las teorías del lenguaje poético apoyadas en el concepto de signo, sema, o las concepciones de la novedad expresiva como torsión intencional de una supuesta normativa lingüística (Jakobson).
No puede ignorarse que desde antiguo ha prosperado, no sólo en el discurso filosófico sino en algunos poetas, cierta vertiente que enfatizó la creación como producción de artefactos, y al creador como artífice. Algunos grupos de la "vanguardia artística", en los comienzos del siglo XX, llevaron a su máxima expresión esa idea, atribuyendo al poeta estados de hiperlucidez creadora, mientras el surrealismo, en cambio, pretendió hacer del poeta un medium, un intérprete del sueño y de la vida inconsciente. En unos y otros casos se mantuvo, con distintos matices, la imagen arquetípica del poeta-vates, ya en la condición de elegido por los dioses, oráculo, adivino, ya en la de artifex. En todos se fue imponiendo la noción clásica del poetizar como ritual del que se obtiene una compensación revelatoria.
Mencionaré también el encantamiento ejercido por la palabra poética, distante en alto grado del signo, convencional y arbitrario. Aún cuando la poesía moderna renuncia a menudo a los atributos sonoros del verso, ha mantenido cierta fidelidad al ritmo musical. Se ha continuado así una noción incantatoria del lenguaje poético que es afirmada desde el egipcio Libro de los Muertos hasta ciertas obras de estudiosos modernos de la poesía (Ghyka, 1938, 1949; L. S. Z. Galtier, 1965; Azcuy, 1966).
El norteamericano Ralph Waldo Emerson, lector del místico sueco Emanuel Swedenborg, pronunció esta frase, de dilatada proyección en escritores europeos y americanos: The poet is the true and only doctor, he knows and tells, he is the only teller of news, for he was present and privy to the appearance which he describes... que tradujo así el chileno Vicente Huidobro:
El poeta es el sabio verdadero; sólo él nos habla de cosas nuevas, pues sólo él presenció las manifestaciones íntimas de las cosas que describe. En 1914, el promotor del creacionismo poético, afirmó: El poeta es un pequeño dios. Había escuchado de un poeta indígena la siguiente frase: Poeta, no cantes a la lluvia. Debes hacer llover. En alguna medida, la osada vanguardia del siglo XX había cerrado el círculo de la cultura occidental, volviendo al origen.
2.- El arte, del rito a la expresión.
Son múltiples los testimonios antiguos y modernos sobre la soledad del creador, el recogimiento inherente al poetizar, e incluso cierto vaciamiento ideológico que acompaña a las experiencias profundas del poeta, sin negar los estados de iluminación provenientes del lenguaje mismo.
La fuerza formadora de las culturas primitivas, como la paideia clásica, hacen que el individuo se mueva dentro de pautas y ritos sociales que regulan la vida de la comunidad, entre los cuales tienen su lugar el canto, el relato épico, la danza, el teatro, en suma las diversas formas de representación y mimesis que la cultura occidental fue desgajando del tronco cultural común, confiriéndoles autonomía estética. Obedeciendo a un impulso de complejas consecuencias, la cultura moderna alentó el desarrollo del individuo, la construcción de la persona y la fragmentación de la cultura. Las artes, independizadas de las normativas sociales, se hipertrofiaron en su despliegue y significación, libradas a la libertad individual. Un nuevo imaginario simbólico reemplazó a los mitos tradicionales y la actividad solitaria del creador, sumido en el mundo histórico, debió rescatar heroicamente la significación de la vida.
Es dentro de este panorama actual, acentuadamente crítico, cuando los ideales científicos e históricos que sostuvieron la modernidad son impugnados, donde nos sorprende permanentemente la palabra del poeta. No comparto las valoraciones totalmente negativas acerca de la disolución de las artes en la modernidad.
Fue necesaria esa progresiva conmoción de la cultura para que el hombre llegara, por el sufrimiento, a su adultez. Por extraña paradoja, puede afirmarse que el poeta de nuestro tiempo ha alcanzado la plena conciencia de sí y del sentido de la poesía, y que la filosofía del último siglo -en el que germinaron vastos desastres e inconcebibles genocidios- reivindicó, como nunca antes, la actividad del poeta.
El discurso poético fue escuchado con atención por filósofos del siglo XX, tal el caso eminente de Martín Heidegger, cuya reflexión sobre la poesía surge de un diálogo con Safo, Píndaro y Esquilo, pero asimismo con Ángelus Silesius, Möricke, Hölderlin, René Char, Georg Trakl, Rilke y Paul Celan (Mujica, 1987). Recordemos a modo de ejemplo las célebres sentencias-guías, tomadas de la oda Pan y vino de Hölderlin, que dan base a su hermenéutica del acto poético:
Hacer poesía, esa tarea entre todas la más inocente...
Para este fin se dio al hombre el más peligroso de los bienes: la palabra, para que dé testimonio de lo que él es.
Ha experimentado el hombre muchas cosas, a muchas celestiales dio ya su nombre desde que somos palabra en diálogo y podemos oír los unos de los otros.
Pero lo permanente es fundación de los poetas.
Lleno está de méritos el hombre, mas no por ellos sino por la poesía hace de esta tierra su morada.
A través de estas sentencias se afirma al poetizar como tarea inocente y a la vez riesgosa, pues compromete la vida toda del poeta; se lo señala como un testimonio del hombre en su identidad profunda, como palabra-en-diálogo que comunica a los hombres con los seres divinos, y como fundación de lo real en la permanencia del espíritu.
Es la palabra -no cualquier palabra, a la que Heidegger denomina habladuría, sino el habla, la palabra poética- la que define lo humano sobre la tierra. El lenguaje se constituye en nexo insustituible del hombre con el Cosmos, y es también -agregará Heidegger- el ámbito en que el Ser se manifiesta. Para Heidegger la poesía genuina no es comentario de otros textos -es decir literatura, o paraliteratura, de acuerdo con ciertos conceptos posmodernos- sino póiesis, acto revelador que modifica a quien lo ejerce. De esta concepción partirá, sin duda, una consideración no meramente formal de la obra de arte.
Es que el poetizar no es sólo un asunto de lenguaje sino de actitud espiritual, de pensamiento -siempre que se dé a esta palabra un sentido pleno y no el de pura racionalidad. Vicente Huidobro afirmó: El poeta trae un pensamiento nuevo. Ciertamente tanto el ritmo del lenguaje poético como la imagen, la metáfora, los mal llamados recursos de la poesía sobrepasan la búsqueda del efectismo estético: responden a un pensamiento que arrastra las huellas de su origen.
El lenguaje del poeta, proclive a la imagen, se halla más próximo de ciertas lenguas ideográficas que del lenguaje científico o meramente comunicativo en su propia lengua. No es éste el lugar indicado para expandir la idea, ciertamente fecunda, que nos ha permitido vincular modos específicos del lenguaje poético con las expresiones de los indios pueblo de México (Benjamin Lee Whorf, 1971).
Una debida consideración del lenguaje poético, metafórico, nos conduce a recordar aquella distinción presente ya en Aristóteles, retomada por Philip Wheelwright, sobre la epífora y la diáfora. La epífora, con su visible arraigo en el universo natural, conduce al símbolo.
La diáfora se aleja de ello en un proceso de invención que engendra, por su propia dinámica, un peculiar atractivo estético (Wheelwright, 1979 ). Sin embargo, cabe asentar que los poetas, en todo tiempo, han reconocido su ligazón con el mundo real a través de la metáfora simbólica, aún en casos de visible trabajo diafórico, inventivo.
3.- El acto creador como ritual.
Los grandes maestros de la fenomenología de las religiones describen el ritual como suspensión de la temporalidad y la habitualidad del vivir, a través de un gesto que conecta al sujeto con una nueva dimensión, intemporal, significativa en alto grado. Ese gesto actúa tanto sobre el individuo como sobre la comunidad con un valor transformacional, que puede ser maléfico como asimismo regenerativo y salvífico. Es la orientación de la cultura la que impide socialmente el desborde destructivo (Eliade, 1961).
El poeta es aquel sujeto especial que en medio del ruido mundano busca un apartamiento frecuente o temporario para ejercer una actividad de características singulares. Practica, en efecto, un cierto extrañamiento con relación a la habitualidad del vivir y el conocer; dejando de lado las rutinas mentales. Los poetas y teóricos de la vanguardia europea o americana hablaron de la desautomatización del pensamiento. Traspasando la superficial incorporación sensorial del entorno, el poeta ejercita una mirada nueva. Su visión supera la inmediatez de lo vivido, su horizonte se amplía hacia la infinitud.
Pero la tarea del poeta no concluye aquí: en solitaria labor, confía ese caudal al lenguaje, cultiva el arte de la palabra. De trabajo tan singular surge una expresión en ciertos casos marcadamente musical y rítmica, en otros más próxima del lenguaje coloquial pero no enteramente coincidente con él. Se halla ese idioma marcado de alguna manera por ritmos interiores, pautas musicales, silencios. Su impulso expresivo excede los límites del lenguaje lógico-racional, en correspondencia con la intensidad de la mirada, los descubrimientos de la interioridad, el alcance de la experiencia misma.
Visualizando el acto del poeta moderno constatamos que, en efecto, el poeta practica su poema como ritual en la medida en que acentúa la soledad y extrañamiento de su visión, persiste en su ejercicio, produce la desautomatización del pensamiento, o entra plenamente en una nueva dimensión de lo real, accediendo a una transformación interior que le permite dar un sentido positivo a su quehacer (Azcuy, 1966, 1999). Como lo decía René Char, el poeta francés frecuentado por Heidegger, el poeta no sale indemne de su página.
El creador anticipa y asedia ese territorio desconocido que en ciertos momentos es capaz de asaltar y poseer. La apertura a los datos de la naturaleza, incluida su propia corporalidad, constituye el primer paso de un proceso cognitivo que pone en marcha la facultad simbolizante, dadora de sentido. Juntamente con ese descubrimiento se produce la experiencia de sí, el asombro de vivir la correlación profunda de los sentidos externos e interiores con los distintos aspectos de la creación cósmica, correlación que según lo ha expuesto Roberto Walton ha sido fundante y decisiva para la fenomenología de Husserl (Walton, 1988.)
Intentaremos separar dos momentos que no siempre se presentan como netamente discernibles en la experiencia: la instancia contemplativo-reflexiva, y la que atañe a la expresión.
El poeta practica un modo de contemplación propio de la disciplina ascética: es un irregular, decía Claudel, que pone en acto espontáneamente los pasos de un contemplativo, un yogui o un iniciado en antiguos misterios.
Contemplar lleva en sí la raíz de templum, y en efecto, designa el ingreso en una atmósfera irracional, que amplía el conocimiento y hace posible la apropiación de un nuevo nivel de realidad. Virginia Woolf habló de esos instantes de revelación, y los consideró momentos de acceso a la Realidad, con mayúscula. Esas epifanías crean en el poeta un estado o modo de ser particular que le permite sintetizar vivencias, recuerdos, sueños, fantasías, bajo el común denominador de un vivir intuitivo, emocional e imaginario, próximo a la mística aunque no ajeno a su continua interpretación racional. La actitud pasivo-activa, receptiva e interrogante, abre instancias de iluminación que producen intensos cambios en el sujeto, por el acceso a un nuevo nivel de comprensión de sí.
En todo ejemplo humano, la soledad es una categoría antropológica y ontológica fundamental que permite a la vida revelarse a sí misma. En la experiencia de la soledad la vida se autocomprende, y alcanza la autoafección conducente al descubrimiento del yo profundo, ese núcleo que Paul Ricoeur, siguiendo a Jean Nabert, denomina ipseidad (Ricoeur, 1990). Es innegable que este camino de auto-revelación tiene un máximo ejemplo en la actividad del poeta.
Poetizar es siempre, en última instancia, dar un lenguaje a la experiencia espiritual, que es experiencia de mundo, de sí mismo y del Ser. La mirada poética abre la realidad del mundo y promueve la emergencia del yo trascendental, señalado como meta por Federico von Hardenberg, conocido como Novalis: La tarea suprema de la cultura consiste en el apoderarse del yo trascendental, convirtiéndolo realmente en el yo de mi yo (Novalis, 1948, p.51).
El poeta, que vive los pasos de este proceso interior, se siente emocionalmente conmovido y transformado en su modo de conocimiento. La escuela órfico-pitagórica atribuía esta necesidad a la esencia musical del alma, que al acordar por la música con los ritmos cósmicos, tomaba conciencia de su origen divino. Fray Luis de León, al exaltar la relación de la música con la elevación del alma, dijo a su vez:
...y como está compuesta por números concordes,
torna a cobrar el tino
de su origen primera esclarecida...
(Oda a Salinas)
A ese acuerdo de la naturaleza interior con el cosmos, pautado por una conformación psicofísica, suma el poeta la necesidad de una mímesis creadora que lo lleva a expresarse por la música, la imagen, y la palabra, creando una manifestación verbal que se halla más próxima de las otras artes que del discurso racional, aunque no se divorcie totalmente de éste. Siente la necesidad de volcar sus estados interiores en ritmos e imágenes plasmadas por el lenguaje, creando un analogon del cosmos. Proyecta en el lenguaje verbal, -como otros artistas en las artes del tiempo y del espacio- las dimensiones de su singular experiencia de ser y conocer.
En tales instancias de reconocimiento intelectual de su propio quehacer, a menudo aparece en el poeta un redescubrimiento del mito. Le es propio y connatural instalarse en el pensamiento mítico, y confundirse o reconocerse en sus personajes, como lo hicieron con Orfeo los poetas Jean Cocteau y Rosamel del Valle, o con Narciso, Paul Valéry y José Lezama Lima.
Pudieron pasar del grado del poeta demens al nivel que el latino Horacio definió como propio del poeta sapiens. Empero, debemos reconocerlo, el poeta reclama y legitima ese paso por la oscuridad, el descenso dionisíaco, la demencia o el extravío, como necesario para alcanzar la sapiencia del reconocimiento mítico.
Por nuestra parte hemos comparado el proceso poético -sintetizado antes en forma ideal- con el método fenomenológico, que avanza sobre sucesivos pasos o reducciones hasta alcanzar la reducción trascendental, y también con los pasos de la vía mística, que recomienda despojamiento, silencio y ascetismo para alcanzar la iluminación y la unión con Dios. El poeta -a sabiendas o no de los alcances filosóficos de su trabajo- se convierte en un puro fenomenólogo (Bachelard, 1958); su experiencia, de características singulares, adquiere proximidad con la experiencia mística. En todos estos casos cuya disimilitud estamos lejos de desconocer, hay rasgos comunes de soledad, despojamiento y entrega contemplativa que abren camino a un conocimiento por participación en el ser.
Entre nosotros Leopoldo Marechal, siguiendo a antiguos maestros, remitió el acto poético a la mística (Marechal, 1965). Por su parte, Héctor A. Murena señaló el impulso revelatorio del arte, que va más allá de la forma y de lo mundano (Murena, 1973). La conciencia acerca de estos procesos de revelación, transformación y expresión halla su prueba en las poéticas, modernas enunciadas por poetas y filósofos: T. S. Elliot, Rainer María Rilke, Cavafis, José Ángel Valente, Octavio Paz, Juan Liscano, Lezama Lima, Héctor Delfor Mandrioni, Hugo Mujica.
La estructura del Dasein, nos dicen los fenomenólogos, es circular. Parte de la temporalidad y desde ella se abre a la comprensión del Ser, pues la pregunta por el Ser es constituyente de lo humano; pero, al mismo tiempo, el Dasein es la función reveladora del Ser (Cerezo Galán, 1983, pág. 35). Dentro de esa circularidad, el lenguaje se afirma como función inexcusable. En otros términos lo anticipaba el maestro Swedenborg: La palabra es el puente entre la tierra y el cielo.
4.- Un concepto salvífico del poetizar.
Existen suficientes elementos para afirmar la normalidad universal del acto poético como un acto constituyente de lo humano, a veces plenamente ejercido y reconocido por el autor, otras rodeado o anticipado por su intuición y sensibilidad. Tanto la intencionalidad como la trascendentalidad, categorías inherentes a la fenomenología, son puestas en marcha de manera espontánea por el poeta, que así hace posible, a través de una Sorge o cuidado particular, el advenimiento de la vida auténtica. En un planteo ideal, el poeta corrige el puro misticismo por un reconocimiento filosófico del esplendor del Ser, y completa el circuito óntico y gnoseológico por el acto expresivo, comunicativo, ejercido por y a través de la palabra.
Es preciso anotar que este proceso de paulatina iluminación y transformación vivido por el poeta, tiene asimismo consecuencias en el plano de la conformación de su identidad ética. El poeta moderno ha tenido clara conciencia de su posición histórica, y de su misión en el tiempo en que le ha tocado vivir. En función de ello ha ofrecido un mensaje a sus contemporáneos.
Durante los últimos siglos los poetas han plasmado una visión oscura de la sociedad y de los tiempos, en tanto accedían a una autoconfiguración trágica dentro de ese marco.
En la sociedad mercantilista, eficiente y tecnificada, el poeta se ve a sí mismo, cada vez más, como un marginal, un mendigo, un loco e incluso un mártir. Bastará recordar para certificarlo los nombres de Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Eliot, Rilke, Ezra Pound, Celan, Artaud, Kerouac, Ginsberg, Césaire. En la órbita hispánica prevaleció la actitud videncial como lo prueba la obra de los españoles Juan Larrea, León Felipe y Vicente Aleixandre, o el estoicismo espiritual, heroico y elegíaco de los poetas latinoamericanos: Darío, Martí, Asunción Silva, Lugones, Marasso, César Vallejo, Huidobro, Martín Adán, Remedios Varo, Lezama Lima, Neruda (pese a su opción aparentemente naturalista), Liscano, Gerbasi, Molinari, Ramponi, Murena, Sola González, Olga Orozco, Alejandra Pizarnik, Miguel Ángel Bustos, Jorge Zunino. Su trágica visión de la historia no les ha impedido adoptar una actitud visionaria, abierta a la posibilidad de una redención comunitaria aún en casos de frustración personal e incluso de suicidio.
En poetas argentinos actuales vemos afirmarse la certidumbre metafísica unida a un sentimiento trágico de la vida y una conciencia ética, salvífica, del poetizar. Dan ejemplo de ello las obras de Luis María Sobrón, Horacio Armani, Miguel Ángel Federik, Oscar Portela, Jorge Sánchez Aguilar, Alejandro Nicotra, Rodolfo Godino, Edna Pozzi, María Julia de Ruschi, en muy incompleta nómina, cuyos integrantes no siempre son los más conocidos en el panorama literario. Sin desmerecer la lírica intimista, social o filosófica, de amplio espectro, cultivada por muchos escritores, advertimos en los nombrados cierto acceso a un nuevo grado de conciencia alcanzado en la maduración interior y el ejercicio de la palabra. Tales poetas a los que llamaré metafísicos han hecho del ver un trasver, como dice Félix Schwartzmann al señalar un rasgo implícito en el arte contemporáneo. Saben que la poesía es hoy una de las ineludibles reservas de la cultura, y sin dejarse arrastrar por la atmósfera corrosiva de los tiempos, asumen la poesía con un sentido misional en el agónico atardecer de Occidente, alcanzando en algunos casos a anunciar la construcción del Nuevo Mundo desde la conflictiva realidad americana. (*)
(*) Fuente: Graciela Maturo, "El poema como ritual y vía de acceso a lo sagrado", texto presentado en el Coloquio Intenacional "El ritual: tópicos de la antropología y la fenomenología de la religión", UBA, 18-20 de noviembre de 2002.
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