domingo, septiembre 12, 2021

Pero el tiempo me había empobrecido...



Pero el tiempo me había empobrecido.


Mi único caudal eran los botines arrancados al miedo.


De tanto dormir con la muerte sentía mi eternidad. De noche deliraba en las rodillas de la belleza. Presa de tenaces anillos, a pesar de mi parsimonioso continente de animal invicto me guardaba de la transitoriedad ínsita a mis actos.


Magnificencia de la ignorancia. Brujos solemnes habían auscultado mi cuerpo sin poder arribar a un dictamen. Sólo yo conocía mi mal. Era -caso no infrecuente en los anales de los falsos desarrollos- la duda.


Yo nunca supe si fui escogido para trasladar revelaciones.


Nunca estuve seguro de mi cuerpo.


Nunca pude precisar si tenía una historia.


Yo ignoraba todo lo concerniente a mí y a mis ancestros.


Nunca creí que mis ojos, orejas, boca, nariz, piel, movimientos, gustos, dilecciones, aversiones me pertenecían enteramente.


Yo apenas sospechaba que había tierra, luz, agua, aire, que vivía y que estaba obligado a llevar mi cuerpo de un lado a otro, alimentándolo, limpiándolo, cuidándolo para que luciera presentable en el animado concierto de la honorabilidad ciudadana.


Mi mal era irrescatable.


Me sentía solo. Necesitaba a mi lado una mujer silenciosa, paciente y dúctil que me rodease con una voz.


Yo era un rey de infranqueable designio, de voluntad educada para la recepción del acatamiento, de pretensiones que hacían sonreír a los duendes.


Un rey niño.


Cuando advino, inopinadamente, una era de pobreza, perdí mi serenidad.


Mis pasiones absolutas -entre ellas el amor, que para mí era totalidad- fueron barridas.


En suma, yo era una pregunta condenada a no calzar el signo de interrogación. O un navío que se transformaba en fosforescente penacho de dragón. O una nube que se demudaba conforme al movimiento.


Habitaba un lugar indeciso.


Mi historia era un largo recuento de inauditas torpezas, de infértiles averiguaciones, de fabulosas fábricas.


Un dios cobarde usurpaba mis aras.


Él había degollado el amor frente a una reluciente laguna, en un bosque de caobos. Huía mugiendo sábanas ensangrentadas. Escapaba del recinto feliz. Las nubes eran símbolos zoológicos de mi destierro.


El amor me conducía con inocencia hacia la destrucción.


El odio, como a mis mayores, me fortalecía.


Pero yo era generoso y sabía reír.


Como no soportaba la claridad, dispuse entre anaranjados estertores de sol mi regreso hacia el final. Las aguas me condujeron como el sensitivo lleva la pesadilla. Volví insomne al lugar de la ficción.











The Clue, de Osnat Tzadok










Rafael Cadenas




No hay comentarios.: