viernes, junio 26, 2015

Ragnarök


En los sueños (escribe Coleridge) las imágenes figuran las impresiones que pensamos que causan; no sentimos horror porque nos oprime una esfinge, soñamos una esfinge para explicar el horror que sentimos. Si esto es así ¿cómo podría una mera crónica de sus formas transmitir el estupor, la exaltación, las alarmas, la amenaza y el júbilo que tejieron el sueño de esa noche? Ensayaré esa crónica, sin embargo; acaso el hecho de que una sola escena integró aquel sueño borre o mitigue la dificultad esencial.

El lugar era la Facultad de Filosofía y Letras; la hora, el atardecer. Todo (como suele ocurrir en los sueños) era un poco distinto; una ligera magnificación alteraba las cosas. Elegíamos autoridades; yo hablaba con Pedro Henríquez Ureña, que en la vigilia ha muerto hace muchos años. Bruscamente nos aturdió un clamor de manifestación o de murga. Alaridos humanos y animales llegaban desde el Bajo. Una voz gritó: ¡Ahí vienen! y después ¡Los Dioses! ¡Los Dioses! Cuatro a cinco sujetos salieron de la turba y ocuparon la tarima del Aula Magna. Todos aplaudimos, llorando; eran los Dioses que volvían al cabo de un destierro de siglos. Agrandados por la tarima, la cabeza echada hacia atrás y el pecho hacia adelante, recibieron con soberbia nuestro homenaje. Uno sostenía una rama, que se conformaba, sin duda, a la sencilla botánica de los sueños; otro, en amplio ademán, extendía una mano que era una garra; una de las caras de Jano miraba con recelo el encorvado pico de Thoth. Tal vez excitado por nuestros aplausos, uno, ya no sé cual, prorrumpió en un cloqueo victorioso, increíblemente agrio, con algo de gárgara y de silbido. Las cosas, desde aquel momento, cambiaron.

Todo empezó por la sospecha (tal vez exagerada) de que los Dioses no sabían hablar. Siglos de vida fugitiva y feral habían atrofiado en ellos lo humano; la luna del Islam y la cruz de Roma habían sido implacables con esos prófugos. Frentes muy bajas, dentaduras amarillas, bigotes ralos de mulato o de chino y belfos bestiales publicaban la degeneración de la estirpe olímpica. Sus prendas no correspondían a una pobreza decorosa y decente sino al lujo malevo de los garitos y de los lupanares del Bajo. En un ojal sangraba un clavel; en un saco ajustado se adivinaba el bulto de una daga: Bruscamente sentimos que jugaban su última carta, que eran taimados, ignorantes y crueles como viejos animales de presa y que, si nos dejábamos ganar por el miedo o la lástima, acabarían por destruirnos.

Sacamos los pesados revólveres (de pronto hubo revólveres en el sueño) y alegremente dimos muerte a los Dioses.



Jorge Luis Borges




Parábola Del Palacio


Aquel día, el Emperador Amarillo mostró su palacio al poeta. Fueron dejando atrás, en largo desfile, las primeras terrazas occidentales que, como gradas de un casi inabarcable anfiteatro, declinan hacia un paraíso o jardín cuyos espejos de metal y cuyos intrincados cercos de enebro prefiguraban ya el laberinto. Alegremente se perdieron en él, al principio como si condescendieran a un juego y después no sin inquietud, porque sus rectas avenidas adolecían de una curvatura muy suave pero continua y secretamente eran círculos. Hacia la medianoche, la observación de los planetas y el oportuno sacrificio de una tortuga les permitieron desligarse de esa región que parecía hechizada, pero no del sentimiento de estar perdido, que los acompañó hasta el fin. Antecámaras y patios y bibliotecas recorrieron después y una sala exagonal con una clepsidra, y una mañana divisaron desde una torre un hombre de piedra, que luego se les perdió para siempre. Muchos resplandecientes ríos atravesaron en canoas de sándalo, o un solo río muchas veces. Pasaba el séquito imperial y la gente se prosternaba, pero un día arribaron a una isla en que alguno no lo hizo, por no haber visto nunca al Hijo del Cielo, y el verdugo tuvo que decapitarlo. Negras cabelleras y negras danzas y complicadas mascaras de oro vieron con indiferencia sus ojos; lo real se confundía con lo soñado o, mejor dicho, lo real era una de las configuraciones del sueño. Parecía imposible que la tierra fuera otra cosa que jardines, aguas, arquitecturas y formas de esplendor. Cada cien pasos una torre cortaba el aire; para los ojos el color era idéntico, pero la primera de todas era amarilla y la última escarlata, tan delicadas eran las gradaciones y tan larga la serie.

Al pie de la penúltima torre fue que el poeta (que estaba como ajeno a los espectáculos que eran maravilla de todos) recitó la breve composición que hoy vinculamos indisolublemente a su nombre y que, según repiten los historiadores mas elegantes, le deparó la inmortalidad y la muerte. El texto se ha perdido; hay quien entiende que constaba de un verso; otros, de una sola palabra. Lo cierto, lo increíble, es que en el poema estaba entero y minucioso el palacio enorme, con cada ilustre porcelana y cada dibujo en cada porcelana y las penumbras y las luces de los crepúsculos y cada instante desdichado o feliz de las gloriosas dinastías de mortales, de dioses y de dragones que habitaron en él desde el interminable pasado. Todos callaron, pero el Emperador exclamó: ¡Me has arrebatado el palacio! y la espada de hierro del verdugo segó la vida del poeta.

Otros refieren de otro modo la historia. En el mundo no puede haber dos cosas iguales; bastó (nos dicen) que el poeta pronunciara el poema para que desapareciera el palacio, como abolido y fulminado por la última sílaba. Tales leyendas, claro está, no pasan de ser ficciones literarias. El poeta era esclavo del emperador y murió como tal; su composición cayó en el olvido porque merecía el olvido y sus descendientes buscan aún, y no encontrarán, la palabra del universo.





Jorge Luis Borges



Saber Perder


Acaso nada se pierda,
ni la vida, cuando en verdad
nada antes teníamos.
Ni el amor,
que nunca fue completamente nuestro:
espejismo salvaje,
una costumbre más,
un sueño menos.

Saber perder,
Saber pasar sobre las cosas
hacia el camino de la nada;
saber ganar
bajo tanta pérdida aparente.

Saber vencer
en el despojamiento de uno mismo.

Todo olvido,
todo fracaso,
como la única y última
victoria posible.



Ouroboros,  de zarathus1


Pedro Arturo Estrada


jueves, junio 25, 2015

Monólogo Del Día


Y el mundo, sí, siempre estará ahí
empotrado en cada uno, como la vida
que discurre “por igual” para todos...
Queda aún esa palabra acompañando entre millones
una soledad entre millones. Y no es esto o aquello
esa terrible fuente de presagios aunque tu rostro se diluya
en la corriente de lo pasajero y tus sueños rueden en la ceniza.
Caminar en la tarde entre diez mil desconocidos es, no obstante,
como darse un baño de mar, así en la noche haya que volver
al tedioso deber de pensarlo todo minuciosamente.
Ya no es posible tratar de deslizar ideas que cada cual desecha
o cada cual recibe como una incómoda llovizna.
Mira en cambio cómo viene,
iluminado y lento, el tren antiguo de tus dudas
a estacionarse sin ruido en su rincón de niebla.
Ahora es más fácil.
No existe más que ese propósito claro, ese deseo de ser
por fin otro, sinceramente otro en adelante.
Quizá termines consiguiéndolo, “con la ayuda de Dios”,
como decía tu abuela.
Antes te inquietabas trascendentalmente por todo.
No había nada que no entrañase un sesudo misterio para ti.
Te detenías tembloroso a cada paso, te rezagabas en la vía.
Cualquier cielo amarillo, una campana sorda en algún lado,
un libro que llegaba por azar y todas esas cogitaciones
pesaban como rocas a tu espalda. Con razón
el principio de angina, la salmuera
en la boca, tus poemas en blanco y negro amargos,
tus espinosas lecturas de Ciorán. Y claro, tu mujer,
ese fiasco que te partió la vida en dos. No vale
la pena sin embargo. Nada serio podrías referir a tus amigos.
Para todos tú eres, sigues siendo un chico bueno aún.
Cierta perspectiva no está del todo cancelada.
Después vendrá, acaso, un nuevo giro, un salto inesperado
hacia otra cosa, otra mujer, algún mejor asunto, un viaje.
El suicidio es absurdo, incluso desde el punto de vista camusiano.
Vuelve a coger el ritmo, como dicen los manuales,
abandona la cama y métete en la luz de esta tibia mañana.
Claro que luego se te abrirá al primer descuido
ese silencio en mitad de una frase. Te quedarás
pensando estupideces en el momento decisivo, crucial.
Mas, no te arredres, muchacho, cuando llegue tu hora.
A todos nos acecha de vez en cuando una crisis de nervios.
Otros se adaptan bastante bien a todo esto.
El quid está en no aflojar, templar el alma,
“mantenerse derecho y no perder la compostura”,
según decía, recuerda, otra vez tu abuela.
Vete a mirar palomas y árboles (si quedan)
en los parques, sál del encierro, hombre.
Contempla lo que resta, mira
esas montañas calcinadas. Vuelve sereno
a tus primeras lecturas de Lao Tsé.
Con tiento y buena suerte, llegarás a la orilla.
Algo te esperará, no necesariamente la locura,
ni la peste del siglo o el reuma tempranero.
Acaso entonces, pese a todo, te aceptarás más puro,
más humilde o tan libre
quizá como Lao Tsé.



Pedro Arturo Estrada




El Poema Que Aún No Puedo Nombrar




Mis manos elevan a lo alto un tazón de arroz, granos cosechados
en el campo donde enterraron a mi abuela.
Cada grano de arroz sabe dulce como la canción de cuna
de la abuela que nunca conocí.
Imagino su rostro suave mientras la extendían bajo tierra,
sus ropas raídas, su piel pegada a los huesos;
en la gran hambruna de 1945*, mi pueblo
tenía hambre de tumbas para enterrar a todos sus muertos.
Nadie podía encontrar la tumba de mi abuela,
entonces a mi padre el arroz le supo amargo durante sesenta y cinco años.

Después de sesenta y cinco años, nos paramos mi padre y yo
Frente a la tumba de mi abuela.
Escuché a mi padre llamar "Mamá" por vez primera;
temblaba el arrozal a sus espaldas.
----
Mis pies se aferran al barro.
Escucho en el ardiente incienso la expansión del alma de mi abuela, uniéndose profundamente a la tierra, arraigando en el campo,
en voz baja canta canciones de cuna, llamando a las espigas de arroz a florecer.

Alzando el tazón de arroz en mis manos, cuento cada semilla,
cada una brilla con el sudor de mis parientes,
sus espaldas encorvadas en los arrozales,
la fragancia de la canción de cuna de mi abuela emana en cada uno.



* La Hambruna vietnamita de 1945 ocurrió al norte del país, de octubre de 1944 a mayo de 1945, durante la ocupación japonesa de la Indochina francesa en la Segunda Guerra Mundial. Entre 400.000 y 2 millones de personas se estima que murieron de hambre durante este tiempo. (Nota de la autora).



Nguyen Phan Que Mai

Traducción de Arturo Fuentes

miércoles, junio 24, 2015

Monólogo De La Noche


Más allá, sin embargo, está la muerte. Eso
que no sabes y en lo cual adivinas un frío, un terror.
Esa sombra que años de retórica fácil,
distracción y silencios complacientes
han podido evitar.
Cuando te acuestes, no obstante, esa última noche,
sólo para esperarla, trata entonces de entrar
serenamente dueño de tu dolor, tu cuerpo
como un viejo equipaje que ya dejas,
para volar sin miedo, sin sobresalto el aire
que una vez se te abrió escuchando a Schubert
en tu pueblo de infancia.
Luego, la desmemoria, el vasto corredor de luz y sombra,
qué sabemos, acaso, el choque abrupto con mandíbulas
de abismos o negros agujeros
y no haber hecho nada suficiente para merecerlo
o merecer otra suerte.
De nuevo (tal vez no sirva entonces Lao Tsé)
recurrirás al vademécum de tus astucias naturales
o pedirás o gemirás (todo podría ser convincente)
a las oscuras potencias por la salvación de tu alma.
Ese Dios con el cual no te llevaste bien evidentemente,
en el cual no creíste demasiado, es la verdad,
hará de ti un desecho que arrojará a lo más profundo.
Allí se acabarán tus penas.
Será, con todo, menos terrible que ser quemado vivo
por milenios y milenios entre inamistosos diablos.
Recuerda entonces (si es posible), que sólo fuiste un hombre.
Que salvado o perdido, fue a la larga, ganancia.
Que en la tierra tuviste bien o mal ciertas cosas.
Que te invitaron a una fiesta por azar, y te dieron
esa oportunidad gratuita de disfrutar o de aburrirte.
En ese momento, también, te aceptarás humilde.
Habrás vuelto a tu origen.


Pedro Arturo Estrada


La Rosa

Angel de alas
concéntricas
que son párpados
extendidos
al delirio de la nube
que hacia ti avanza
para cubrirte
con su alfabeto tornasol
de briznas de agua

Desde el cenit
te ves flotando

Frente a ti
apareces atado a la tierra
con un cordón de espinas

La tierra quiere detenerte
y tu delirio es el sol

Flotación y Gravedad
te disputan
por los dones de tu milagro
porque eres un enigma
con forma de torbellino en reposo
a cuya aparición
le anteceden las manos
que domaron a los monstruos de Arborescencia

Esas manos acariciaron la espina
y de esas nupcias
brotaste
pleno de mensajes
cifrados en tu silencio

Tu actitud
es la de quien escucha
las lisonjas del sol
el cíclope pelirrojo

Los himnos a tu fragilidad de umbela de éter
serán entonados
con acordes de rocío
cuando tus alas se desprendan
y ya no esté el altar de tu figura




Jairo Guzmán Sossa



en el mercado, entre sus jaulas...


en el mercado, entre sus jaulas
el vendedor de pájaros
vocea la lengua de los vencedores

pero trás su habla sibilante
y las cópulas sorpresivas
de palabras

se recata la antigua lengua armoniosa
más clara, más
cercana de las tortugas y el fuego

que piensa en él
y le da otro orden al mundo
 

y cuando en la Plaza
real por un instante en el mediodía
coge los pájaros em su dedo
y les habla

tal acto encubre otros actos
de más viejo sentido
y a su mágico gesto de encantador
los pájaros mueven los ojos dorados 




José Manuel Arango



Ah Y Es De Nuevo La Mañana


Ah y es de nuevo la mañana
tibia y azul
El que está señalado
(en la lista hay una cruz después de su nombre)
liviano todavía
va por las calles

Trae la calavera llena de sueños
Limpio recién peinado
va a sus negocios

Cuando el asunto se despache un nombre
se tachará

Por ahora va por las calles




Juan David Quintana, In Memorian


José Manuel Arango



Y hubo quienes cayeran...


Y hubo quienes cayeran sobre sí mismos,
confiando en que la realidad no era más que interior,
que el mundo era una enfermedad del ojo.

Estaban quienes se juzgaron tránsito sin fruto,
accidental forma de lo vivo,
quien creyera que la muerte justificaba toda acción,
todo olvido y toda traición,
y que no existía más que el presente
con una sombra ensanchándose en su vientre.

Otros fueron a puestos de avanzada provisionales,
febriles, llenos de esperanza
donde la esperanza de un continente
hervía de un triunfo insular.

Todos buscábamos un sitio.

Rayo.
Vértigo.
Epitelio.
Flor.
Estrella.
Luz y penumbra del día que desciende.
Arco iris.
Viento que agita el follaje.

Palabras en las que el hombre antiguo
aún puede sangrar por nuestra boca.

Hoja.
Estrella.
Inmenso deslumbramiento ante el mar
visto por los ojos de quien estaba solo
y quizás tenía miedo
y no tenía palabras,
y una innombrable alegría temblaba
en su boca de niño.

Infancia del hombre a la que me debo ahora,

su amor innominado

su sed de Dios

su soledad perdida para siempre en la mañana primera del mundo.




Gabriel Jaime Franco



Y es que un día supimos...

               Sentir, es magnífico; Escribir, exultante; Habitar, lo sumo;
                                                Pero, ¿dónde está el lugar aplacado, el sitio de reunión,
                                                                               el punto del encuentro solvente?”
                
                                                                            Rafael Cadenas 

     
Y es que un día supimos,
mientras íbamos a la búsqueda de dioses más benévolos,
que también nosotros éramos hijos de la guerra,

que nuestros padres habían escapado de la muerte
en una noche oscura,
extensa de pájaros de sombra,


que su duro aprendizaje fue la huida,
el aplazamiento y el desplazamiento de la esperanza.


Supimos que habían huido protegiendo a sus cachorros,
abandonando sus cotos de caza,
los campos roturados,


con el corazón a punto de estallar
y el vientre oprimido por el miedo,


sin porvenir,  des-olados, 
sin tiempo y perseguidos por la muerte.


Y vimos las cruces anónimas,
las decapitaciones,                                           
                                           los empalamientos,       
                               las migraciones,
             las aguas míticas enlodadas de muertos.
los campos en los que habría transcurrido nuestra infancia
                                                      cultivados por la muerte.





Gabriel Jaime Franco



Todavía

Cantaba una mujer, cantaba
sola creyéndose en la noche,
en la noche, felposo valle.

Cantaba y cuanto es dulce
la voz de una mujer, esa lo era.
Fluía de su labio
amorosa la vida...
la vida cuando ha sido bella.

Cantaba una mujer
como en un hondo bosque, y sin mirarla
yo la sabía tan dulce, tan hermosa.
Cantaba, todavía
canta…




Aurelio Arturo



Amo La Noche


No la noche que arrullan las ramas
y balsámica con olor de manzanas,
con el efluvio de la flor del naranjo;
oh, no la noche campesina
de piel húmeda y tibia y sana;

no la noche de Tirso Jiménez
que canta canciones de espigas
y muchachas doradas entre espigas;
no la noche de Max Caparroja,
en el valle de la estrella más sola
cuando un viento malo sopla sobre las granjas
entre ráfagas de palomas moradas;
no la noche que lame las yerbas;

no la noche de brisa larga,
hojas secas que nunca caen,
y el engaño de las últimas ramas
rumiando un mar de lejanos relámpagos;
no la noche de las aguas melódicas
volteando las hablas de la aldea;
no la noche de musgo y del suave
regazo de hierbas tibias de una mozuela;
yo amo la noche de las ciudades.

Yo amo la noche que se embelesa
en su danza de luces mágicas,
y no se acuerda de los silencios
vegetales que roen los insectos;
yo amo la noche de los cristales
en la que apenas se oye si agita
el corazón sus alas azules;

y no es la noche sin cantares
la que amo yo, la noche tácita
que habla en los bosques en voz baja,
o entra a las aldeas y mata.
Yo amo la noche sin estrellas
altas; la noche en que la brumosa
ciudad cruzada de cordajes,
me es una grande, dócil guitarra.
Allí donde dulcemente respira
un perfil cercano y distante
al que canto entre sus espejos,
sus sedas y sus presagios:
valle aromado, dátiles de seda;
cuando hay un rincón de silencio
como un jirón de terciopelo
para evocar esos locos viajes
esas partidas traspasadas
por el vaho tibio de los caballos
que alzan sus belfos en el alba.

Yo amo la noche en el cansancio
del bullicio, de las voces, de los chirridos,
en pausa de remotas tempestades, en la dicha
asordinada, a la luz de las lámparas
que son como gavillas húmedas
de estrellas o cálidos recuerdos,
cuando todo el sol de los campos
vibra su luz en las palabras
y la vida vacila temblorosa y ávida
y desgarra su rosa de llamas y lágrimas.




Aurelio Arturo



martes, junio 16, 2015

Toda poética excluye...


 “¿Qué es el yo en medio de esta hoguera?
                     Delmore Schwartz


Toda poética excluye e
intenta
construir su onanista paraíso.

Lo que mis ojos no vieron
lo vieron otros ojos.

Donde mi corazón no estuvo
otro se exaltó de dicha o de dolor.



Toda poética se ciega a sí misma,
despedaza su sextante,
a sí se siega.

De allí de donde no extrajo nada
mi razón ofuscada por su obsesión de soles,
otro trajo su porción de luz.

Toda poética construye su casa
con ladrillos que también son míos.
¿Por qué (pues) hacerla sin ventanas?

Lo que no alcancé a soñar otros lo soñaron,
y mi pasión no fue más alta ni más baja,
sino tan sólo mi pasión.

Toda poética es orín de perro,
límite,
miedo de ser lo que ya se era.

De donde no penetró mi ojo limitado
otros trajeron su fulguración, su chispa.
Yo nunca miré solo. Yo nunca miré solo.

Cuando la muerte se te acerque
no verás sino
tu ojo,
tu ojo,
tu ojo.



Gabriel Jaime Franco




Hombre De Mi Tiempo


Todavía eres el de la piedra y la honda,
hombre de mi tiempo. Estabas en la carlinga,
con las alas malignas, los cuadrantes de muerte,
—te he visto— en el carro de fuego, en las horcas,
en los potros de tortura. Te he visto: eras tú,
con la ciencia precisa dispuesta para el exterminio,
sin amor, sin Cristo. Has matado de nuevo,
como siempre, como 
mataron los padres , como mataron
los animales que te vieron por primera vez.
Y esta sangre 
huele como el día
en que el hermano dijo al hermano:
«Vamos a los campos.» Y aquel eco frío, tenaz,
ha llegado hasta ti, a tu jornada.
Olvidad, oh hijos, las nubes de sangre
que se elevaron de la tierra, olvidad a los padres:
sus tumbas se hunden en las cenizas,
los pájaros negros, el viento, cubren su corazón.


Salvatore Quasimodo

Traducción de Carlo Frabetti