lunes, junio 13, 2016

Angustia


Hoy no vengo a vencer tu cuerpo, oh bestia llena
de todos los pecados de un pueblo que te ama,
ni a alzar tormentas tristes en tu impura melena
bajo el tedio incurable que mi labio derrama.

Pido a tu lecho el sueño sin sueños ni tormentos
con que duermes después de tu engaño, extenuada,
tras el telón ignoto de los remordimientos,
tú que, más que los muertos, sabes lo que es la nada.

Porque el Vicio, royendo mi majestad innata,
con su esterilidad como a ti me ha marcado;
pero mientras tu seno sin compasión recata

un corazón que nada turba, yo huyo, deshecho,
pálido, por el lúgubre sudario obsesionado,
¡con terror de morir cuando voy solo al lecho!








Stéphan Mallarmé

Versión de Andrés Holguín



jueves, junio 09, 2016

El Amor De Los Locos



Un loco es alguien que está desnudo de la mente. Se ha despojado de sus ropas invisibles, de esas que hacen que la realidad se vele y se desvíe. 
Los locos tienen esa impudicia que deviene fragilidad y, en ocasiones, belleza. Andan solos, como cualquier desnudo, y con frecuencia también hablan solos («Quien habla solo espera hablar con Dios un día»).

Más difícil que abrigar un cuerpo desnudo es abrigar un pensamiento. Los locos tienen pensamientos que tiritan, pensamientos óseos, duros como la piedra en torno a la que dan vueltas, como si se mantuvieran atados a ella por una cadena de hierro de ideas.

El cerebro de un pájaro no pesa más que algunos gramos, y la parte que modula el canto es de un tamaño mucho menor que una cabeza de alfiler, un infinitésimo trocillo de tejido, de materia biológica que, con cierto aburrimiento, los sabios escrutan al microscopio para descifrar de qué manera, en tan exiguo retazo, está escrita la partitura.

Pero desde mucho antes, y sin necesidad de microscopio ni de tinciones, el loco sabe que el canto del pájaro es inmenso y pesado, plomo puro que taladra huesos, que se mete en el sueño, que desfonda cualquier techo y no hay cemento ni viga que pueda sostener su hartura, su tamaño posible. Por eso algunos locos despiertan antes de que amanezca y se tapan los oídos con su propia voz, con voces que sudan de adentro, de la cabeza.

Los pensamientos del loco son carne viva, carne sin piel. En el desierto del pensamiento del loco el pájaro es un sol implacable. El canto cae como una luz y un calor que le picara al loco en la carne misma de la desnudez.

Pero la desnudez del loco es íntima: de tanto exhibirla queda dentro. Es condición interior, pasa desapercibida a las legiones de cuerdos cuya ánima está cubierta por completo de tela basta, gruesa, trenzada por hilos de la costumbre.

El único instrumento posible para el loco, para defender su desnudez, es el amor. El amor de los locos es una vestimenta transparente. Esos ojos vidriosos, ese hilo ambarino que orinan por las noches, ese fragor y ese sentimiento copioso y múltiple que no alteran las benzodiazepinas, que no disminuye el Valium, permanecen intactos en el loco por arte del amor.

Es un martillo, y una cuchara, y un punzón. Es todo menos un vestido, no cubre sino que atraviesa, no mitiga sino que exalta. El amor de los locos tiene una textura, un porte y una sustancia.

La sustancia se parece al vidrio, pero es el vidrio de una botella rota.


Antonin Artaud


Rafael Courtoisie


sábado, junio 04, 2016

El amor ascendía entre nosotros...


El amor ascendía entre nosotros
como la luna entre las dos palmeras
que nunca se abrazaron.

El íntimo rumor de los dos cuerpos
hacia el arrullo un oleaje trajo,
pero la ronca voz fue atenazada.
Fueron pétreos los labios.

El ansia de ceñir movió la carne,
esclareció los huesos inflamados,
pero los brazos al querer tenderse
murieron en los brazos.

Pasó el amor, la luna, entre nosotros
y devoró los cuerpos solitarios.
Y somos dos fantasmas que se buscan
y se encuentran lejanos.






Camille-Félix Bellanger: Daphnis and Chloe




Miguel Hernández


Desde que el alba quiso ser alba...


Desde que el alba quiso ser alba, toda eres
madre. Quiso la luna profundamente llena.
En tu dolor lunar he visto dos mujeres,
y un removido abismo bajo una luz serena.

¡Qué olor a madreselva desgarrada y hendida!
¡Qué exaltación de labios y honduras generosas!
Bajo las huecas ropas aleteó la vida,
y sintieron vivas bruscamente las cosas.

Eres más clara. Eres más tierna. Eres más suave.
Ardes y te consumes con más recogimiento.
El nuevo amor te inspira la levedad del ave
y ocupa los caminos pausados de tu aliento.

Ríe, porque eres madre con luna. Así lo expresa
tu palidez rendida de recorrer lo rojo;
y ese cerezo exhausto que en tu corazón pesa,
y el ascua repentina que te agiganta el ojo.

Ríe, que todo ríe: que todo es madre leve.
Profundidad del mundo sobre el que te has quedado
sumiéndote y ahondándote mientras la luna mueve,
igual que tú, su hermosa cabeza hacia otro lado.

Nunca tan parecida tu frente al primer cielo.
Todo lo abres, todo lo alegras, madre, aurora.
Vienen rodando el hijo y el sol. Arcos de anhelo
te impulsan. Eres madre. Sonríe. Ríe. Llora.











Miguel Hernández & Pabellón de Palabras & Desde que el alba quiso ser alba...









Miguel Hernández


jueves, junio 02, 2016

Cómo llenarte, soledad...


Cómo llenarte, soledad,
sino contigo misma...

De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,
quieto en ángulo oscuro,
buscaba en ti, encendida guirnalda,
mis auroras futuras y furtivos nocturnos,
y en ti los vislumbraba,
naturales y exactos, también libres y fieles,
a semejanza mía,
a semejanza tuya, eterna soledad.

Me perdí luego por la tierra injusta
como quien busca amigos o ignorados amantes;
diverso con el mundo,
fui luz serena y anhelo desbocado,
y en la lluvia sombría o en el sol evidente
quería una verdad que a ti te traicionase,
olvidando en mi afán
cómo las alas fugitivas su propia nube crean.

Y al velarse a mis ojos
con nubes sobre nubes de otoño desbordado
la luz de aquellos días en ti misma entrevistos,
te negué por bien poco;
por menudos amores ni ciertos ni fingidos,
por quietas amistades de sillón y de gesto,
por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,
por los viejos placeres prohibidos
como los permitidos nauseabundos,
útiles solamente para el elegante salón susurrado,
en bocas de mentira y palabras de hielo.

Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona
que yo fui,
que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;
por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,
limpios de otro deseo,
el sol, mi dios, la noche rumorosa,
la lluvia, intimidad de siempre,
el bosque y su alentar pagano,
el mar, el mar como su nombre hermoso;
y sobre todo ellos,
cuerpo oscuro y esbelto,
te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,
y tú me das fuerza y debilidad
como el ave cansada los brazos de la piedra.

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
oigo sus oscuras imprecaciones,
contemplo sus blancas caricias;
y erguido desde cuna vigilante
soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres,
por quienes vivo, aún cuando no los vea;
y así, lejos de ellos,
ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
roncas y violentas como el mar, mi morada,
puras ante la espera de una revolución ardiente
o rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.

Tú, verdad solitaria,
transparente pasión, mi soledad de siempre,
eres inmenso abrazo;
el sol, el mar,
la oscuridad, la estepa,
el hombre y su deseo,
la airada muchedumbre,
¿qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día;
en ti, mi soledad, los amo ahora.













Luis Cernuda


martes, mayo 31, 2016

El Valor De La Vida


El individuo que comenta ayer en El Nuevo Tiempo mi croniquilla anterior sobre la pena de muerte*, no comprendió bien el espíritu de esos párrafos. La idea cardinal que yo quise expresar era esta: el hombre que mata o que es capaz de matar, no posee el sentido profundo del valor de la vida que hay en los hombres normales; no se coloca ante ella en la actitud maravillada y solemne de los que ven la vida como el milagro supremo; no es sensible al grave misterio de la vida ni tiene la vaga conciencia de su trascendentalidad, que existe aun en las gentes más humildes y toscas. La actitud del asesino ante la vida es a menudo una actitud irónica o simplemente indiferente. El acto de matar, o la sola capacidad de matar, lo eleva en cierto modo sobre el universo, empequeñeciéndose para él la visión de las cosas; a sus ojos no tendrán importancia ni la vida de su enemigo ni la de la breve flor del jardín, ni la suya propia. Para ese hombre, la perspectiva del patíbulo no es en realidad una muralla insuperable, porque no posee ningún sentimiento claro y robusto de lo que puede perder en él.


Hoy, el asesino podría considerarse como un espíritu pagano, como un sobreviviente del mundo antiguo, en que no han dejado huella dos mil años de influencia cristiana. Porque el asesino suele colocarse en un plano moral idéntico al que estaban la mayoría de los hombres antes del advenimiento del cristianismo, cuando sólo existía, en algunas raras mentes, el concepto místico de la vida, que difundió después Jesús entre las muchedumbres. En efecto: el cristianismo introdujo al mundo el principio desconocido de la caridad, que es la valorización de la vida, aun en sus formas más ínfimas; dio importancia y convirtió en entidad sagrada e inviolable a todo lo que poseía un aliento vital por despreciable y leve que fuera: al leproso, al paralítico, al animal doméstico, a la planta misma. Para un romano la muerte no era un hecho trascendente, y los lacedemonios instituyeron el asesinato legal de los degenerados; no comprendían el valor humano de la vida en general, sino en relación con la utilidad particular de cada individuo; desde el punto de vista pagano, el asesinato de César, por ejemplo, no es un crimen porque se haya matado a un hombre, sino porque se haya matado a un hombre posiblemente útil. Pero para el cristianismo, el asesinato de César y el del último esclavo son un hecho de igual magnitud moral. Y por eso el cristianismo instituyó en crimen toda supresión de vida, por insignificante e inútil que fuera, en relación con la sociedad; porque a los ojos del cristianismo la vida por sí misma tiene un valor metafísico infinito.

Ahora bien: esta concepción mística de la vida se ha ido infiltrando en la conciencia del mundo y ha penetrado hasta las capas más oscuras e ignotas de las sociedades; ha dejado de ser una idea, para convertirse en un sentimiento vago e indeterminado, pero perceptible. Todos lo poseemos con mayor o menor intensidad, menos el asesino. Y se podría agregar también: menos el verdugo, que está colocado indudablemente en una misma línea moral que el asesino.

El asesino y el verdugo no son quizá dos seres inferiores: son probablemente dos seres distintos a nosotros. Pero aun cuando el hecho de ser distintos a nosotros nos diera el derecho a cortarles la cabeza, no lo deberíamos hacer, por lo menos hasta que se comprobara la utilidad real de ese acto. Entre tanto, podríamos dejar que cada vida cumpla su fin, llene su trayectoria ideal, por sinuosa y sombría que parezca. Toda vida es bella y maravillosa; y lo es también la del criminal, llena de emociones desconocidas y de estímulos invisibles.

Yo no tengo esperanza de que el mundo se haga más bueno. Y creo que, en realidad, no hay necesidad de ello; quizá el mundo, siendo más bueno, sería más incompleto. Un crimen, como una flor, o como una estrella, es un producto de la vitalidad del universo. Me conmueven los pálidos estudiantes y los calvos profesores que esterilizan su corta existencia sobre los libros, buscando la forma de torcer las leyes inmutables de la naturaleza en un sentido artificial que ellos se figuran bueno. El mundo es demasiado vasto y complejo y está cruzado de infinitos hilos imperceptibles, para que todo eso lo pueda controlar la mano pequeña y perezosa de un legislador. El crimen es una rosa roja que no se logrará extirpar a balazos, porque la tierra está preñada de gérmenes inescrutables que la harán florecer siempre.

Pero no hay que indignarse por eso. Todo lo que sucede viene a enriquecer la realidad y a completar el universo, y la única actitud sabia es la del que puede asistir a la vida como a un espectáculo prodigioso; la del humorista que se coloca un poco por sobre las cosas y las contempla con atenta seriedad, y ante todo con piadosa benevolencia. Hay que tener piedad para el pobre asesino que no sabe por qué mata, y para el pobre hombre honrado que no sabe por qué no mata; para la humilde planta que el sol agosta y para los astros impotentes. 





Luis Tejada Cano


*Se refiere a la crónica “El patíbulo”, publicada por El Espectador de Bogotá el 18 junio de 1922, que aparece en la compilación de Hernando Mejía Arias, Gotas de tinta, 1977.

Ellos Y Mi Ser Anónimo


Es Raúl Gómez Jattin todos sus amigos
Y es Raúl Gómez ninguno cuando pasa
Cuando pasa todos son todos
Nadie soy yo  Nadie soy yo


Por qué querrá esa gente mi persona
si Raúl no es nadie  Pienso yo
Si es mi vida una reunión de ellos
que pasan por su centro y se llevan mi dolor

Será porque los amo
Porque está repartido en ellos mi corazón

Así vive en ellos Raúl Gómez
Llorando riendo y en veces sonriendo
Siendo ellos y siendo a veces también yo 





Raúl Gómez Jattin

domingo, mayo 29, 2016

Cantar CXX


He intentado escribir el Paraíso.
Que no os mováis.
Dejad hablar al viento
ese es el Paraíso.

Que los dioses olviden
lo que he realizado.
A aquellos a quienes amo,
perdonen
lo que he realizado.







Ezra PoundVersión de Javier Calvo



miércoles, mayo 25, 2016

Por Qué Escribimos











Uno hace versos y ama
la extraña risa de los niños,
el subsuelo del hombre
que en las ciudades ácidas disfraza su leyenda,
la instauración de la alegría
que profetiza el humo de las fábricas.

Uno tiene en las manos un pequeño país,
horribles fechas,
muertos como cuchillos exigentes,
obispos venenosos,
inmensos jóvenes de pie
sin más edad que la esperanza,
rebeldes panaderas con más poder que un lirio,
sastres como la vida,
páginas, novias,
esporádico pan , hijos enfermos,
abogados traidores
nietos de la sentencia y lo que fueron,
bodas desperdiciadas de impotente varón,
madre, pupilas, puentes,
rotas fotografías y programas.

Uno se va a morir,
mañana,
un año,
un mes sin pétalos dormidos;
disperso va a quedar bajo la tierra
y vendrán nuevos hombres
pidiendo panoramas.

Preguntarán qué fuimos,
quienes con llamas puras les antecedieron,
a quienes maldecir con el recuerdo.

Bien.
Eso hacemos:
custodiamos para ellos el tiempo que nos toca.





Roque Dalton


El Anónimo


Desde la cornisa de la montaña
dejo caer suavemente una piedra hacia el precipicio,
una acción ociosa
de cualquiera que se detiene a descansar en este lugar.
                       Mientras la piedra cae libre y limpia en el aire
siento confusamente que la piedra no cae
sino que baja convocada por la tierra, llamada
por un poder invisible e inevitable.

Mi boca quiere nombrar ese poder, hace aspavientos, balbucea
                       y no pronuncia nada.
La revelación, el principio,
fue como un pez huidizo que afloró y volvió a sus abismos
y todavía es innombrable.

Yo me contento con haberlo entrevisto.
No tuve el lenguaje y esa falta no me desconsuela.
Algún día otro hombre, subido en esta montaña
                                                  o en otra,
dirá más, y con precisión.
Ese hombre, sin saberlo, estará cumpliendo conmigo.








José Watanabe



martes, mayo 24, 2016

Tu lengua, tu sabia lengua...


Tu lengua, tu sabia lengua que inventa mi piel,
tu lengua de fuego que me incendia,
tu lengua que crea el instante de demencia, el delirio del cuerpo enamorado,
tu lengua, látigo sagrado, brasa dulce,
invocación de los incendios que me saca de mí, que me transforma,
tu lengua de carne sin pudores,
tu lengua de entrega que me demanda todo, tu muy mía lengua,
tu bella lengua que electriza mis labios, que vuelve tuyo mi cuerpo por ti purificado,
tu lengua que me explora y me descubre,
tu hermosa lengua que también sabe decir que me ama.



Darío Jaramillo Agudelo



domingo, mayo 22, 2016

La aventura pende del cuello de su rival...


La aventura pende del cuello de su rival
El amor cuya mirada se encuentra o se extravía
En los espacios de los ojos desiertos o poblados.

Todas las aventuras del rostro humano
Gritos sin eco signos de tiempos muertos que nadie recuerda
Tantos rostros hermosos tan hermosos
Ocultos por las lágrimas
Tantos ojos tan seguros de sus noches
Como amantes que mueren juntos
Tantos besos al abrigo de la roca y tanta agua sin nubes
Apariciones surgidas de ausencias eternas
Todo era digno de ser amado
Los tesoros son paredes con sombra ciega
Y el amor está en el mundo para olvidar al mundo.




Paul Éluard

Versión de Aldo Pellegrini

martes, mayo 10, 2016

El Trabajo



En todas las mitologías el trabajo es considerado como una maldición del cielo. El hombre, desde las edades remotas, ha simbolizado su ideal de vida en una quimérica palabra: Paraíso. Pero la primera condición que se requiere siempre para que ese Paraíso sea verdaderamente Paraíso, es que no haya necesidad de trabajar en él. Nadie se figura que en el Paraíso se pueda cargar piedra en zurrones, o llevar contabilidades, o manejar maquinarias. No. Los que están en el Paraíso han de ser, ante todo, unos seres ociosos que viven extendidos sobre la grama o sentados bajo los árboles, con las frutas al alcance de las manos y llenas de paz las almas. La humanidad ha concentrado en esa bella fábula todo su sueño de felicidad, felicidad que debe ser la única perdurable y completa puesto que está basada en la pereza, el instinto más firme, noble e indestructible en el hombre. Los tipos de perfección suma que la imaginación concibe —los dioses— son personalidades eminentemente perezosas que, o permanecen estáticas en sus tronos de nubes, o se divierten entregadas a juegos ociosos o a placeres sibaritas. Entonces la pereza es en cierto modo una virtud esencialmente divina; pero ¿qué son los dioses? Son, simplemente, hombres perfectos en su sentido ideal. Por eso, entre el tipo terrestre, el más puro, el más elevado, el que más se acerca a esa perfección, es el que tiene más arraigada y frecuente la virtud de la pereza. El vagabundo, el gitano, el mendigo voluntario y algunos aristócratas de pura sangre, constituyen dentro del mundo actual los últimos conservadores de la gran dignidad humana y de la tradición del ocio como cualidad suprema, que nos dejó la civilización antigua.

Yo sé que trabajar es necesario, según el orden de cosas que se ha creado y que se hace desgraciadamente cada vez más indestructible. Pero eso no quiere decir que trabajar no sea una mala costumbre, una de las peores costumbres que pueden adquirirse. Ante todo, trabajar no es bello ni digno, ni siquiera conveniente. Al mismo tiempo que hasta en una acepción mística significa humillación y relajamiento del orgullo viril, el trabajo constituye el gran elemento degenerador de las razas. De las fábricas, de las oficinas, de las minas, de los laboratorios, de los bufetes salen las legiones de neurasténicos, de miopes, de tuberculosos, de mancos, de locos, de raquíticos, de melancólicos, de histéricos, de tantas categorías de enfermos que llenan las ciudades modernas. Sin embargo, esta capacidad exterminadora no es realmente un argumento en contra del trabajo, como la muerte de los soldados no lo es en contra de la guerra. La diferencia esencial que hay entre el trabajo y la guerra, es que el trabajo es una actividad oscura y forzosa, algo en que hay que encorvarse y sufrir para alcanzar al fin objetos innobles y mezquinos: alimentarse, vestirse, acaparar oro. La guerra, en cambio, puede hacerse o no hacerse y esa libertad de elegir deja a salvo la dignidad humana. Además, la guerra es más bella y más viril mientras tenga menor razón de ser y menos objetivos persiga, porque así evidencia simplemente un capricho, un arrebato de la voluntad soberana del hombre.

Yo confío en que el porvenir que se anuncia traerá para los trabajadores una disminución gradual de trabajo y un aumento proporcionado de paz y de divina ociosidad. Hasta ahora se ha trabajado mucho en un afán insensato de acumular millones. Pero en una forma todavía vaga, está llegando a las gentes el convencimiento de que tener demasiados millones es una circunstancia no sólo inútil, sino evidentemente peligrosa. Hay que esperar en que al fin llegará al mundo una saludable cordura. Todos nos convenceremos de que lo más espiritual, lo más hermoso y noble será luchar apenas lo estrictamente necesario para llevar una existencia modesta y sobria. Entonces nos aficionaremos un poco al delicado placer de no hacer nada y nos convenceremos de que, en realidad, no se debe perder el tiempo trabajando tanto.




Luis Tejada Cano


lunes, mayo 09, 2016

Mario Rivero


Supe que en la vasta miseria de mis cosas
estaba la poesía,


que era posible una soledad con heroísmo
y un desprecio con el cual enfrentar
eso amorfo y dañino: “la gente”.

O, para decirlo con palabras nuestras:
tus poemas fueron para mí
la chaqueta de cuero y los lentes oscuros
que de haber podido tener
no habría sido capaz de usar.




Mario Rivero











Orlando Gallo Isaza


domingo, mayo 08, 2016

De La Cuna Que Está Incesantemente Meciéndose


De la cuna que está incesantemente meciéndose,
de la garganta de zenzontle, musical lanzadera,
de la media noche del noveno mes
sobre las estériles arenas y los campos contiguos, donde el
muchacho dejando su cama, vagaba, solo sin sombrero,
descalzo,
bajo la luz llovida del halo de la luna,
del misterioso juego de sombras enlazándose y retorciéndose
como si fueran vivas,
de los matorrales de zarzas y zarzamoras,
del recuerdo del pájaro que cantaba para mí,
de tus recuerdos, triste hermano, de los caprichosos
altibajos que oía,
bajo la amarilla media luna, tarde salida y abotagada
como llorando,
de aquellas primeras notas de deseo y amor, allí en la
sombra,
de las miles respuestas de mi corazón que nunca cesarían,
de las miríadas de palabras entonces despertadas,
de las que como ahora surgen reviviendo la escena,
como una bandada chirriando, alzando el vuelo, o pasando
por encima,
traídas aquí, antes que se me escapen, aprisa,
un hombre y, sin embargo, por estas lágrimas, niño de
nuevo,
echándome en la arena, frente a las olas,
yo, cantor de penas y alegrías, unificador del aquí y del
más allá,
cogiendo al vuelo toda sugerencia, pero saltando ágilmente
sobre ellas,
una reminiscencia canto.
Una vez, Paumanock,
cuando estaba el aire lleno de perfume de las lilas y la
hierba del quinto mes creciendo,
en esta costa del mar sobre unas zarzas,
dos alados huéspedes venidos de Alabama, dos juntos,
y su nido y cuatro huevos verdeclaros con pintas rojizas,
y todos los días el macho de aquí para allá, no lejos,
y todos los días la hembra acurrucada en su nido, en
silencio, con ojos brillantes,
y todos los días, yo, niño curioso, nunca muy cerca, nunca
estorbándolos,
cautamente atisbando, absorbiendo, traduciendo.

¡Brilla! ¡Brilla! ¡Brilla!
Vierte calor, gran sol,
mientras nos asoleamos, nosotros dos unidos.

¡Dos unidos!

Sople viento sur, sople viento norte,
venga día claro, venga noche negra,
en nuestro hogar o separados por ríos y montes del hogar,
cantando en todo tiempo, sin hacer caso al tiempo,
mientras estamos los dos unidos.


Hasta que de repente,
acaso muerta, sin saberlo su pareja,
una mañana la hembra ya no vino a echarse al nido,
ni esa tarde volvió, ni la siguiente,
ni apareció ya más.

Y desde entonces todo el verano al son del mar,
y de noche bajo la luna llena con el tiempo más manso,
sobre la ronca reventazón del mar,
o revoloteando de zarza en zarza durante el día,
yo lo veía, oía interrumpidamente al que quedaba, al
macho,
al solitario huésped venido de Alabama.

¡Soplad! ¡Soplad! ¡Soplad!
Soplad vientos del mar sobre las costas del Paumanock.
Espero, espero, me devolváis mi compañera.


Si, mientras brillaban las estrellas,
toda la santa noche en el extremo de una musgosa rama,
casi al nivel de las pringantes olas,
sentado estaba el solitario cantor maravilloso, causando
llanto.

Llamaba a su pareja,
vertía los secretos que sólo yo conozco.
Sí, hermano mío, yo sé,
los otros tal vez no, pero yo he atesorado cada nota,
porque más de una vez deslizándome en lo oscuro hasta la
costa,
mudo, evitando los rayos de la luna, confundiéndome con
las sombras,
evocando ahora las oscuras formas, los ecos, los sonidos y
visiones según su especie,
los blancos brazos entre los huecos de los matorrales sin
descanso tanteando,
yo, descalzo, muchacho, el viento agitándome el pelo,
escuchaba, escuchaba sin cesar.

¡Arrulla! ¡Arrulla! ¡Arrulla!
Unida a sus olas arrulla la ola que sigue detrás,
y después la que sigue, abrazando y lamiendo, todas unidas,
pero ya no me arrulla mi amor a mí, no a mí.

Baja cuelga la luna, tarde salió,
se rezaga. ¡Oh, me parece cargada de amor, de amor!
¡Oh furioso el mar embiste a la tierra,
con amor, con amor!

¡Oh, noche! ¡No estoy viendo a mi amor revolotear entre
las ramas!
¿Qué es aquella motita en el blancor lunar?

¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!
¡Alto grito llamándote, mi amor!
Alta y clara lanzo mi voz entre las olas,
debes saber seguro quién está aquí, está aquí,
debes saber quién soy, mi amor.

¡Luna colgada a ras del horizonte!
¿Qué es aquel punto oscuro en tu disco amarillo encarnado?
¡Oh, es el bulto, el bulto de mi amiga!
¡Oh, luna, no me la detengas más!

¡Tierra! ¡Tierra! ¡Oh, Tierra!
Adonde quiera que me vuelvo pienso que ya podrías
devolverme mi amor si tú quisieras,
pues casi estoy seguro de verla turbiamente donde quiera
que miro.
¡Oh, nacientes estrellas!
Quizá la que yo quiero ha de salir, ha de salir entre vosotras.

¡Oh, mi garganta! ¡Oh, temblorosa garganta!
¡Suena más clara en la atmósfera!
Penetra los bosques, la tierra,
en algún sitio estarás atenta para oír, tú la que quiero,
¡brotad canciones!
¡Solitarias aquí, canciones de la noche!
¡Canciones de ausente amor! ¡Canciones de la muerte!
¡Canciones bajo esa tarda, pálida, menguante luna!
¡Oh bajo aquella luna, allí donde ella se desmaya hasta
hundirse casi en el mar!
¡Oh incontenibles desesperadas canciones!
¡Pero suave! ¡Más bajo!
¡Quedo, que apenas murmure!
Porque por ahí creo que oía a mi amiga responderme a mí,
¡tan débilmente!, que debo quedarme quieto, quieto para
escucharla,
mas no del todo quieto, porque podría no acudir al punto a
mí.

¡Aquí, amor mío!
¡Estoy aquí, aquí!
Con esta nota sostenida me anuncio a ti;
esta dulce llamada es para ti, amor mío, para ti.

No te dejes engañar en otra parte;
ese es el silbido del viento, no es mi voz,
aquel es el rumor, el rumor de la espuma,
aquellas son las sombras de las hojas.

¡Oh, tinieblas! ¡Oh, en vano!
¡Oh, estoy muy fatigado y adolorido!
¡Oh, resplandor rojizo en el cielo junto a la luna, cayendo
sobre el mar!
¡Oh, ondulante rielar de la luna en el mar!
¡Oh, garganta! ¡Oh, sollozante corazón!
Y yo cantando en vano, ¡toda la noche en vano!
¡Oh, pasado! ¡Oh, feliz vida! ¡Oh cantos de alegría!
En el aire, en los bosques, en los campos.
¡Amado! ¡Amado! ¡Amado! ¡Amado! ¡Amado!
¡Pero mi amada ya no más, no más conmigo!

El aria cediendo,
todo lo demás continuando, las estrellas brillando,
los vientos soplando, los arpegios del pájaro continuamente
el eco repitiendo,
con airados lamentos la vieja mar maternal incesantemente
gimiendo,
en las costas del Paumanock sobre la arena gris y crujidora,
la pálida media luna crecida, gravitando, la faz del mar casi
tocando,
el niño extático, con sus desnudos pies, en su cabello el
aire jugueteando,
el amor en su corazón por largo tiempo reprimido, ahora
suelto, ahora por fin tumultuosamente estallando,
el sentido del aria, los oídos, el alma rápidamente captando,
extrañas lágrimas por sus mejillas cayendo,
el coloquio ahí, el trío, cada cual respondiendo.

El acompañamiento, la salvaje vieja madre incesantemente
llorando,
el alma del niño acremente con ritmo preguntas
proponiendo, algún ahogado secreto susurrando,
al naciente bardo.
Demonio o pájaro (dijo el alma del niño),
¿es realmente a tu hembra a quien cantas? ¿O realmente
es a mí?
Porque yo, que era un niño, el uso de mi lengua dormido
todavía, ahora ya te he oído,
ahora en un instante ya sé para qué soy, despierto,
y ya un millar de cantores, un millar de canciones más
claras, más altas y más tristes que las tuyas,
un millar de trinadores ecos han nacido dentro de mí para
nunca morir,
oh, vosotros cantores solitarios, cantando solos,
proyectándome a mí,
oh, solitario yo, escuchando, nunca más cesaré de
perpetuaros,
nunca más escaparé, ya nunca más las reverberaciones,
ya nunca más los gritos de amor insatisfecho se ausentarán
de mí,
no me dejéis volver a ser el apacible niño que era antes
que allá en la noche,
junto al mar, bajo la pálida y gravitante luna,
el mensajero aquel despertara el fuego, el dulce infierno
interior,
el ignorado deseo, el destino mío.
¡ Oh, dadme la clave! (se oculta aquí en la noche en algún
punto.)
¡ Oh, si he de tener yo tanto, dadme más!
Una palabra, pues (que yo he de dominarla)
la palabra final, a todas superior,
sutil, reveladora –¿cuál es?–. Escucho;
¿estáis, habéis estado murmurándola siempre, olas del
mar?
¿es aquella que viene de tus líquidas olas y mojadas arenas?
A lo que respondiendo el mar,
sin tardanza, sin prisa,
me susurró toda la noche y muy claro antes de amanecer,
me silabeó la queda y deliciosa palabra muerte,
y repitiendo muerte, muerte, muerte, muerte,
silbando melodiosa, no como el pájaro ni como mi infantil
corazón ya despierto,
sino avanzando hasta acercarse como para decírmela en
secreto, hirviendo a mis plantas,
trepando a rastras sobre mí hasta mis orejas y bañándome
todo suavemente,
muerte, muerte, muerte, muerte, muerte.
Lo que no olvido,
pero confundo el canto de mi oscuro demonio y hermano,
que me cantó a la luz de la luna en la gris playa del
Paumanock,
con los mil cantos que respondían por aquí y por allá,
con mis propios cantos inspirados desde aquella hora,
y con ellos la llave, la palabra surgida de las olas,
la palabra de la más dulce canción de las canciones,
la fuerte y deliciosa palabra que arrastrándose a mis pies,
(o como una vieja nodriza que meciera la cuna, ataviada
con fina vestidura, inclinándose a un lado),
el mar me susurró.







Walt Whitman



Traducción de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal