lunes, julio 06, 2015

Ayer escuché, muy tarde...


Ayer escuché, muy tarde, muy tarde en la noche, los tapletazos de alguien que corría.

Me asomé a la ventana, y en efecto, un joven (¿17, 18 años?), corría como desesperado en medio de la calle completamente solitaria y silenciosa.

Árboles había, en la calle, puertas de casas, casas,

una hoja que temblaba, sola y extraña entre las ramas quietas, un pájaro también y su sombra que nadie, ni yo mismo, viera.

Cosas así, cosas así había.

¡Taple, taple, taple, taple!, se oía el golpe de sus zapatos sobre el empedrado.

Durísimo, durísimo, ¡taple, taple!, se oía. Durísimo, durísimo se oía:

Era evidente que huía.

Lo vi unos segundos más hasta que desapareció al voltear la esquina.

Entonces esperé a que apareciera el perseguidor:

No apareció nunca. Nunca, nunca apareció.

¿De qué huía, entonces?

Fue muy triste, fue muy triste porque pensé o sentí que huía de sí mismo, y alcancé a pensar también en mí huyendo por otra vía: la de decir, hablar, la de resolver mi miedo por caminos provisionales e ilusorios.

Y me pareció de pronto que el muchacho, mientras más intentaba huir, más se alcanzaba.

Era como el envés del suplicio de Tántalo: hallaba a cada paso sólo aquello que no deseaba hallar: él.

Era en realidad muy triste:

¡Taple, taple, taple, se escuchaban mis palabras en mi noche,

taple, taple, taple, esas eran todas mis palabras en mi noche. 






 Gabriel Jaime Franco



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