Es que el poetizar no es sólo un asunto de lenguaje sino de actitud espiritual, de pensamiento -siempre que se dé a esta palabra un sentido pleno y no el de pura racionalidad. Vicente Huidobro afirmó: El poeta trae un pensamiento nuevo. Ciertamente tanto el ritmo del lenguaje poético como la imagen, la metáfora, los mal llamados recursos de la poesía sobrepasan la búsqueda del efectismo estético: responden a un pensamiento que arrastra las huellas de su origen.
El lenguaje del poeta, proclive a la imagen, se halla más próximo de ciertas lenguas ideográficas que del lenguaje científico o meramente comunicativo en su propia lengua. No es éste el lugar indicado para expandir la idea, ciertamente fecunda, que nos ha permitido vincular modos específicos del lenguaje poético con las expresiones de los indios pueblo de México (Benjamin Lee Whorf, 1971).
Una debida consideración del lenguaje poético, metafórico, nos conduce a recordar aquella distinción presente ya en Aristóteles, retomada por Philip Wheelwright, sobre la epífora y la diáfora. La epífora, con su visible arraigo en el universo natural, conduce al símbolo.
La diáfora se aleja de ello en un proceso de invención que engendra, por su propia dinámica, un peculiar atractivo estético (Wheelwright, 1979 ). Sin embargo, cabe asentar que los poetas, en todo tiempo, han reconocido su ligazón con el mundo real a través de la metáfora simbólica, aún en casos de visible trabajo diafórico, inventivo.
3.- El acto creador como ritual.
Los grandes maestros de la fenomenología de las religiones describen el ritual como suspensión de la temporalidad y la habitualidad del vivir, a través de un gesto que conecta al sujeto con una nueva dimensión, intemporal, significativa en alto grado. Ese gesto actúa tanto sobre el individuo como sobre la comunidad con un valor transformacional, que puede ser maléfico como asimismo regenerativo y salvífico. Es la orientación de la cultura la que impide socialmente el desborde destructivo (Eliade, 1961).
El poeta es aquel sujeto especial que en medio del ruido mundano busca un apartamiento frecuente o temporario para ejercer una actividad de características singulares. Practica, en efecto, un cierto extrañamiento con relación a la habitualidad del vivir y el conocer; dejando de lado las rutinas mentales. Los poetas y teóricos de la vanguardia europea o americana hablaron de la desautomatización del pensamiento. Traspasando la superficial incorporación sensorial del entorno, el poeta ejercita una mirada nueva. Su visión supera la inmediatez de lo vivido, su horizonte se amplía hacia la infinitud.
Pero la tarea del poeta no concluye aquí: en solitaria labor, confía ese caudal al lenguaje, cultiva el arte de la palabra. De trabajo tan singular surge una expresión en ciertos casos marcadamente musical y rítmica, en otros más próxima del lenguaje coloquial pero no enteramente coincidente con él. Se halla ese idioma marcado de alguna manera por ritmos interiores, pautas musicales, silencios. Su impulso expresivo excede los límites del lenguaje lógico-racional, en correspondencia con la intensidad de la mirada, los descubrimientos de la interioridad, el alcance de la experiencia misma.
Visualizando el acto del poeta moderno constatamos que, en efecto, el poeta practica su poema como ritual en la medida en que acentúa la soledad y extrañamiento de su visión, persiste en su ejercicio, produce la desautomatización del pensamiento, o entra plenamente en una nueva dimensión de lo real, accediendo a una transformación interior que le permite dar un sentido positivo a su quehacer (Azcuy, 1966, 1999). Como lo decía René Char, el poeta francés frecuentado por Heidegger, el poeta no sale indemne de su página.
El creador anticipa y asedia ese territorio desconocido que en ciertos momentos es capaz de asaltar y poseer. La apertura a los datos de la naturaleza, incluida su propia corporalidad, constituye el primer paso de un proceso cognitivo que pone en marcha la facultad simbolizante, dadora de sentido. Juntamente con ese descubrimiento se produce la experiencia de sí, el asombro de vivir la correlación profunda de los sentidos externos e interiores con los distintos aspectos de la creación cósmica, correlación que según lo ha expuesto Roberto Walton ha sido fundante y decisiva para la fenomenología de Husserl (Walton, 1988.)
Intentaremos separar dos momentos que no siempre se presentan como netamente discernibles en la experiencia: la instancia contemplativo-reflexiva, y la que atañe a la expresión.
El poeta practica un modo de contemplación propio de la disciplina ascética: es un irregular, decía Claudel, que pone en acto espontáneamente los pasos de un contemplativo, un yogui o un iniciado en antiguos misterios.
Contemplar lleva en sí la raíz de templum, y en efecto, designa el ingreso en una atmósfera irracional, que amplía el conocimiento y hace posible la apropiación de un nuevo nivel de realidad. Virginia Woolf habló de esos instantes de revelación, y los consideró momentos de acceso a la Realidad, con mayúscula. Esas epifanías crean en el poeta un estado o modo de ser particular que le permite sintetizar vivencias, recuerdos, sueños, fantasías, bajo el común denominador de un vivir intuitivo, emocional e imaginario, próximo a la mística aunque no ajeno a su continua interpretación racional. La actitud pasivo-activa, receptiva e interrogante, abre instancias de iluminación que producen intensos cambios en el sujeto, por el acceso a un nuevo nivel de comprensión de sí.
En todo ejemplo humano, la soledad es una categoría antropológica y ontológica fundamental que permite a la vida revelarse a sí misma. En la experiencia de la soledad la vida se autocomprende, y alcanza la autoafección conducente al descubrimiento del yo profundo, ese núcleo que Paul Ricoeur, siguiendo a Jean Nabert, denomina ipseidad (Ricoeur, 1990). Es innegable que este camino de auto-revelación tiene un máximo ejemplo en la actividad del poeta.
Poetizar es siempre, en última instancia, dar un lenguaje a la experiencia espiritual, que es experiencia de mundo, de sí mismo y del Ser. La mirada poética abre la realidad del mundo y promueve la emergencia del yo trascendental, señalado como meta por Federico von Hardenberg, conocido como Novalis: La tarea suprema de la cultura consiste en el apoderarse del yo trascendental, convirtiéndolo realmente en el yo de mi yo (Novalis, 1948, p.51).
El poeta, que vive los pasos de este proceso interior, se siente emocionalmente conmovido y transformado en su modo de conocimiento. La escuela órfico-pitagórica atribuía esta necesidad a la esencia musical del alma, que al acordar por la música con los ritmos cósmicos, tomaba conciencia de su origen divino. Fray Luis de León, al exaltar la relación de la música con la elevación del alma, dijo a su vez:
...y como está compuesta por números concordes,
torna a cobrar el tino
de su origen primera esclarecida...
(Oda a Salinas)
A ese acuerdo de la naturaleza interior con el cosmos, pautado por una conformación psicofísica, suma el poeta la necesidad de una mímesis creadora que lo lleva a expresarse por la música, la imagen, y la palabra, creando una manifestación verbal que se halla más próxima de las otras artes que del discurso racional, aunque no se divorcie totalmente de éste. Siente la necesidad de volcar sus estados interiores en ritmos e imágenes plasmadas por el lenguaje, creando un analogon del cosmos. Proyecta en el lenguaje verbal, -como otros artistas en las artes del tiempo y del espacio- las dimensiones de su singular experiencia de ser y conocer.
En tales instancias de reconocimiento intelectual de su propio quehacer, a menudo aparece en el poeta un redescubrimiento del mito. Le es propio y connatural instalarse en el pensamiento mítico, y confundirse o reconocerse en sus personajes, como lo hicieron con Orfeo los poetas Jean Cocteau y Rosamel del Valle, o con Narciso, Paul Valéry y José Lezama Lima.
Pudieron pasar del grado del poeta demens al nivel que el latino Horacio definió como propio del poeta sapiens. Empero, debemos reconocerlo, el poeta reclama y legitima ese paso por la oscuridad, el descenso dionisíaco, la demencia o el extravío, como necesario para alcanzar la sapiencia del reconocimiento mítico.
Por nuestra parte hemos comparado el proceso poético -sintetizado antes en forma ideal- con el método fenomenológico, que avanza sobre sucesivos pasos o reducciones hasta alcanzar la reducción trascendental, y también con los pasos de la vía mística, que recomienda despojamiento, silencio y ascetismo para alcanzar la iluminación y la unión con Dios. El poeta -a sabiendas o no de los alcances filosóficos de su trabajo- se convierte en un puro fenomenólogo (Bachelard, 1958); su experiencia, de características singulares, adquiere proximidad con la experiencia mística. En todos estos casos cuya disimilitud estamos lejos de desconocer, hay rasgos comunes de soledad, despojamiento y entrega contemplativa que abren camino a un conocimiento por participación en el ser.
Entre nosotros Leopoldo Marechal, siguiendo a antiguos maestros, remitió el acto poético a la mística (Marechal, 1965). Por su parte, Héctor A. Murena señaló el impulso revelatorio del arte, que va más allá de la forma y de lo mundano (Murena, 1973). La conciencia acerca de estos procesos de revelación, transformación y expresión halla su prueba en las poéticas, modernas enunciadas por poetas y filósofos: T. S. Elliot, Rainer María Rilke, Cavafis, José Ángel Valente, Octavio Paz, Juan Liscano, Lezama Lima, Héctor Delfor Mandrioni, Hugo Mujica.
La estructura del Dasein, nos dicen los fenomenólogos, es circular. Parte de la temporalidad y desde ella se abre a la comprensión del Ser, pues la pregunta por el Ser es constituyente de lo humano; pero, al mismo tiempo, el Dasein es la función reveladora del Ser (Cerezo Galán, 1983, pág. 35). Dentro de esa circularidad, el lenguaje se afirma como función inexcusable. En otros términos lo anticipaba el maestro Swedenborg: La palabra es el puente entre la tierra y el cielo.
4.- Un concepto salvífico del poetizar.
Existen suficientes elementos para afirmar la normalidad universal del acto poético como un acto constituyente de lo humano, a veces plenamente ejercido y reconocido por el autor, otras rodeado o anticipado por su intuición y sensibilidad. Tanto la intencionalidad como la trascendentalidad, categorías inherentes a la fenomenología, son puestas en marcha de manera espontánea por el poeta, que así hace posible, a través de una Sorge o cuidado particular, el advenimiento de la vida auténtica. En un planteo ideal, el poeta corrige el puro misticismo por un reconocimiento filosófico del esplendor del Ser, y completa el circuito óntico y gnoseológico por el acto expresivo, comunicativo, ejercido por y a través de la palabra.
Es preciso anotar que este proceso de paulatina iluminación y transformación vivido por el poeta, tiene asimismo consecuencias en el plano de la conformación de su identidad ética. El poeta moderno ha tenido clara conciencia de su posición histórica, y de su misión en el tiempo en que le ha tocado vivir. En función de ello ha ofrecido un mensaje a sus contemporáneos.
Durante los últimos siglos los poetas han plasmado una visión oscura de la sociedad y de los tiempos, en tanto accedían a una autoconfiguración trágica dentro de ese marco.
En la sociedad mercantilista, eficiente y tecnificada, el poeta se ve a sí mismo, cada vez más, como un marginal, un mendigo, un loco e incluso un mártir. Bastará recordar para certificarlo los nombres de Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Eliot, Rilke, Ezra Pound, Celan, Artaud, Kerouac, Ginsberg, Césaire. En la órbita hispánica prevaleció la actitud videncial como lo prueba la obra de los españoles Juan Larrea, León Felipe y Vicente Aleixandre, o el estoicismo espiritual, heroico y elegíaco de los poetas latinoamericanos: Darío, Martí, Asunción Silva, Lugones, Marasso, César Vallejo, Huidobro, Martín Adán, Remedios Varo, Lezama Lima, Neruda (pese a su opción aparentemente naturalista), Liscano, Gerbasi, Molinari, Ramponi, Murena, Sola González, Olga Orozco, Alejandra Pizarnik, Miguel Ángel Bustos, Jorge Zunino. Su trágica visión de la historia no les ha impedido adoptar una actitud visionaria, abierta a la posibilidad de una redención comunitaria aún en casos de frustración personal e incluso de suicidio.
En poetas argentinos actuales vemos afirmarse la certidumbre metafísica unida a un sentimiento trágico de la vida y una conciencia ética, salvífica, del poetizar. Dan ejemplo de ello las obras de Luis María Sobrón, Horacio Armani, Miguel Ángel Federik, Oscar Portela, Jorge Sánchez Aguilar, Alejandro Nicotra, Rodolfo Godino, Edna Pozzi, María Julia de Ruschi, en muy incompleta nómina, cuyos integrantes no siempre son los más conocidos en el panorama literario. Sin desmerecer la lírica intimista, social o filosófica, de amplio espectro, cultivada por muchos escritores, advertimos en los nombrados cierto acceso a un nuevo grado de conciencia alcanzado en la maduración interior y el ejercicio de la palabra. Tales poetas a los que llamaré metafísicos han hecho del ver un trasver, como dice Félix Schwartzmann al señalar un rasgo implícito en el arte contemporáneo. Saben que la poesía es hoy una de las ineludibles reservas de la cultura, y sin dejarse arrastrar por la atmósfera corrosiva de los tiempos, asumen la poesía con un sentido misional en el agónico atardecer de Occidente, alcanzando en algunos casos a anunciar la construcción del Nuevo Mundo desde la conflictiva realidad americana. (*)
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Graciela Maturo