jueves, febrero 04, 2016

La Guerra Santa


Voy a escribir un poema sobre la guerra. Tal vez no sea un verdadero poema, pero será sobre una guerra verdadera.
No será un verdadero poema, porque, si el poeta verdadero estuviera aquí, y si entre la multitud corriera el rumor de que iba a hablar, entonces se haría un gran silencio, primero se abultaría un pesado silencio, un silencio grávido de mil truenos.


Visible, nosotros veríamos al poeta; vidente, él nos vería; y palideceríamos en nuestras pobres sombras, querríamos que fuese tan real, nosotros los macilentos, nosotros los fastidiados, nosotros los cualquier cosa.


Estaría aquí, lleno a reventar con los mil truenos de la multitud de enemigos que contiene —porque los contiene, y los contenta cuando quiere— incandescente de dolor y de sagrada ira, y sin embargo tranquilo como un pirotécnico, en el gran silencio, abriría un grifo pequeño, el grifo pequeñito del molino de palabras, y por ahí nos soltaría un poema, un poema tal que nos pondríamos verdes.



***


Lo que voy a escribir no será un verdadero poema poético de poeta, porque si se dijera la palabra «guerra» en un verdadero poema, entonces la guerra, la verdadera guerra de la que hablara el verdadero poeta, la guerra sin piedad, la guerra sin compromisos ardería definitivamente dentro de nuestros corazones.
Porque en un verdadero poema las palabras traen las cosas. 
Pero tampoco será un discurso filosófico. Porque para ser filósofo, para amar la verdad más que a uno mismo, hay que estar muerto ante el error, hay que haber matado a las traidoras complacencias del sueño y de la ilusión cómoda. Y éste es el objetivo y el fin de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, aún hay traidores que desenmascarar.

   Y tampoco será obra de ciencia. Porque para ser un sabio, para ver y querer ver las cosas tal como son, se debe ser uno mismo, y quererse ver tal como uno es. Se debe haber roto los espejos mentirosos, se debe haber matado con una mirada despiadada a los fantasmas insinuantes. Y éste es el objetivo y el fin de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, aún hay máscaras que arrancar.


   Y tampoco será un canto entusiasta. Porque el entusiasmo es estable cuando el dios se ha erguido, cuando los enemigos no son sino fuerzas sin forma, cuando el estruendo de guerra retumba a todo volumen, y la guerra apenas ha comenzado, aún no hemos echado al fuego nuestras camas.


   Tampoco será una invocación mágica, porque el mago le pide a su dios: «Haz lo que a mí me gusta», y se niega a hacerle la guerra a su peor enemigo, si el enemigo le gusta; sin embargo, tampoco será una plegaria de creyente, porque el creyente pide de la mejor manera posible: «Haz lo que quieras», y para ello ha debido meter el hierro y el fuego en las entrañas de su más caro enemigo, que es lo que ocurre en la guerra, y la guerra apenas ha comenzado.


Será un poco de todo esto, un poco de esperanza y de esfuerzo hacia todo esto, y también será un llamado a las armas. Un llamado que el juego de ecos podrá devolverme, y que tal vez otros oirán.


   Han adivinado ahora de qué guerra quiero hablar.
De las otras guerras —de las que vivimos— no hablaré. Si hablara de ellas, sería literatura común, un sustituto, un a-falta-de, un pretexto. Así como me ha sucedido usar la palabra «terrible» cuando no tenía carne de gallina. Así como he usado la expresión «morir de hambre» cuando aún no había robado en los puestos de comida. Así como he hablado de locura antes de haber intentado mirar el infinito por el ojo de la cerradura. Así como he hablado de muerte, antes de haber sentido que mi lengua tenía el gusto a sal de lo irreparable. Así como algunos, que siempre se consideraron superiores al puerco doméstico, hablan de pureza. Así como algunos, que adoran y repintan sus cadenas, hablan de libertad. Así como algunos, que sólo aman su propia sombra, hablan de amor. O de sacrificio, los que no se cortarían por nada el dedo meñique. O de conocimiento, los que se disfrazan ante sus propios ojos. Así como nuestra gran enfermedad es hablar para no ver nada.
Sería un sustituto impotente, así como los viejos y los enfermos hablan con naturalidd de los golpes que dan o reciben los jóvenes saludables.

  ¿Tengo derecho de hablar entonces de esa otra guerra —sólo aquella que no vivimos— cuando quizá no ha estallado irremediablemente en mí? ¿Cuando todavía estoy en las escaramuzas? Es cierto, tengo es-caso derecho de hacerlo. Pero «escaso derecho», también quiere decir «a veces el deber» —y sobre todo «la necesidad», porque nunca tendré demasiados aliados.


***

Intentaré pues hablar de la guerra santa.
¡Que estalle de manera irreparable! Es cierto, arde de vez en cuando, pero nunca por mucho tiempo. Al primer indicio de victoria, me admiro de mi triunfo, y me hago el generoso, y hago pactos con el enemigo. Hay traidores en la casa, pero tienen pinta de amigos, ¡sería tan desagradable desenmascararlos! Tienen su lugar junto a la chimenea, sus sillones y sus pantuflas, y vienen cuando dormito, a ofrecerme un cumplido, una historia palpitante o graciosa, flores y golosinas, y a veces un bonito sombrero con plumas.


 Hablan en primera persona, es mi voz la que creo oír, es mi voz la que creo emitir: «soy…, sé… quiero…» ¡Mentiras! Mentiras injertadas en mi carne, abscesos que me gritan: «¡No nos mates, somos de tu misma sangre!», pústulas que lloriquean: «Somos tu único bien, tu único adorno, sigue pues alimentándonos, no te cuesta tanto!»
   Y son numerosos, y son encantadores, son compasivos, son arrogantes, hacen chantaje, se alían —pero estos bárbaros no respetan nada— nada verdadero, quiero decir, porque frente a todo lo demás, están retorcidos de respeto. Gracias a ellos tengo una apariencia, son ellos quienes ocupan el lugar y guardan las llaves del armario de máscaras. Me dicen: «Nosotros te vestimos, sin nosotros, ¿cómo te presentarías en el mundo elegante?» ¡Ay! ¡Mejor andar desnudo como una larva!
Para combatir a estos ejércitos, sólo tengo una espadita minúscula, apenas visible al ojo desnudo, filosa como una navaja, es cierto, y muy asesina. Pero verdaderamente tan pequeña que la pierdo a cada instante. Nunca sé dónde la he guardado. Y cuando la encuentro, entonces me parece que pesa demasiado y es difícil de manejar, mi espadita asesina.
   Apenas sé decir algunas palabras, y además son más bien vagidos, mientras que ellos hasta saben escribir. Siempre tengo uno en la boca, que acecha mis palabras cuando quiero hablar. Las escucha, se guarda todo para él, y habla en mi lugar, con las mismas palabras, pero con su propio acento inmundo. Y gracias a él la gente me estima y me considera inteligente. (Pero quienes saben no se equivocan: ¡ojalá pudiera oír a quienes saben!)


Estos fantasmas me roban todo. Después de esto, se les hace fácil compadecerse de mí: «Nosotros te protegemos, te expresamos, te hacemos valer. ¡Y tú quieres asesinarnos! Pero es a ti mismo a quien desgarras cuando nos regañas, cuando nos golpeas vilmente en la nariz tan sensible, a nosotros, tus buenos amigos.»


   Y la sucia compasión, con sus tibiezas, llega a debilitarme. ¡Contra ustedes, fantasmas, toda la luz! Con sólo encender la lámpara, se callarán. Con sólo abrir un ojo, desaparecerán. Porque son el vacío esculpido, la nada maquillada. Contra ustedes, la guerra a ultranza. Nada de piedad, nada de tolerancia. Un solo derecho: el derecho del que más es.


Pero ahora es otra canción. Se sienten descubiertos. Entonces se hacen los conciliadores. «En efecto, tú eres el amo. Pero, ¿qué es un amo sin sirvientes? Déjanos en nuestros modestos lugares, prometemos ayudarte. Mira, por ejemplo: imagina que quieres escribir un poema. ¿Qué harías sin nosotros?»
Sí, rebeldes, un día los volveré a poner en su lugar. Los doblaré a todos bajo mi yugo, los alimentaré con heno y los estregaré todas las mañanas. Pero mientras me chupen la sangre y me roben la palabra, ¡ay!, ¡prefiero nunca escribir un poema!
  Qué bonita paz se me propone. Cerrar los ojos para no ver el crimen. Agitarse de la mañana a la noche para no ver a la muerte siempre dispuesta. Creerse victorioso antes de haber luchado. ¡Paz de mentiras! Conformarse con sus cobardías, puesto que todo el mundo se conforma. ¡Paz de vencidos! Un poco de mugre, un poco de ebriedad, un poco de blasfemia bajo palabras ingeniosas, un poco de hipocresía, de la que se hace una virtud, un poco de pereza y de ensoñación, o incluso mucho si uno es artista, un poco de todo esto rodeado por toda una confitería de bellas palabras, ésa es la paz que se me propone. ¡Paz de vendidos! Y para salvaguardar esta paz vergonzosa, uno haría todo, uno haría la guerra contra sus semejantes. Porque existe una receta vieja y segura para conservar siempre la paz en uno: acusar siempre a los otros. ¡Paz de traición!


***


Ahora saben que quiero hablar de la guerra santa.
Aquel que ha declarado esta guerra en sí mismo está en paz con sus semejantes y, aunque todo él sea el campo de la batalla más violenta, dentro del adentro de sí mismo reina una paz más activa que todas las guerras. Y cuanto más reina la paz dentro del adentro, en el silencio y la soledad central, más estragos hace la guerra contra el tumulto de mentiras y la innumerable ilusión.


En ese vasto silencio cubierto de gritos de guerra, oculto del afuera por el fugaz espejismo del tiempo, el eterno vencedor oye las voces de otros silencios. Solo, habiendo disuelto la ilusión de no estar solo, solo, ya no sólo es él quien está solo. Pero yo estoy separado de él por esos ejércitos de fantasmas que debo aniquilar. ¡Ojalá pudiera un día instalarme en esta ciudadela! ¡Sobre las murallas que me desgarren hasta los huesos, para que el tumulto no entre a la cámara real!
«Pero, ¿mataré?», pregunta Arjuna el guerrero. «¿Pagaré el tributo al César?», pregunta otro. —Mata —se le responde— si eres un asesino. No tienes alternativa. Pero si tus manos enrojecen con la sangre del enemigo, no dejes que ni una gota salpique la cámara real, donde espera el vencedor inmóvil. —Paga —se le responde—, pero no dejes que el César eche ni una mirada sobre el tesoro real.

  Y yo que no tengo otra arma, en el mundo del César, más que el habla, yo que no tengo otra moneda, en el mundo del César, más que las palabras, ¿hablaré?
Hablaré para llamarme a la guerra santa. Hablaré para denunciar a los traidores que he alimentado. Hablaré para que mis palabras avergüencen a mis acciones, hasta el día en que una paz acorazada de trueno reine en la cámara del eterno vencedor.


   Y porque he usado la palabra guerra, y esta palabra guerra ya no es hoy un simple ruido que la gente instruida hace con la boca, porque ahora es una palabra seria y cargada de sentido, se sabrá que hablo seriamente y que no son ruidos vanos los que hago con la boca.






René Daumal

Traducción de Mónica Mansour


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