El individuo que comenta ayer en El Nuevo Tiempo mi croniquilla anterior sobre la pena de muerte*, no comprendió bien el espíritu de esos párrafos. La idea cardinal que yo quise expresar era esta: el hombre que mata o que es capaz de matar, no posee el sentido profundo del valor de la vida que hay en los hombres normales; no se coloca ante ella en la actitud maravillada y solemne de los que ven la vida como el milagro supremo; no es sensible al grave misterio de la vida ni tiene la vaga conciencia de su trascendentalidad, que existe aun en las gentes más humildes y toscas. La actitud del asesino ante la vida es a menudo una actitud irónica o simplemente indiferente. El acto de matar, o la sola capacidad de matar, lo eleva en cierto modo sobre el universo, empequeñeciéndose para él la visión de las cosas; a sus ojos no tendrán importancia ni la vida de su enemigo ni la de la breve flor del jardín, ni la suya propia. Para ese hombre, la perspectiva del patíbulo no es en realidad una muralla insuperable, porque no posee ningún sentimiento claro y robusto de lo que puede perder en él.
Hoy, el asesino podría considerarse como un espíritu pagano, como un sobreviviente del mundo antiguo, en que no han dejado huella dos mil años de influencia cristiana. Porque el asesino suele colocarse en un plano moral idéntico al que estaban la mayoría de los hombres antes del advenimiento del cristianismo, cuando sólo existía, en algunas raras mentes, el concepto místico de la vida, que difundió después Jesús entre las muchedumbres. En efecto: el cristianismo introdujo al mundo el principio desconocido de la caridad, que es la valorización de la vida, aun en sus formas más ínfimas; dio importancia y convirtió en entidad sagrada e inviolable a todo lo que poseía un aliento vital por despreciable y leve que fuera: al leproso, al paralítico, al animal doméstico, a la planta misma. Para un romano la muerte no era un hecho trascendente, y los lacedemonios instituyeron el asesinato legal de los degenerados; no comprendían el valor humano de la vida en general, sino en relación con la utilidad particular de cada individuo; desde el punto de vista pagano, el asesinato de César, por ejemplo, no es un crimen porque se haya matado a un hombre, sino porque se haya matado a un hombre posiblemente útil. Pero para el cristianismo, el asesinato de César y el del último esclavo son un hecho de igual magnitud moral. Y por eso el cristianismo instituyó en crimen toda supresión de vida, por insignificante e inútil que fuera, en relación con la sociedad; porque a los ojos del cristianismo la vida por sí misma tiene un valor metafísico infinito.
Ahora bien: esta concepción mística de la vida se ha ido infiltrando en la conciencia del mundo y ha penetrado hasta las capas más oscuras e ignotas de las sociedades; ha dejado de ser una idea, para convertirse en un sentimiento vago e indeterminado, pero perceptible. Todos lo poseemos con mayor o menor intensidad, menos el asesino. Y se podría agregar también: menos el verdugo, que está colocado indudablemente en una misma línea moral que el asesino.
El asesino y el verdugo no son quizá dos seres inferiores: son probablemente dos seres distintos a nosotros. Pero aun cuando el hecho de ser distintos a nosotros nos diera el derecho a cortarles la cabeza, no lo deberíamos hacer, por lo menos hasta que se comprobara la utilidad real de ese acto. Entre tanto, podríamos dejar que cada vida cumpla su fin, llene su trayectoria ideal, por sinuosa y sombría que parezca. Toda vida es bella y maravillosa; y lo es también la del criminal, llena de emociones desconocidas y de estímulos invisibles.
Yo no tengo esperanza de que el mundo se haga más bueno. Y creo que, en realidad, no hay necesidad de ello; quizá el mundo, siendo más bueno, sería más incompleto. Un crimen, como una flor, o como una estrella, es un producto de la vitalidad del universo. Me conmueven los pálidos estudiantes y los calvos profesores que esterilizan su corta existencia sobre los libros, buscando la forma de torcer las leyes inmutables de la naturaleza en un sentido artificial que ellos se figuran bueno. El mundo es demasiado vasto y complejo y está cruzado de infinitos hilos imperceptibles, para que todo eso lo pueda controlar la mano pequeña y perezosa de un legislador. El crimen es una rosa roja que no se logrará extirpar a balazos, porque la tierra está preñada de gérmenes inescrutables que la harán florecer siempre.
Pero no hay que indignarse por eso. Todo lo que sucede viene a enriquecer la realidad y a completar el universo, y la única actitud sabia es la del que puede asistir a la vida como a un espectáculo prodigioso; la del humorista que se coloca un poco por sobre las cosas y las contempla con atenta seriedad, y ante todo con piadosa benevolencia. Hay que tener piedad para el pobre asesino que no sabe por qué mata, y para el pobre hombre honrado que no sabe por qué no mata; para la humilde planta que el sol agosta y para los astros impotentes.
Luis Tejada Cano
*Se refiere a la crónica “El patíbulo”, publicada por El Espectador de Bogotá el 18 junio de 1922, que aparece en la compilación de Hernando Mejía Arias, Gotas de tinta, 1977.