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martes, noviembre 03, 2020

Poesía Oscura Y Poesía Clara


Como la magia, la poesía es oscura o clara según esté al servicio de lo sub-humano o de lo sobre-humano.


Las disposiciones innatas dirigen la maquinaria del poeta claro y del poeta oscuro. Para algunos esto es obra de un don misterioso, de una impronta de las fuerzas superiores; para otros, una enfermedad o una maldición. No importa. ¡O, de hecho, sí! - Sería muy importante si pudiéramos comprender el origen de nuestras estructuras esenciales: quien pudiera comprenderlas se libraría de ellas. De su naturaleza de poeta, el poeta claro aspira a la comprensión, a la emancipación y a la soberanía. El poeta oscuro de ella se aprovecha y se esclaviza.


¿Pero de qué se trata este "don", común a todos los poetas? Se trata de un vinculo particular entre las diversas vidas que componen nuestra vida, de tal manera que por un cierto momento algún gesto de una de estas vidas no es ya un signo exclusivo de esta última sino que puede convertirse, a través de una resonancia interna, en signo de una emoción que agrupa todo el color o el sonido o el sabor de uno mismo. Esta emoción central, profundamente oculta en nosotros, sólo vibra y brilla en raros momentos. Esos momentos serán para el poeta sus momentos poéticos y todos sus pensamientos y sensaciones y gestos y palabras, en dichos momentos, serán signos de la emoción central. Y cuando una unidad de significación de todos estos signos se concreta en imagen batida con palabras, diremos de él, con mayor énfasis, que es un poeta. Esto es lo que llamaremos "don poético", a falta de mayor conocimiento.


El poeta tiene una noción más o menos confusa de su don. El poeta oscuro lo usa para su satisfacción personal. Cree que tiene el mérito de este don, cree que produce poemas a voluntad. O, cuando se entrega a la maquinaria de los significantes resonantes, se jacta de estar poseído por un espíritu superior, que lo habría elegido como su intérprete. En cualquier caso, el don poético está al servicio del orgullo y de una imaginación engañosa. Combinador o inspirado, el poeta oscuro se miente a sí mismo y se cree alguien. Orgullo, mentira... un tercer factor también lo caracteriza: pereza. Sí, él tiembla y él se angustia y parece de otro mundo. Pero toda esta agitación es automática, él mismo incluso se abstiene de interferir en ella - ese sí mismo pobre y desnudo que no quiere ser visto ni verse pobre y desnudo, que cada uno de nosotros trata de ocultar bajo sus máscaras. Es el "don" quien opera en él, y él lo disfruta como un voyeur, sin mostrarse; él se reviste del "don" como el cangrejo ermitaño de vientre blando se refugia y se adorna con un caparazón de murex, hecho para producir la púrpura real y no para cubrir engendros. Pereza de verse, de dejarse ver, miedo de no tener otra riqueza que las responsabilidades que uno asume, es esta la pereza de la que hablo - ¡Oh madre de todos mis vicios!




La poesía oscura es tan fértil en prestigios como los sueños y el opio. El poeta oscuro saborea todos los placeres, porta todos los ornamentos, ejerce todos los poderes - en la imaginación. El poeta claro privilegia la realidad, incluso pobre, ante las prosperas mentiras. Su trabajo es una lucha incesante contra el orgullo, la imaginación y la pereza. Al aceptar su don, aunque sufra, y sufra de así sufrir, él apunta a ponerlo al servicio de fines superiores a sus deseos egoístas, al servicio de la causa aún desconocida de este don.


Yo no diría: aquel es un poeta claro, aquel otro un poeta oscuro. Estas serían apenas ideas, esto equivaldría a caer en opiniones, discusiones y errores. Ni siquiera diría: aquel posee el don poético; aquel otro, no. ¿Lo poseo yo? A menudo lo dudo, a veces creo estar seguro de ello. Nunca estoy seguro de una vez por todas. Cada vez la pregunta es nueva. A la llegada de cada amanecer, el misterio sigue ahí. Pero si alguna vez yo fui poeta, sin duda fui yo un poeta oscuro; y si mañana yo debo ser poeta, espero ser yo un poeta claro. De hecho, toda la poesía humana es una mezcla de claridad y oscuridad; pero una tiende hacia la claridad, la otra hacia la oscuridad.


Esa que tiende hacia la oscuridad no necesita de esfuerzo alguno en su tarea. Sigue la pendiente natural y sub-humana. No hace falta esfuerzo para presumir, para soñar, mentir y holgazanear; ni para calcular y combinar cuando los cálculos y las combinaciones están al servicio de la vanidad, de la imaginación, de la inercia. Pero la poesía clara va a contracorriente; como la trucha, ella remonta el río para dar a luz en la fuente viva. Ella resiste con fuerza y astucia a las fantasías de los rápidos y de los remolinos; ella no cede a la distracción ante el resplandor de burbujas que pasan, ni cede a la corriente hacia los suaves valles limosos.


¿Cómo libra esta lucha un poeta en búsqueda de claridad? Diré cómo libro yo esta lucha, en mis raros y mejores momentos, para que un día (de ser poeta) de mi poesía todavía en penumbra emane al menos una sed de claridad.


Distinguiré tres fases en la operación poética: aparición, revestimiento en imágenes y expresión verbal del germen luminoso.


Cada poema nace de un germen, al principio oscuro, al que hace falta iluminar para que coseche frutos de luz. En el poeta oscuro, el germen oscuro permanece y suscita una ciega vegetación subterránea. Para hacerlo brillar hay que callar, porque este germen es el Punto-a-nombrar- en sí mismo, la emoción central que a través de toda mi máquina quiere expresarse. La máquina por sí misma es oscura, pero le gusta proclamarse luminosa, y logra hacerlo creer. Tan pronto como se pone en marcha con el impulso del germen, pretende actuar por cuenta propia, para exhibirse, y para el placer vicioso de cada una de sus palancas y engranajes. ¡Silencio entonces, la máquina! ¡Trabaja y calla! Silencio a los juegos de palabras, a los versos memorizados, a los recuerdos fortuitamente reunidos; silencio a la ambición, al deseo de brillar -porque la luz se basta a sí misma para brillar-; silencio a la complacencia de sí, a la compasión de sí; !silencio al gallo que cree dar salida al sol! Y el silencio retira la oscuridad; la semilla comienza a brillar, aclarando, no aclarada. Esto es lo que se debería hacer. Es muy difícil, pero cada pequeño esfuerzo es recompensado con un pequeño destello de luz. El Punto-a-nombrar aparece entonces, en lo más íntimo de uno mismo, como una eterna certeza -conocida, reconocida y esperada al mismo tiempo-, como un punto luminoso que contiene la inconmensurable voluntad de ser.


La segunda fase es el revestimiento del germen luminoso,- revelador pero no revelado, invisible como la luz y silencioso como el sonido-, su revestimiento con las imágenes que lo manifestarán. Aquí también hace falta, al revisar las imágenes, rechazar y sujetar en su lugar a las que sólo quieren servir a la facilidad, la mentira y el orgullo. ¡Hermosas hay tantas para querer mostrar! Pero al terminar de ordenar, es necesario permitir que sea el mismo germen quien elija la planta o el animal que revestirá con vida.


Y en tercer lugar está la expresión verbal donde son importantes, no sólo el trabajo interior, sino también la ciencia y la experiencia exteriores. El germen tiene su propia respiración. Su soplo se apropia de los mecanismos de expresión comunicándoles su cadencia. Por lo tanto, que estos mecanismos estén bien aceitados y en su justa medida relajados, para que no empiecen a bailar sus propios bailes, a cantar con métricas incongruentes. Y al mismo tiempo que somete los sonidos del lenguaje a su respiración, el Punto-a-nombrar también los obliga a contener sus imágenes. ¿Cómo hace esta doble operación? Ese es el misterio. No es por combinación intelectual: tomaría demasiado tiempo; ni por instinto: el instinto no inventa. Este poder se ejerce gracias al vinculo especial que existe entre los elementos de la maquinaria del poeta, que une en una sola sustancia viva materiales tan diferentes como emociones, imágenes, conceptos y sonidos. La vida de este nuevo organismo es el ritmo del poeta.




El poeta oscuro hace justo lo contrario, aunque una similtud precisa de estas operaciones tiene lugar en su interior. Su poesía le abre muchos mundos, pero son mundos sin sol, iluminados por cien lunas fantásticas, poblados por fantasmas, adornados con espejismos y a veces pavimentados con buenas intenciones. La poesía clara abre la puerta a un mundo único, al del único Sol, sin prestigio, real.


Yo declaré aquello que haría falta hacer para transformarse en un poeta claro. ¡Hace falta que yo lo logre! Incluso en la prosa, en la palabra y en la escritura corrientes -como en todos los aspectos de mi vida cotidiana-, todo lo que produzco es sombrío, desmesurado, sucio, mezcla de luz y de noche. Entonces, retomo la lucha después. Me releo. Entre mis frases, veo palabras, expresiones, parásitos que no sirven al Punto-a-nombrar; una imagen que se pretendía extraña, un juego de palabras que se creyó gracioso, una pedantería de cierto fanfarrón que debería permanecer sentado en su escritorio en lugar de venir a tocar la flauta con mi cuarteto de cuerdas, - y, cosa notable, al mismo tiempo es una falta de gusto, de estilo o incluso de sintaxis. El lenguaje mismo parece configurado para detectar a los intrusos. Pocos errores son de técnica pura. Casi todos ellos son mis defectos. Y tacho, y corrijo, con la alegría que uno puede sentir al cortarse del cuerpo una porción gangrenada.























(1941.)


René Daumal

Traducción de Mauricio Alejandro Moreno

(2020)


Poésie Noire Et Poésie Blanche


Comme la magie, la poésie est noire ou blanche, selon qu'elle sert le sous-humain ou le surhumain.

Ce sont les mêmes dispositions innées qui ordonnent la machinerie du poète blanc et du poète noir. Certains les appellent un don mystérieux, un sceau des puissances supérieures, d'autres une infirmité ou une malédiction. N'importe. Ou plutôt si! — il importerait fort, mais nous ne sommes pas encore devenus aptes à comprendre l'origine de nos structures essentielles. Qui les comprendrait s'en délivrerait. Le poète blanc cherche à comprendre sa nature de poète, à s'en libérer et à la faire servir. Le poète noir s'en sert et s'y asservit.

Mais qu'est-ce que ce « don » commun à tous poètes ? C'est une liaison particulière entre les diverses vies qui composent notre vie, telle que chaque manifestation d'une de ces vies n'en est plus seulement le signe exclusif, mais peut devenir, par une résonance intérieure, le signe de l'émotion qui est, à un moment donné, la couleur ou le son ou le goût de soi-même. Cette émotion centrale, profondément cachée en nous, ne vibre et ne brille qu'à de rares instants. Ces instants seront, pour le poète, ses moments poétiques, et toutes ses pensées et sensations et gestes et paroles, en un tel moment, seront les signes de l'émotion centrale. Et lorsque l'unité de leur signification se réalisera dans une image qui s'affirmera par des mots, c'est alors plus spécialement que nous dirons qu'il est poète. Voilà ce que nous appellerons « don poétique », faute d'en savoir plus long.

Le poète a une notion plus ou moins confuse de son don. Le poète noir l'exploite pour sa satisfaction personnelle. Il croit qu'il a le mérite de ce don, il croit que lui, il fait volontairement des poèmes. Ou bien, s'abandonnant au mécanisme des signi
fications résonnantes, il se vante d'être possédé par un esprit supérieur, qui l'aurait choisi comme son interprète. Dans les deux cas, le don poétique est au service de l'orgueil et de la fallacieuse imagination. Combineur ou inspiré, le poète noir se ment à lui-même et se croit quelqu'un. Orgueil, mensonge, — un troisième terme encore le caractérise : paresse. Non qu'il ne s'agite et peine, ou qu'il semble du dehors. Mais tout ce remuement se fait tout seul, il se garde même bien d'y intervenir lui-même, — ce lui-même pauvre et nu qui ne veut pas être vu ni se voir pauvre et nu, que chacun de nous s'efforce de cacher sous ses masques. C'est le « don » qui opère en lui, il en jouit comme un voyeur, sans se montrer, il s'en habille comme le bernard-l'hermite au ventre mou s'abrite et se pare de la coquille du murex, faite pour produire la pourpre royale et non pour revêtir des avortons honteux. Paresse de se voir, de se laisser voir, peur de n'avoir d'autre richesse que les responsabilités qu’on assume, c'est de cette paresse que je parle — ô mère de tous mes vices!

La poésie noire est féconde en prestiges comme le rêve et comme l'opium. Le poète noir goûte tous les plaisirs, se pare de tous les ornements, exerce tous les pouvoirs, — en imagination. Le poète blanc préfère aux riches mensonges le réel, même pauvre. Son œuvre, c'est une lutte incessante contre l'orgueil, l'imagination et la paresse. Acceptant son don, même s'il en souffre et souffre d'en souffrir, il cherche à le faire servir à des fins supérieures à ses désirs égoïstes, à la cause encore inconnue de ce don.

Je ne dirai pas : un tel est un poète blanc, un tel un poète noir. Ce serait, d'idées, tomber en opinions, en discussions et en erreur. Je ne dirai même pas : un tel a le don poétique, un tel ne l'a pas. L'ai-je ? Souvent j'en doute, parfois je crois en être sûr. Je n'en suis jamais certain une fois pour toutes. Chaque fois la question est nouvelle. Chaque fois que l'aube paraît, le mystère est là tout entier. Mais si je fus jadis poète, certaine ment je fus un poète noir, et si demain je dois être un poète, je veux être un poète blanc. De fait, toute poésie humaine est mêlée de blanc et de noir; mais l'une tend vers le blanc, l'autre vers le noir.

Celle qui tend vers le noir n'a pas d'effort à faire pour cela. Elle suit la pente naturelle et sous-humaine. On n'a pas à faire effort pour se vanter, pour rêver, se mentir et paresser; ni pour calculer et combiner, lorsque calculs et combinaisons sont au service de la vanité, de l'imagination, de l'inertie. Mais la poésie blanche va à contre-pente, elle remonte le courant, comme la truite, pour aller engendrer à la source vive. Elle tient tête, par force et par ruse, aux fantaisies des rapides et des remous, elle ne se laisse pas distraire par le chatoiement des bulles qui passent, ni emporter par le courant vers les douces vallées limoneuses.

Comment mène-t-il cette lutte, le poète qui veut devenir un poète blanc? Je dirai comment j'essaie de la mener, à mes rares meilleurs moments, afin qu'un jour, si je suis un poète, de ma poésie, si grise soit-elle, émane au moins un désir de blancheur.

Je distinguerai trois phases dans l'opération poétique : celle du germe lumineux, celle du vêtement d'images, et celle de l'expression verbale.

Tout poème naît d'un germe, d'abord obscur, qu'il faut rendre lumineux pour qu'il produise des fruits de lumière. Chez le poète noir, le germe reste obscur et produit d'aveugles végétations souterraines. Pour le faire briller, il faut faire silence, car ce germe, c'est la Chose-à-dire elle-même, l'émotion centrale qui à travers toute ma machine veut s'exprimer. La machine par elle-même est obscure, mais elle aime à se proclamer lumineuse, et parvient à le faire croire. Sitôt mise en branle par la poussée du germe, elle prétend agir pour son propre compte, pour s'exhiber, et pour le plaisir vicieux de chacun de ses leviers et de ses rouages. Silence donc, la machine! Fonctionne et tais toi! Silence aux jeux de mots, aux vers mémorisés, aux souvenirs fortuitement assemblés, silence à l'ambition, au désir de briller — car la lumière seule brille par elle-même —, silence à la flatterie de soi, à la pitié de soi, silence au coq qui croit faire lever le soleil! Et le silence écarte les ténèbres, le germe commence à luire, éclairant, non éclairé. Voilà ce qu'il faudrait faire. C'est très difficile, mais chaque petit effort reçoit en récompense une petite lueur de lumière. La Chose-à-dire apparaît alors, au plus intime de soi, comme une certitude éternelle, — connue, reconnue et espérée en même temps —, un point lumineux contenant l'immensité du désir d'être.

La deuxième phase, c'est l'habillement du germe lumineux, qui révèle mais n'est pas révélé, invisible comme la lumière et silencieux comme le son —, son habillement par les images qui le manifesteront. Là encore, il faut, passant en revue images, rejeter et enchaîner à leurs places celles qui ne veulent servir que la facilité, le mensonge et l'orgueil. Il y en a tant de belles, qu'on voudrait montrer! Mais, l'ordre fait, il faut laisser le germe lui-même choisir la plante ou l'animal dont il va se vêtir en lui donnant la vie.

Et vient, troisièmement, l'expression verbale, où comptent non plus seulement le travail intérieur, mais aussi la science et le savoir-faire extérieurs. Le germe a sa respiration propre. Son souffle s'empare des mécanismes de l'expression en leur communiquant sa cadence. Donc, que ces mécanismes soient d'abord bien huilés et juste assez détendus, afin qu'ils ne se mettent pas à danser leurs danses à eux, à scander des mètres incongrus. Et en même temps qu'elle plie les sons du langage à son souffle, la Chose-à-dire les astreint aussi à contenir ses images. Cette double opération, comment la fait-elle ? C'est cela le mystère. Ce n'est pas par combinaison intellectuelle : il y faudrait trop de temps; ni par instinct : l'instinct n'invente pas. Ce pouvoir s'exerce grâce à la liaison particulière qui existe entre les éléments de la machinerie du poète, et qui unit en une seule substance vivante les matières si différentes que sont les émotions, les images, les concepts et les sons. La vie de ce nouvel organisme, c'est le rythme du poète.

Le poète noir fait à peu près tout le contraire, bien que l'exacte semblance de ces opérations s'effectue en lui. Sa poésie lui ouvre de nombreux mondes, certes, mais des mondes sans Soleil, éclairés de cent lunes fantastiques, peuplés de fantômes, ornés de mirages et parfois pavés de bonnes intentions. La poésie blanche ouvre la porte d'un seul monde, de celui du seul Soleil, sans prestiges, réel.

J'ai dit ce qu'il faudrait faire pour devenir un poète blanc. Il s'en faut que j'y parvienne! Même dans la prose, dans la parole et l'écriture ordinaires, — comme dans tous les aspects de ma vie quotidienne —, tout ce que je produis est gris, pie, souillé, mêlé de lumière et de nuit. Alors, je reprends la lutte après coup. Je me relis. Parmi mes phrases, je vois des mots, des expressions, des parasites qui ne servent pas la Chose-à-dire ; une image qui a voulu être étrange, un calembour qui s'est cru drôle, une pédanterie d'un certain cuistre qui devrait bien rester assis à son bureau, au lieu de venir jouer du flageolet dans mon quatuor à cordes, — et, chose remarquable, du même coup c'est une faute de goût, de style ou même de syntaxe. La langue elle-même semble agencée pour me déceler les intrus. Peu de fautes sont de technique pure. Presque toutes sont mes fautes. Et je raie, et je corrige, avec la joie qu'on peut avoir à se couper du corps un morceau gangrené.




















(1941.) 



René Daumal


martes, diciembre 19, 2017

The Holy War



I am going to write a poem about war. Perhaps it will not be a real poem, but it will be about a real war.

It will not be a real poem, because if the real poet were here and if the news spread through the crowd that he was going to speak—then a great silence would fall; at the first glimpse, a heavy silence would swell up, a silence big with a thousand thunderbolts.

The poet would be visible; we would see him; seeing him, he would see us; and we would fade away into our own poor shadows, we would resent his being so real, we sickly ones, we troubled ones, we uneasy ones.

He would be here, full to bursting with the thousand thunderbolts of the multitude of enemies he contains—for he contains them, and satisfies them when he wishes—incandescent with pain and holy anger, yet as still as a man lighting a fuse, in the great silence he would open a little tap, the very small tap of the mill of words, and let flow a poem, such a poem that it would turn you green.

What I am going to make won’t be a real, poetic, poet’s poem for if the word “war” were used in a real poem—then war, the real war that the real poet speaks about, war without mercy, war without truce would break out for good in our inmost hearts.

For in a real poem words bear their own facts.

But neither will this be a philosophical discourse. For to be a philosopher, to love the truth more than oneself, one must have died to self-deception, one must have killed the treacherous smugness of dream and cozy fantasy. And that is the aim and the end of the war; and the war has hardly begun, there are still traitors to unmask.

Nor will it be a work of learning. For to be learned, to see and love things as they are, one must be oneself, and love to see oneself as one is. One must have broken the deceiving mirrors, one must have slain with a pitiless look the insinuating phantoms. And that is the aim and the end of the war, and the war has hardly begun; there are still masks to tear off.

Nor will it be an eager song. For enthusiasm is stable when the god stands up, when the enemies are no more than formless forces, when the clangor of war rings out deafeningly; and the war has hardly begun, we haven’t yet thrown our bedding into the fire.

Nor will it be a magical invocation, for the magician prays to his god, “Do what I want,” and he refuses to make war on his worst enemy, if the enemy pleases him; nor will it be a believer’s prayer either, for at his best the believer prays “Do what you want,” and for that he must put iron and fire into the entrails of his dearest enemy—which is the act of war, and the war has hardly begun.

This will be something of all that, some hope and effort towards all that, and it will also be something of a call to arms. A call that the play of echoes can send back to me, and that perhaps others will hear.

You can guess now of what kind of war I wish to speak.

Of other wars—of those one undergoes—I shall not speak. If I were to speak of them, it would be ordinary literature, a makeshift, a substitute, an excuse. Just as it has happened that I have used the word “terrible” when I didn’t have gooseflesh. Just as I’ve used the expression “dying of hunger” when I hadn’t reached the point of stealing from the food-stands. Just as I’ve spoken of madness before having tried to consider infinity through a keyhole. As I’ve spoken of death before my tongue has known the salt taste of the irreparable. As certain people speak of purity, who have always considered themselves superior to the domestic pig. As some speak of liberty, who adore and polish their chains; as some speak of love, who love nothing but their own shadows; or of sacrifice, who wouldn’t for all the world cut off their littlest finger. Or of knowledge, who disguise themselves from their own eyes. Just as it is our great infirmity to talk in order to see nothing.

This would be a feeble substitute, like the old and sick speaking with relish of blows given and received by the young and strong.

Have I then the right to speak of this other war—the one which is not just undergone—when it has perhaps not yet irremediably taken fire in me? When I am still engaged only in skirmishes? Certainly, I rarely have the right. But “rarely the right” also means “sometimes the duty”—and above all, “the need,” for I will never have too many allies.

I shall try to speak then of the holy war.

May it break out and continue without truce! Now and again it takes fire, but never for long. At the first small hint of victory, I flatter myself that I’ve won, and I play the part of the generous victor and come to terms with the enemy. There are traitors in the house, but they have the look of friends and it would be so unpleasant to unmask them! They have their place in the chimney corner, their armchairs and their slippers; they come in when I’m drowsy, offering me a compliment, or a funny or exciting story, or flowers and goodies—sometimes a fine hat with feathers. They speak in the first person, and it’s my voice I think I’m hearing, my voice in which I’m speaking: “I am … , I know … , I wish …” But it’s all lies! Lies grafted on my flesh, abscesses screaming at me: “Don’t slaughter us, we’re of the same blood!”—pustules whining: “We are your greatest treasure, your only good feature; go on feeding us, it doesn’t cost all that much!”

And there are so many of them; and they are charming, they are pathetic, they are arrogant, they practice blackmail, they band together … but they are barbarians who respect nothing—nothing that is true, I mean, because they cringe in front of everything else and are tied in knots with respect. It’s thanks to their ideas that I wear my mask; they take possession of everything, including the keys to the costume wardrobe. They tell me: “We’ll dress you; how could you ever present yourself properly in the great world without us?” But oh! It would be better to go naked as a grub!

The only weapon I have against these armies is a very tiny sword, so little you can hardly see it with the naked eye; though, true enough, it is sharp as a razor and quite deadly. But it is really so small that I lose it from one minute to the next. I never know where I stuck it last; and when I find it again, it seems too heavy to carry and too clumsy to wield—my deadly little sword.

Myself, I only know how to say a very few words, and they are more like squeaks; while they even know how to write. There’s always one of them in my mouth, lying in wait for my words when I want to say something. He listens and keeps everything for himself, and speaks in my place using my words but in his own filthy accent. And it’s thanks to him if anyone pays attention to me or thinks I’m intelligent. (But the ones who know aren’t fooled; if only I could listen to the ones who know!)

These phantoms rob me of everything. And having done so, it’s easy for them to make me feel sorry for them: “We protect you, we express you, we make the most of you, and you want to murder us! But you are just destroying yourself when you scold us, when you hit us cruelly on our sensitive noses—us, your good friends.”

And an unclean pity with its tepid breath comes to weaken me. Light be against you, phantoms! If I turn on the lamp, you stop talking. When I open an eye, you disappear—because you are carved out of the void, painted grimaces of emptiness. Against you, war to the finish—without pity, without tolerance. There is only one right: the right to be more.

But now it’s a different song. They have a feeling that they have been spotted; so they pretend to be conciliatory. “Of course, you’re the master. But what’s a master without servants? Keep us on in our lowly places; we promise to help you. Look here, for instance: suppose you want to write a poem. How could you do it without us?”

Yes, you rebels—some day I’ll put you in your place. I’ll make you bow under my yoke, I’ll feed you hay and groom you every morning. But as long as you suck my blood and steal my words, it would be better by far never to write a poem!

A pretty kind of peace I’m offered: to close my eyes so as not to witness the crime, to run in circles from morning till night so as not to see death’s always-open jaws; to consider myself victorious before even starting to struggle. A liar’s peace! To settle down cozily with my cowardices, since everybody else does. Peace of the defeated! A little filth, a little drunkenness, a little blasphemy for a joke, a little masquerade made a virtue of, a little laziness and fantasy—even a lot, if one is gifted for it—a little of all that, surrounded by a whole confectioner’s-shopful of beautiful words; that’s the peace that is suggested. A traitor’s peace! And to safeguard this shameful peace, one would do anything, one would make war on one’s fellows; for there is an old, tried and true formula for preserving one’s peace with oneself, which is always to accuse someone else. The peace of betrayal!

You know by now that I wish to speak of holy warfare.

He who has declared this war in himself is at peace with his fellows, and although his whole being is the field of the most violent battle, in his very innermost depths there reigns a peace that is more active than any war. And the more strongly this peace reigns in his innermost depths, in that central silence and solitude, the more violently rages the war against the turmoil of lies and numberless illusions.

In that vast silence obscured by battle-cries, hidden from the outside by the fleeing mirage of time, the eternal conqueror listens to the voices of other silences. Alone, having overcome the illusion of not being alone, he is no longer the only one to be alone. But I am separated from him by these ghost-armies which I have to annihilate. Oh, to be able one day to take my place in that citadel! On its ramparts, let me be torn limb from limb rather than allow the tumult to enter the royal chamber!

“But am I to kill?” asked Arjuna the warrior. “Am I to pay tribute to Caesar?” asks another. Kill, he is answered, if you are a killer. You have no choice. But if your hands are red with the blood of your enemies, see to it that not a drop splatter the royal chamber, where the motionless conqueror waits. Pay, he is answered, but see to it that Caesar gets not a single glimpse of the royal treasure.

And I, who have no other weapon, no other coin, in Caesar’s world, than words—am I to speak?

I shall speak to call myself to the holy war. I shall speak to denounce the traitors whom I nourished. I shall speak so that my words may shame my actions, until the day comes when a peace armored in thunder reigns in the chamber of the eternal conqueror.

And because I have used the word war, and because this word war is no longer, today, simply a sound that educated people make with their mouths, but now has become a serious word heavy with meaning, it will be seen that I am speaking seriously and that these are not empty sounds that I am making with my mouth.






René Daumal

Translated by Dorothea M. Dooling


jueves, febrero 04, 2016

La Guerra Santa


Voy a escribir un poema sobre la guerra. Tal vez no sea un verdadero poema, pero será sobre una guerra verdadera.
No será un verdadero poema, porque, si el poeta verdadero estuviera aquí, y si entre la multitud corriera el rumor de que iba a hablar, entonces se haría un gran silencio, primero se abultaría un pesado silencio, un silencio grávido de mil truenos.


Visible, nosotros veríamos al poeta; vidente, él nos vería; y palideceríamos en nuestras pobres sombras, querríamos que fuese tan real, nosotros los macilentos, nosotros los fastidiados, nosotros los cualquier cosa.


Estaría aquí, lleno a reventar con los mil truenos de la multitud de enemigos que contiene —porque los contiene, y los contenta cuando quiere— incandescente de dolor y de sagrada ira, y sin embargo tranquilo como un pirotécnico, en el gran silencio, abriría un grifo pequeño, el grifo pequeñito del molino de palabras, y por ahí nos soltaría un poema, un poema tal que nos pondríamos verdes.



***


Lo que voy a escribir no será un verdadero poema poético de poeta, porque si se dijera la palabra «guerra» en un verdadero poema, entonces la guerra, la verdadera guerra de la que hablara el verdadero poeta, la guerra sin piedad, la guerra sin compromisos ardería definitivamente dentro de nuestros corazones.
Porque en un verdadero poema las palabras traen las cosas. 
Pero tampoco será un discurso filosófico. Porque para ser filósofo, para amar la verdad más que a uno mismo, hay que estar muerto ante el error, hay que haber matado a las traidoras complacencias del sueño y de la ilusión cómoda. Y éste es el objetivo y el fin de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, aún hay traidores que desenmascarar.

   Y tampoco será obra de ciencia. Porque para ser un sabio, para ver y querer ver las cosas tal como son, se debe ser uno mismo, y quererse ver tal como uno es. Se debe haber roto los espejos mentirosos, se debe haber matado con una mirada despiadada a los fantasmas insinuantes. Y éste es el objetivo y el fin de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, aún hay máscaras que arrancar.


   Y tampoco será un canto entusiasta. Porque el entusiasmo es estable cuando el dios se ha erguido, cuando los enemigos no son sino fuerzas sin forma, cuando el estruendo de guerra retumba a todo volumen, y la guerra apenas ha comenzado, aún no hemos echado al fuego nuestras camas.


   Tampoco será una invocación mágica, porque el mago le pide a su dios: «Haz lo que a mí me gusta», y se niega a hacerle la guerra a su peor enemigo, si el enemigo le gusta; sin embargo, tampoco será una plegaria de creyente, porque el creyente pide de la mejor manera posible: «Haz lo que quieras», y para ello ha debido meter el hierro y el fuego en las entrañas de su más caro enemigo, que es lo que ocurre en la guerra, y la guerra apenas ha comenzado.


Será un poco de todo esto, un poco de esperanza y de esfuerzo hacia todo esto, y también será un llamado a las armas. Un llamado que el juego de ecos podrá devolverme, y que tal vez otros oirán.


   Han adivinado ahora de qué guerra quiero hablar.
De las otras guerras —de las que vivimos— no hablaré. Si hablara de ellas, sería literatura común, un sustituto, un a-falta-de, un pretexto. Así como me ha sucedido usar la palabra «terrible» cuando no tenía carne de gallina. Así como he usado la expresión «morir de hambre» cuando aún no había robado en los puestos de comida. Así como he hablado de locura antes de haber intentado mirar el infinito por el ojo de la cerradura. Así como he hablado de muerte, antes de haber sentido que mi lengua tenía el gusto a sal de lo irreparable. Así como algunos, que siempre se consideraron superiores al puerco doméstico, hablan de pureza. Así como algunos, que adoran y repintan sus cadenas, hablan de libertad. Así como algunos, que sólo aman su propia sombra, hablan de amor. O de sacrificio, los que no se cortarían por nada el dedo meñique. O de conocimiento, los que se disfrazan ante sus propios ojos. Así como nuestra gran enfermedad es hablar para no ver nada.
Sería un sustituto impotente, así como los viejos y los enfermos hablan con naturalidd de los golpes que dan o reciben los jóvenes saludables.

  ¿Tengo derecho de hablar entonces de esa otra guerra —sólo aquella que no vivimos— cuando quizá no ha estallado irremediablemente en mí? ¿Cuando todavía estoy en las escaramuzas? Es cierto, tengo es-caso derecho de hacerlo. Pero «escaso derecho», también quiere decir «a veces el deber» —y sobre todo «la necesidad», porque nunca tendré demasiados aliados.


***

Intentaré pues hablar de la guerra santa.
¡Que estalle de manera irreparable! Es cierto, arde de vez en cuando, pero nunca por mucho tiempo. Al primer indicio de victoria, me admiro de mi triunfo, y me hago el generoso, y hago pactos con el enemigo. Hay traidores en la casa, pero tienen pinta de amigos, ¡sería tan desagradable desenmascararlos! Tienen su lugar junto a la chimenea, sus sillones y sus pantuflas, y vienen cuando dormito, a ofrecerme un cumplido, una historia palpitante o graciosa, flores y golosinas, y a veces un bonito sombrero con plumas.


 Hablan en primera persona, es mi voz la que creo oír, es mi voz la que creo emitir: «soy…, sé… quiero…» ¡Mentiras! Mentiras injertadas en mi carne, abscesos que me gritan: «¡No nos mates, somos de tu misma sangre!», pústulas que lloriquean: «Somos tu único bien, tu único adorno, sigue pues alimentándonos, no te cuesta tanto!»
   Y son numerosos, y son encantadores, son compasivos, son arrogantes, hacen chantaje, se alían —pero estos bárbaros no respetan nada— nada verdadero, quiero decir, porque frente a todo lo demás, están retorcidos de respeto. Gracias a ellos tengo una apariencia, son ellos quienes ocupan el lugar y guardan las llaves del armario de máscaras. Me dicen: «Nosotros te vestimos, sin nosotros, ¿cómo te presentarías en el mundo elegante?» ¡Ay! ¡Mejor andar desnudo como una larva!
Para combatir a estos ejércitos, sólo tengo una espadita minúscula, apenas visible al ojo desnudo, filosa como una navaja, es cierto, y muy asesina. Pero verdaderamente tan pequeña que la pierdo a cada instante. Nunca sé dónde la he guardado. Y cuando la encuentro, entonces me parece que pesa demasiado y es difícil de manejar, mi espadita asesina.
   Apenas sé decir algunas palabras, y además son más bien vagidos, mientras que ellos hasta saben escribir. Siempre tengo uno en la boca, que acecha mis palabras cuando quiero hablar. Las escucha, se guarda todo para él, y habla en mi lugar, con las mismas palabras, pero con su propio acento inmundo. Y gracias a él la gente me estima y me considera inteligente. (Pero quienes saben no se equivocan: ¡ojalá pudiera oír a quienes saben!)


Estos fantasmas me roban todo. Después de esto, se les hace fácil compadecerse de mí: «Nosotros te protegemos, te expresamos, te hacemos valer. ¡Y tú quieres asesinarnos! Pero es a ti mismo a quien desgarras cuando nos regañas, cuando nos golpeas vilmente en la nariz tan sensible, a nosotros, tus buenos amigos.»


   Y la sucia compasión, con sus tibiezas, llega a debilitarme. ¡Contra ustedes, fantasmas, toda la luz! Con sólo encender la lámpara, se callarán. Con sólo abrir un ojo, desaparecerán. Porque son el vacío esculpido, la nada maquillada. Contra ustedes, la guerra a ultranza. Nada de piedad, nada de tolerancia. Un solo derecho: el derecho del que más es.


Pero ahora es otra canción. Se sienten descubiertos. Entonces se hacen los conciliadores. «En efecto, tú eres el amo. Pero, ¿qué es un amo sin sirvientes? Déjanos en nuestros modestos lugares, prometemos ayudarte. Mira, por ejemplo: imagina que quieres escribir un poema. ¿Qué harías sin nosotros?»
Sí, rebeldes, un día los volveré a poner en su lugar. Los doblaré a todos bajo mi yugo, los alimentaré con heno y los estregaré todas las mañanas. Pero mientras me chupen la sangre y me roben la palabra, ¡ay!, ¡prefiero nunca escribir un poema!
  Qué bonita paz se me propone. Cerrar los ojos para no ver el crimen. Agitarse de la mañana a la noche para no ver a la muerte siempre dispuesta. Creerse victorioso antes de haber luchado. ¡Paz de mentiras! Conformarse con sus cobardías, puesto que todo el mundo se conforma. ¡Paz de vencidos! Un poco de mugre, un poco de ebriedad, un poco de blasfemia bajo palabras ingeniosas, un poco de hipocresía, de la que se hace una virtud, un poco de pereza y de ensoñación, o incluso mucho si uno es artista, un poco de todo esto rodeado por toda una confitería de bellas palabras, ésa es la paz que se me propone. ¡Paz de vendidos! Y para salvaguardar esta paz vergonzosa, uno haría todo, uno haría la guerra contra sus semejantes. Porque existe una receta vieja y segura para conservar siempre la paz en uno: acusar siempre a los otros. ¡Paz de traición!


***


Ahora saben que quiero hablar de la guerra santa.
Aquel que ha declarado esta guerra en sí mismo está en paz con sus semejantes y, aunque todo él sea el campo de la batalla más violenta, dentro del adentro de sí mismo reina una paz más activa que todas las guerras. Y cuanto más reina la paz dentro del adentro, en el silencio y la soledad central, más estragos hace la guerra contra el tumulto de mentiras y la innumerable ilusión.


En ese vasto silencio cubierto de gritos de guerra, oculto del afuera por el fugaz espejismo del tiempo, el eterno vencedor oye las voces de otros silencios. Solo, habiendo disuelto la ilusión de no estar solo, solo, ya no sólo es él quien está solo. Pero yo estoy separado de él por esos ejércitos de fantasmas que debo aniquilar. ¡Ojalá pudiera un día instalarme en esta ciudadela! ¡Sobre las murallas que me desgarren hasta los huesos, para que el tumulto no entre a la cámara real!
«Pero, ¿mataré?», pregunta Arjuna el guerrero. «¿Pagaré el tributo al César?», pregunta otro. —Mata —se le responde— si eres un asesino. No tienes alternativa. Pero si tus manos enrojecen con la sangre del enemigo, no dejes que ni una gota salpique la cámara real, donde espera el vencedor inmóvil. —Paga —se le responde—, pero no dejes que el César eche ni una mirada sobre el tesoro real.

  Y yo que no tengo otra arma, en el mundo del César, más que el habla, yo que no tengo otra moneda, en el mundo del César, más que las palabras, ¿hablaré?
Hablaré para llamarme a la guerra santa. Hablaré para denunciar a los traidores que he alimentado. Hablaré para que mis palabras avergüencen a mis acciones, hasta el día en que una paz acorazada de trueno reine en la cámara del eterno vencedor.


   Y porque he usado la palabra guerra, y esta palabra guerra ya no es hoy un simple ruido que la gente instruida hace con la boca, porque ahora es una palabra seria y cargada de sentido, se sabrá que hablo seriamente y que no son ruidos vanos los que hago con la boca.






René Daumal

Traducción de Mónica Mansour