Y sin embargo, de nuevo este cielo,
¡Dios!, este cielo y esta hermosa luz que no envejece,
y bajo esa luz los crímenes,
y los injustamente muertos,
y otra vez los ríos enlodados de muertos y de crímenes
y una señora que llora, sola entre niños dormidos, solos y hambrientos, etc., etc.,
y tus caderas, Amor,
y aquello que no sé y me llama, esa cosa que aletea a lo lejos sobre un campo abierto,
y un poco tu mano, y otra vez tu otra mano, amor,
sobre mi espalda, viva precisamente por tus manos,
y tus tobillos sobre los que mis pies intentan una caricia,
y tu voz, y tu respiración cansada sobre mi cuello,
y otra vez esa cosa tan difusa
aleteando sobre un territorio que no sé y me llama:
cierta indeclinable, rara y anónima necesidad de libertad.