Ayer, un Tata Nganga me dijo:
los muertos nacen de las cuatro estaciones con el enigma de la existencia.
Nunca mueren: sólo funden su rumor de aliento con la tierra.
Cuando reencarnan son espejo líquido de nosotros mismos:
palpamos el patakí de sus vidas.
Cuando trabajan en el corazón de la manigua
se vuelven tejido de nidos, brazos de musgo y manglar
sobre el mar de los inicios.
Sus rostros se nos cincelan en las manos
untados de lodo, arcilla y estruendo.
Cuando deambulan, se vuelven habitantes
de las estrellas, pasajeros del aire.
Esa es su forma de quedarse a vivir
en el canto del ave.
Vienen desde el ayer a contemplarnos.
Como un coro de abejas surcan la curvatura de la retina.
Un misterio de luna orbitando en sus miradas
nos descifra el pensamiento.
Son los narradores invisibles de nuestros sueños.
Murmuran en concierto de imágenes
que se hacen idea y verbo.
Nos trazan canales en el cuerpo,
bosques de nostalgias, fragmentos sonoros
donde cabe el peso de nuestra memoria.
Son lluvias marcando el compás de los días.
Si los escuchamos sentimos una percusión
galopar las colinas de nuestra lengua.
La artillería de una fuerza en la médula del alma.
Los ofrendamos con frutas y flores.
De ellos es el pan recién horneado,
el café de la tarde, el agua de azúcar al caer el día.
Sílaba a sílaba, invocarlos con el bálsamo de los rezos.
Cantarles con la sangre de nuestros animales,
hoguera de versos que alumbra sus ausencias.
Soplamos ron y nos profetizan
palabras liberadas del cepo y del látigo.
¡Que a nuestros pies descienda la voz de los muertos!
¡Que nuestros dedos palpen el tambor de su tempestad!
¡Que bailen con nosotros al son de la melodía más antigua!
Ashanti Dina Orozco