Al recibir la distinción con la cual su libre Academia ha querido honrarme, mi gratitud se profundiza cuando constato que esa recompensa sobrepasa de lejos mis méritos personales. Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea ser reconocido. Yo también lo deseo. Pero al conocer su decisión me fue imposible no contrastar este honor con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre casi joven, rico sólo en dudas, con una obra todavía en construcción, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el repliegue de la amistad, podría recibir, sin una especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, solo y reducido a sí mismo, en el centro de una cruda luz? ¿Con qué ánimo podría recibir este honor mientras en Europa otros escritores, de entre los más grandes, son reducidos al silencio y mientras su tierra natal conoce una desdicha incesante?
Sentí en mí ese desconcierto y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me fue necesario, en resumen, ponerme en regla con un destino demasiado generoso. Y como fue imposible hacerlo con el único apoyo de mis méritos, no hallé nada que viniera en mi ayuda sino es aquello que ha sido mi sostén a lo largo de la vida y en las circunstancias más opuestas: la concepción que tengo de mi arte y de la misión del escritor. Tan sólo permítanme que, en prueba de reconocimiento y amistad, les describa esta concepción de la forma más simple que pueda.
Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de todo. Al contrario, si algo necesito de él es que no me separe de nadie y que me permita vivir tal como soy, a la par de todos. A mi ver, el arte no es una alegría solitaria. El arte conmueve a un gran número de personas al ofrecer una imagen privilegiada de los dolores y de las alegrías comunes. Obliga así al artista a no aislarse; lo somete a la más humilde y a la más universal de las verdades. Y esos que muchas veces eligieron un destino de artistas porque se sentían diferentes, pronto se dan cuenta de que no podrán nutrir su arte ni su diferencia si no admiten su semejanza con todos. El artista se forja en este perpetuo ir y venir de sí mismo hacia los demás, equidistante entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso, los verdaderos artistas nada menosprecian; se obligan a comprender en lugar de juzgar. Y si tienen un partido a tomar en este mundo, sólo puede ser ese de una sociedad en la cual, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea éste trabajador o intelectual.
Así, el papel de escritor es inseparable de duros deberes. Por definición, no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. De otro modo, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no lo apartarán de la soledad, incluso (y especialmente) si él consiente en adoptar su marcha. Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones en el otro extremo del mundo, basta para sacar al escritor de su exilio cada vez que él logre, como mínimo, entre los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio y, transmitirlo, para hacerlo resonar con los recursos del arte.
Nadie es lo bastante grande para semejante vocación. Sin embargo, en todas las circunstancias de su vida, desconocido o provisionalmente célebre, arrojado a las cadenas de la tiranía o libre a ratos para expresarse, el escritor puede tener el presentimiento de una comunidad viva que lo justificará, con la sola condición de que acepte, tanto como pueda, las dos responsabilidades que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad, y el servicio a la libertad. Y puesto que su vocación consiste en reunir al mayor número posible de personas, él no puede acomodarse a la mentira ni a la servidumbre que, donde reinan, hacen proliferar las soledades. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio se arraigará siempre en dos compromisos difíciles de mantener: la negativa a mentir sobre lo que sabemos y la resistencia ante la opresión.
Durante más de veinte años de historia demencial perdido y sin ayuda, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones de este tiempo, sólo me sostuvo el sentimiento hondo de que escribir hoy era un honor, porque ese acto obligaba, y obligaba a algo más que a escribir. Me obligaba en particular, tal como yo era y según mis fuerzas, a llevar la desgracia y la esperanza que compartía con todos aquellos que vivían la misma historia. Esos hombres, nacidos al principio de la primera guerra mundial, que tenían veinte años en la época del establecimiento, al mismo tiempo, del poder hitleriano y de los primeros procesos revolucionarios, y que en seguida se vieron enfrentados, para completar su educación, a la guerra de España, a la segunda guerra mundial, al universo de los campos de concentración, a la Europa de la tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a elevar a sus hijos y a sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Yo supongo que nadie puede pedirles que sean optimistas. Incluso pienso que debemos comprender, sin abandonar la lucha contra ellos, el error de aquellos quienes, en una escalada de desesperación, reivindicaron el derecho al deshonor y se lanzaron a los nihilismos de la época. Sin embargo la mayoría de nosotros, en mi país y en Europa, rechazó ese nihilismo y se dio a la búsqueda de una legitimidad. Precisó forjarse un arte de vivir en tiempos de catástrofe, a fin de nacer una segunda vez y de luchar luego, con la cara al descubierto, contra el instinto de muerte que opera en nuestra historia.
Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo hará. Pero su deber es quizás mayor: consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida, en la cual se mezclan revoluciones caídas, técnicas enloquecidas, dioses muertos, e ideologías agotadas; en la cual poderes mediocres pueden hoy todo destruir pero ya no convencer; en la cual la inteligencia se rebajó a prestar servicio al odio y a la opresión; dicha generación tuvo que restituir, en sí misma y en torno a ella, y a partir únicamente de sus negaciones, algo de dignidad a la vida y a la muerte. Ante un mundo que amenaza desintegrarse, donde nuestros grandes inquisidores corren el riesgo de establecer para siempre los reinos de la muerte, ella sabe que debería, en una especie de contrareloj demencial, restaurar entre las naciones una paz que no sea esa de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la Alianza. No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero sí es cierto que en el mundo entero ya tiene hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir sin odio por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera que se halle y, sobre todo, allí donde se sacrifica. Es sobre ella, seguro de su profunda aprobación, que yo quisiera reposar el honor que acaban de hacerme.
Al mismo tiempo, después de exponer la nobleza del oficio de escribir, me gustaría situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros de lucha, vulnerable pero terco, injusto y enamorado de la justicia, construyendo su obra sin vergüenza ni orgullo a la vista de todos, sin cesar repartido entre el dolor y la belleza; dedicado en fin a extraer de su ser dual las creaciones que busca edificar, obstinadamente, en el movimiento destructor de la historia. ¿Quién, después de todo esto, podría esperar de él soluciones ya hechas, y una bella moral? La verdad es misteriosa, huidiza, por siempre a conquistar. La libertad es peligrosa, tan penosa como exaltante. Nos es necesario avanzar hacia esos dos objetivos de manera ardua, pero resuelta, seguros de antemano de nuestros desfallecimientos sobre tan larga ruta. ¿Qué escritor osaría, con la conciencia tranquila, oficiar como predicador de virtud? En cuanto a mí, debo decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás pude renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre de donde crecí. Y aunque esta nostalgia explica muchos de mis errores y de mis faltas, ella me ayudó, sin duda, a comprender mejor mi oficio y todavía ahora me ayuda a resistir, ciegamente, al lado de todos esos hombres silenciosos que no sobrellevan la vida que les fue dada, en este mundo, sino es por el recuerdo o el retorno de breves y libres alegrías.
Así, de vuelta a eso que realmente soy, a mis límites, a mis deudas y también a mi difícil fe, me siento más libre al mostrarles, para finalizar, la magnitud y la generosidad de la distinción que acaban de concederme, más libre también para decirles que quisiera recibirla como homenaje rendido a quienes, participando en el mismo combate, no recibieron ningún privilegio sino que supieron, al contrario, de desgracias y de persecuciones. Sólo me queda agradecerles desde el fondo del corazón y formularles públicamente, como testimonio personal de gratitud, la misma y antigua promesa de fidelidad que cada verdadero artista, cada día, se hace a sí mismo, en silencio.