Cuando un rostro se vuelve amenazante, lo desdibujo pacientemente.
Empiezo por sus líneas, después me dedico a las sombras y dejo para el final sus sutiles celadas. Sólo trato de desarmar la figura.
Hay que impedir que mire desde su centro dinámico, quitarle ese halo de imán que desquicia, volverlo una mancha.
De noche practico esta cautela. Me acerco al rostro, recuerdo todos los incidentes, tomo un trapo húmedo, ordinario, maligno, con el que deshago suavemente el dibujo.
Cuando el cielo vuelve a ser blanco ya no queda nada.
No destruyo el rostro; lo suavizo y me pliego. Aprendo a convivir con él.
Es el recurso basto de quien exagera todas las líneas.
No es un trabajo fácil. Requiere un gran desasimiento. El apego, el apego es el enemigo. Con sus gomas alocadas da que hacer. Produce anexiones, pueriles violencias, enrarecimiento del aire.
Uso un procedimiento rudimentario, el que está a mi alcance, pues soy tosco.
Tuve que idear este método, extraño a mi ser, en una difícil época. Fue al término de una crisis.
Acababa de dejar la cáscara. La imaginación se había agotado. Sólo quedaban los objetos, los firmes objetos.