Aquí golpeaba airadamente el padre sobre la mesa
causando un temblor de cristales, una zozobra en la sopa
Piedad Bonnett
que separa mi cuerpo de la casa.
Entonces me convierto en un mueble más,
en un fardo inmóvil que acumula polvo,
en materia inerte que recuerda a los antepasados:
A la abuela con sus cigarrillos
tantas veces prohibidos por el médico,
a la tía siempre sola,
al abuelo que se convirtió en leyenda,
al que nunca conocimos con su faz de dios terrible
golpeando con su puño el centro de la mesa
o al bohemio tío en su borrachera eterna
escuchando en un tango el resumen de su vida.
Pero siempre hay algo que respira,
algo que se inflama con el fuego de la lengua
que lamió por vez primera nuestra piel
y que ahora sangra como una herida,
algo que regresa como la mañana al sol
e ilumina las estancias donde los recuerdos danzan
y nos hace huir a los aromas de jabones infantiles,
a las antiguas escenas de deseo
que retornan a los ojos como mil castigos.
Es entonces cuando salgo
y me confundo con los transeúntes,
quienes como yo
fingen caminar desprevenidos por las calles
y llevar sus cuerpos a las oficinas o a los parques,
ignorando que aquellas paredes
que aprisionan su alma
son ya parte de la casa donde habitan.
Cada hombre es una casa que camina.