Me habían hablado del mar. Yo imaginaba una soledad infinita, una reflexión profunda, en la amplitud de su horizonte, cuando tenía ansias, sed de mí mismo, sed de sentido, de plenitud.
Por fortuna, no lo había imaginado en tu compañía… ¡qué pérdida de tiempo habría sido! Tardaría siglos, en el caso de serme posible, imaginar en todo su detalle el contacto de tu piel con la mía, de tu cuerpo con el mío, algo tan simple como eso. Tardaría siglos esculpiendo en el instante la suavidad de tu abrazo, ese abrazo que baña de calma y amor esta furia o tristeza ancestral que me habita. Y llevada a la realidad mágica que creamos quién sabe desde cuándo, toda imaginación resultaría insatisfactoria.
Nos tomamos de la mano e ingresamos al mar. Este era un mar calmo, poco profundo y por ello nos podíamos adentrar en él, jugar con libertad al cangrejo de ocho extremidades, dos corazones y un ritmo, o jugar al tiburón y perseguir al otro con toda esa extensión a nuestra disposición. Habría jurado en muchos de esos momentos que para ese sólo instante yo había nacido.
He oído que una gota de agua, si cae con persistencia en un mismo sitio, es capaz de horadar la piedra más dura. He constatado que cierto aposentar de tus manos en mis hombros, ojalá con tus piernas enrolladas a mi cintura, ojalá con el agua alivianando tu peso y el mío, es capaz de horadar el núcleo de mi ego y llevarme a un disfrute exacto, a través de superficies milimétricas de mi piel, de cada sombra en el paisaje, de cada roce de aíre, de cada vaivén de agua, de cada caricia de tu piel.
Dante descendió al infierno por Beatriz. Por vivir instantes como esos, viviría toda una vida esperándote o extrañándote.
Mauricio A. Moreno