martes, diciembre 15, 2015

El despertar


A León Ostrov



 

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y se ha volado
y mi corazón está loco
porque aúlla a la muerte
y sonríe detrás del viento
a mis delirios

Qué haré con el miedo
Qué haré con el miedo

Ya no baila la luz en mi sonrisa
ni las estaciones queman palomas en mis ideas
Mis manos se han desnudado
y se han ido donde la muerte
enseña a vivir a los muertos

Señor
El aire me castiga el ser
Detrás del aire hay monstruos
que beben de mi sangre

Es el desastre
Es la hora del vacío no vacío
Es el instante de poner cerrojo a los labios
oír a los condenados gritar
contemplar a cada uno de mis nombres
ahorcados en la nada.

Señor
Tengo veinte años
También mis ojos tienen veinte años
y sin embargo no dicen nada

Señor
He consumado mi vida en un instante
La última inocencia estalló
Ahora es nunca o jamás
o simplemente fue

¿Cómo no me suicido frente a un espejo
y desaparezco para reaparecer en el mar
donde un gran barco me esperaría
con las luces encendidas?

¿Cómo no me extraigo las venas
y hago con ellas una escala
para huir al otro lado de la noche?

El principio ha dado a luz el final
Todo continuará igual
Las sonrisas gastadas
El interés interesado
Las preguntas de piedra en piedra
Las gesticulaciones que remedan amor
Todo continuará igual

Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo
porque aún no les enseñaron
que ya es demasiado tarde

Señor
Arroja los féretros de mi sangre

Recuerdo mi niñez
cuando yo era una anciana
Las flores morían en mis manos
porque la danza salvaje de la alegría
les destruía el corazón

Recuerdo las negras mañanas de sol
cuando era niña
es decir ayer
es decir hace siglos

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y ha devorado mis esperanzas

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo








Alejandra Pizarnik




El Fornicio

Te besaré en la punta de las pestañas y en los pezones,
te turbulentamente besara,
mi vergonzosa, en esos muslos
de individua blanca, tocara esos pies
para otro vuelo más aire que ese aire
felino de tu fragancia, te dijera española
mía, francesa mía, inglesa, ragazza,
nórdica boreal, espuma
de la diáspora del Génesis... ¿Qué más
te dijera por dentro?
                                   ¿griega,
mi egipcia, romana
por el mármol?
                        ¿fenicia,
cartaginesa, o loca, locamente andaluza
en el arco de morir
con todos los pétalos abiertos,
                                           tensa
la cítara de Dios, en la danza
del fornicio?

Te oyera aullar,
te fuera mordiendo hasta las últimas
amapolas, mi posesa, te todavía
enloqueciera allí, en el frescor
ciego, te nadara
en la inmensidad
insaciable de la lascivia,
                                      riera
frenético el frenesí con tus dientes, me
arrebatara el opio de tu piel hasta lo ebúrneo
de otra pureza, oyera cantar las esferas
estallantes como Pitágoras,
                                          te lamiera,
te olfateara como el león
a su leona,
               para el sol,
fálicamente mía,
                         ¡te amara! 

 




Gonzalo Rojas



miércoles, noviembre 18, 2015

La Canción De La Bala


La civilización va a desaparecer víctima de una pequeña máquina hija de la civilización: el revólver.

El revólver, catapulta de bolsillo, que lanza la bala leve, ágil y perforante. La bala es la polilla de la humanidad; como microbio tenaz roe y pudre las entrañas de los hombres y convierte en polvo la carne.

Gusanillo de hierro, devorador de cadáveres vivos, hermano de los gusanos de las tumbas; ejecutor de justicias, mensajero de rencores, caballero alado de la muerte. 

¿Qué pensará el buen obrero de ojos sencillos que habita probablemente en la casita blanca de arrabal y tiene tres niños retozones y una mujer alegre y sonrosada; qué pensará el buen obrero al forjar las balas en su taller? No sabrá, sin duda, que esa, tan esbelta y pulida, impulsada por la mano ilusa del ácrata, irá a taladrar la frente de un rey; ni que esa otra, vibrante y fría, desgarrará el seno trémulo de la mujer que engañó, ni que aquella otra servirá un día al conspirador monárquico para apagar la luz liberadora en el cerebro del reformador.

Y no sabrá tampoco el buen obrero que una y otra, las justas y las injustas, las que llevan un mensaje de odio o las que van a realizar una sublime idea, las que vengan al amante, las que suprimen al espía; las que hielan al pensador, las que atravesaron a Jaurés, sacrificado en aras de un restringido ideal  patriótico, las que intentaron matar a Clemenceau, guiadas por un amplio ideal humanitario, las que derribaron a Canalejas porque era un grande hombre, y las que derribaron a Dato porque no lo era, las que eliminan a la princesa inocente, y al sátrapa oprobioso, todas van a colaborar en la oscura obra de la transformación del mundo como los ciegos gusanos de las tumbas que preparan la materia para un nuevo florecimiento.

¡Una racha admirable y misteriosa de locura cruza la tierra; en Londres gélido y en Berlín burgués, la bala, alegre y musical, canta en los oídos la canción de la muerte fecunda! Estamos, amigos míos, en la era de la bala; descubrámonos ante nuestra señora la pistola, virgen de siete ojos y larga nariz, virgen vendada e iluminada, que trae en su seno la libertad de los pueblos, que está arrasando todas la tiranías, las aristocráticas y las democráticas, las de sangre y las de ambición; que está preparando el advenimiento del único reinado humano y justo: el del hombre simple, del buen hombre, del hombre.





Luis Tejada Cano


Las Armas


Quijano Mantilla ha hecho el elogio del revólver como buen santandereano. Un hombre antioqueño podría intentar el elogio del cuchillo. Yo no lo intentaré, sencillamente por­que soy un mal antioqueño; lo soy por muchas cosas: porque no llevo cuchillo, porque no gusto de la mazamorra, porque no soy Restrepo ni Vásquez por ningún lado, porque no pienso tener hijos jamás, porque no creo en el infierno. Sin embargo, no dejo de admirar un poco la excelencia de aquella arma terrible y reconozco perfectamente su estirpe caballeresca. El cuchillo desciende sin duda de la daga medieval, de la daga de mango preciosamente cincela­do que llevaban sobre el lado izquierdo con heroico donaire los caballeros del Renacimiento.

Por lo demás, los cuchillos deben ser indudablemente más bellos leídos o imaginados que sentidos. En La hermética de Rotschilde, una extraña mujer tira cuchillos al aire y los vuelve a recibir con diabólica precisión hasta que uno le cae de punta sobre los senos. Esta malabarista de la muerte, aureolada de lenguas pálidas de acero, produce cierta discreta emo­ción que puede disfrutar sin peligro cualquier hombre sensible. Para que la tragedia sea bella hay necesidad de que no sea verdad o de que sea una verdad lejana, pero ¿para qué sirven las armas? Las armas sirven, simplemente, para no matar a nadie y al que me argumente lo con­trario y haga la lista de los muertos a puñaladas y a balazos que se suceden con frecuencia, que está alarmando ya a los directores de las cárceles, le diré que se equivoca, porque una locomotora mata tanto o más aun cuando se hizo precisamente para otras cosas.

En cierto modo, los muertos a puñaladas y a balazos son obra de la casualidad. Cuando un revólver o una locomotora matan a alguien, hacen una función accidental perfectamente opuesta o al menos distinta del destino para que fueron creados. La locomotora se inventó para conducir pasajeros; el revólver se inventó para quitar el miedo y esa es su función per­manente. En realidad, el revólver es en psicología una especie de contrapeso del “coco” y del “brujo”; cuando estamos grandes, el revólver nos ayuda a vencer el miedo que el “coco” y el “brujo” crearon en nuestras almas de niños.

El miedo es una afección puramente subjetiva. Está dentro de nosotros como un de­moncejo cosquilleante, como un niño mimado que teme a las sombras y a la soledad. Por eso necesitamos algo que lo adormezca y hay muchas formas de hacerlo: silbando, cantando, viviendo borrachos (entre más borrachos, mejor), llevando alguien que nos acompañe y nos hable o, más eficaz que todo, cargando un arma protectora.

Las armas, y aun ciertas cosas que no lo sean y que apenas se les parezcan, poseen esa misteriosa cualidad de proteger. Una escopeta descargada o sin gatillo, o simplemente una cubierta de revólver, o un cuchillo de palo, producen ya un efecto inefable de seguridad. Basta con que tengan cierta conformación siniestra, cierto aspecto externo de cosa agresiva y mor­tífera, para que nos sintamos tranquilos y seamos capaces de adelantar por los caminos llenos de probables bandoleros. 

El hombre verdaderamente valeroso, sereno, lúcido, no lleva arma jamás. No teme a lo desconocido y para él, el quién sabe es una interrogación sin sentido, porque ha logrado despejar su alma de prejuicios infantiles. Los débiles y los tímidos necesitan un complemento psicológico para ser espiritualmente fuertes: es el revólver.





El Espectador, “Gotas de tinta”, Medellín, 14 de agosto de 1920.



Luis Tejada Cano


Los Fieles Difuntos

¿Qué clase de gente son ustedes
que ven al mundo
                                doblarse y gritar
                                            y sólo se ocupan de sus asuntos?



Gustavo Pereira

martes, noviembre 17, 2015

El Pequeño Vagabundo


Madre amada, madre amada, la iglesia está yerta,
y la taberna es grata, placentera y tibia.
Puedo decir, por otra parte, dónde me tratan bien,
aunque tal trato nunca será bien visto por el cielo.

Si en la iglesia nos diesen un poco de cerveza
y un fuego grato para entibiar nuestras almas
cantaríamos y rezaríamos el día entero.
Nunca querríamos alejarnos de la iglesia.

Así el párroco podría predicar, beber y cantar.
Todos nos sentiríamos dichosos como pájaros en primavera
y la modesta dama contrahecha, que siempre está en la iglesia,
no tendría hijos patizambos ni repartiría ayunos y latigazos.

Y Dios, como un padre, se regocijaría al ver
a sus hijos tan apreciables y dichosos como Él.
Ya no reñiría con el diablo,
sino que le besaría, dándole bebida y vestido.




Desocupados, de Antonio Berni




William Blake

En: "Cantos de experiencia"

Traducción: Pablo Mañé Garzón

lunes, noviembre 16, 2015

Somari

Hay un poco de mí en ti
Pero es mucho más de lo poco de ti que hay en mí
Mi orgullo está en
                    saber que esta vez
he dado más de lo que recibo.




Gustavo Pereira

Llegada De La Orquesta


Tengo por buenos los silencios
                     Pero hasta cuándo los silencios
¡Basta ya de silencios!
¡Venga la orquesta!
¡Venga la grave y ronca y melancólica llama de la gran tempestad!
Y la dulce balada de la calle
Y el ruido de las gentes y los autos
Y la guitarra entera de mi pecho
                                      a la que el huracán hace sonar
Venga la vida
                       con altos y con bajos
Vengan los mares y los vientos
y las lluvias y las desolaciones
y el polvo del camino y las fatales
                                                         brumas de la soledad
¡Venga envuelta en su gorro
                                               frigio la loca fortuna
de saberse vivo!



Gustavo Pereira




viernes, noviembre 13, 2015

El Terrón Y El Guijarro


"El amor no busca complacerse a sí mismo
ni por sí tiene inquietud alguna;
sin embargo a otro da sosiego
y construye un cielo en la desesperación del infierno."

Así cantaba un pequeño terrón de arcilla
aplastado por las patas del ganado. 
Pero un guijarro del arroyo 
murmuraba estos versos adecuados.

"Amor sólo busca la complacencia de sí mismo
y atar a otro a su deleite;
se regocija cuando los demás pierden la calma
y construyen un infierno a despecho de los cielos."






William Blake


En: Cantos de experiencia   

Traducción: Pablo Mañé Garzón

lunes, noviembre 09, 2015

Oda a Walt Whitman


Por el East River y el Bronx
los muchachos cantaban enseñando sus cinturas,
con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.
Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas
y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.

Pero ninguno se dormía,
ninguno quería ser el río,
ninguno amaba las hojas grandes,
ninguno la lengua azul de la playa.

Por el East River y el Queensborough
los muchachos luchaban con la industria,
y los judíos vendían al fauno del río
la rosa de la circuncisión
y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados
manadas de bisontes empujadas por el viento.

Pero ninguno se detenía,
ninguno quería ser nube,
ninguno buscaba los helechos
ni la rueda amarilla del tamboril.

Cuando la luna salga
las poleas rodarán para tumbar el cielo;
un límite de agujas cercará la memoria
y los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.

Nueva York de cieno,
Nueva York de alambres y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de sus anémonas manchadas?

Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado de ver tu barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana gastados por la luna,
ni tus muslos de Apolo virginal,
ni tu voz como una columna de ceniza;
anciano hermoso como la niebla
que gemías igual que un pájaro
con el sexo atravesado por una aguja,
enemigo del sátiro,
enemigo de la vid
y amante de los cuerpos bajo la burda tela.


Ni un solo momento, hermosura viril
que en montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,
soñabas ser un río y dormir como un río
con aquel camarada que pondría en tu pecho
un pequeño dolor de ignorante leopardo.

Ni un sólo momento, Adán de sangre, macho,
hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,
porque por las azoteas,
agrupados en los bares,
saliendo en racimos de las alcantarillas,
temblando entre las piernas de los chauffeurs
o girando en las plataformas del ajenjo,
los maricas, Walt Whitman, te soñaban.

¡También ese! ¡También! Y se despeñan
sobre tu barba luminosa y casta,
rubios del norte, negros de la arena,
muchedumbres de gritos y ademanes,
como gatos y como las serpientes,
los maricas, Walt Whitman, los maricas
turbios de lágrimas, carne para fusta,
bota o mordisco de los domadores.

¡También ése! ¡También! Dedos teñidos
apuntan a la orilla de tu sueño
cuando el amigo come tu manzana
con un leve sabor de gasolina
y el sol canta por los ombligos
de los muchachos que juegan bajo los puentes.

Pero tú no buscabas los ojos arañados,
ni el pantano oscurísimo donde sumergen a los niños,
ni la saliva helada,
ni las curvas heridas como panza de sapo
que llevan los maricas en coches y terrazas
mientras la luna los azota por las esquinas del terror.

Tú buscabas un desnudo que fuera como un río,
toro y sueño que junte la rueda con el alga,
padre de tu agonía, camelia de tu muerte,
y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.

Porque es justo que el hombre no busque su deleite
en la selva de sangre de la mañana próxima.
El cielo tiene playas donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.

Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.
Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.
Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,
la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,
los ricos dan a sus queridas
pequeños moribundos iluminados,
y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.

Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo
por vena de coral o celeste desnudo.
Mañana los amores serán rocas y el Tiempo
una brisa que viene dormida por las ramas.

Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whítman,
contra el niño que escribe
nombre de niña en su almohada,
ni contra el muchacho que se viste de novia
en la oscuridad del ropero,
ni contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,
ni contra los hombres de mirada verde
que aman al hombre y queman sus labios en silencio.
Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,
de carne tumefacta y pensamiento inmundo,
madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño
del Amor que reparte coronas de alegría.

Contra vosotros siempre, que dais a los muchachos
gotas de sucia muerte con amargo veneno.
Contra vosotros siempre,
"Faeries" de Norteamérica,
"Pájaros" de la Habana,
"Jotos" de Méjico,
"Sarasas" de Cádiz,
"Apios" de Sevilla,
"Cancos" de Madrid,
"Floras" de Alicante,
"Adelaidas" de Portugal.

¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!
Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,
abiertos en las plazas con fiebre de abanico
o emboscadas en yertos paisajes de cicuta.

¡No haya cuartel! La muerte
mana de vuestros ojos
y agrupa flores grises en la orilla del cieno.
¡No haya cuartel! ¡Alerta!
Que los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren las puertas de la bacanal.

Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson
con la barba hacia el polo y las manos abiertas.
Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando
camaradas que velen tu gacela sin cuerpo.
Duerme, no queda nada.
Una danza de muros agita las praderas
y América se anega de máquinas y llanto.
Quiero que el aire fuerte de la noche más honda
quite flores y letras del arco donde duermes
y un niño negro anuncie a los blancos del oro
la llegada del reino de la espiga.



Federico García Lorca




La Tierra Memorable

La Tierra Memorable








Gabriel Jaime Franco

jueves, noviembre 05, 2015

El Buen Sentido



—Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.



Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a
nevar, sino para que empiece a nevar.

La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, infraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.

Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más!

Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.

— Hijo, ¡cómo estás viejo!

Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!

Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. Le digo entonces hasta que me callo:

—Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande.

La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales descienden suavemente por mis brazos.




César Vallejo



miércoles, noviembre 04, 2015

Sólo Un Nombre

alejandra alejandra

debajo estoy yo

alejandra




Alejandra Pizarnik

La Última Inocencia


Partir
en cuerpo y alma
partir.

Partir
deshacerse de las miradas
piedras opresoras
que duermen en la garganta.

He de partir
no más inercia bajo el sol
no más sangre anonadada
no más formar fila para morir.

He de partir
Pero arremete, ¡viajera!









Alejandra Pizarnik


jueves, octubre 29, 2015

Para Desnudar A Una Mujer



Para desnudar a una mujer no hace falta penumbra
ni pericia ni astucia
De nada valen erudición destreza brusquedad
Ni siquiera sabiduría


Para amanecer a su lado
poco importa el arrojo el valor
                                                     la treta o la artimaña
De nada sirven apostura o tenacidad
No hay método ni sapiencia ni sistema que puedan vencer su resolución
                              o su mesura

Para desnudar a una mujer toda presunción es inútil
                              toda voracidad resulta amarga
                              todo discernimiento se vuelve melancólica penuria

Para desnudar a una mujer basta el instante
                              en que el ciego misterio la envuelva y la estremezca
y restaure en su pecho la incordura
                              y sepulte su cuerpo en nuestros brazos.








Gustavo Pereira