viernes, febrero 05, 2016

Mala Sangre




Heredo de mis antepasados galos los ojos azulblancos, el juicio estrecho, y la torpeza en la lucha. Considero mi vestimenta tan bárbara como la suya. Pero no engraso mis cabellos.

Los galos fueron los desolladores de bestias, los incendiarios de hierbas más ineptos de su tiempo.

De ellos, heredo: la idolatría y el amor al sacrilegio; — ¡oh! todos los vicios, cólera, lujuria, — magnífica, la lujuria; — y sobre todo mentira y pereza.

Me horrorizan todos los oficios. Patrones y obreros, todos plebe, innobles. La mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado. — ¡Qué siglo de manos! — Yo nunca tendré mano. Además, la domesticidad lleva demasiado lejos. Me exaspera la honradez de la mendicidad. Los criminales repugnan como los castrados: en cuanto a mí, estoy intacto, y me da lo mismo.

¡Pero! ¿quién hizo mi lengua tan pérfida como para que guiara y protegiera hasta ahora mi pereza? Sin servirme de mi cuerpo ni siquiera para vivir, y más ocioso que el sapo, he vivido en todas partes. No existe una familia de Europa que no conozca. — Hablo de familias como la mía, que lo deben todo a la declaración de los Derechos del Hombre. — ¡He conocido cada hijo de familia!

¡Si poseyera antecedentes en algún punto de la historia de Francia!

Pero no, nada.

Es evidente que siempre fui de raza inferior. No comprendo la rebeldía. Mi raza sólo se sublevó para saquear: como los lobos al animal que no mataron.

Recuerdo la historia de Francia hija mayor de la Iglesia. Villano, habría hecho el viaje a Tierra Santa; rememoro caminos de las llanuras suabas, panoramas de Bizancio, murallas de Solima; el culto a María, el enternecimiento por el crucificado se despiertan en mí entre mil fantasías profanas. — Estoy sentado, leproso, sobre tiestos y ortigas, al pie de un muro roído por el sol. — Más tarde, mercenario, habría vivaqueado bajo las noches de Alemania.

¡Ah! más aún: con viejas y niños danzo el Sabbat en el rojizo claro de un bosque.

Mi recuerdo no va más allá de esta tierra y del cristianismo. Jamás terminaré de verme en ese pasado. Pero siempre solo; sin familia; ¿qué lenguaje hablaría? Nunca me veo en los consejos de Cristo; ni en los consejos de los Señores, —representantes de Cristo.

Quienquiera que yo fuese en el siglo pasado, sólo vuelvo a encontrarme hoy. Nada de vagabundos, nada de guerras vagas. La raza inferior lo cubrió todo — el pueblo, como se dice, la razón; la nación y la ciencia.

¡Oh! ¡la ciencia! Todo se ha retomado. Para el cuerpo y el alma, — el viático, — contamos con la medicina y la filosofía, — los remedios de buenas mujeres y las canciones populares arregladas. ¡Y los entretenimientos de los príncipes y los juegos que ellos prohibían! ¡Geografía, cosmografía, mecánica, química!...

La ciencia, ¡la nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo marcha! ¿Por qué no habría de girar?

Es la visión de los números. Vamos hacia el Espíritu. Lo que digo es muy cierto, es oráculo. Comprendo, e incapaz de explicarme sin palabras paganas, quisiera enmudecer.

¡La sangre pagana retorna! El Espíritu está próximo, ¿por qué no me ayuda Cristo confiriéndole a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay! ¡el Evangelio ha muerto! ¡el Evangelio! ¡el Evangelio!

Espero a Dios con verdadera gula. Soy de raza inferior por toda la eternidad.

Heme aquí en la playa armoricana. Que las ciudades se iluminen en la noche. He cumplido mi jornada; abandono a Europa. El aire marino quemará mis pulmones; me curtirán los climas perdidos. Nadar, pisotear hierba, cazar, sobre todo fumar; beber licores fuertes como metal hirviente, — a semejanza de aquellos queridos antepasados alrededor de los fuegos.

Regresaré, con miembros de hierro, la piel ensombrecida, la mirada furiosa: por mi máscara, me juzgarán de una raza fuerte. Tendré oro: seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan a esos feroces lisiados reflujo de las tierras cálidas. Intervendré en política. Salvado.

Ahora estoy maldito, tengo horror a la patria. Lo mejor, es dormir, completamente ebrio, sobre la playa.

No se parte. — Retomemos los caminos de aquí, cargado con mi vicio, el vicio que echó sus raíces de sufrimiento en mi flanco, desde la edad de la razón — que sube al cielo, me azota, me derriba, me arrastra.

La última inocencia y la última timidez. Lo dicho. No llevar al mundo mis repugnancias y mis traiciones.

¡Vamos! La marcha, el fardo, el desierto, el hastío y la cólera.

¿A quién alquilarme? ¿A qué bestia adorar? ¿A qué imagen santa atacar? ¿Qué corazones destrozaré? ¿Qué mentira debo sostener? — ¿Sobre qué sangre caminar?

Cuidarse, más bien, de la justicia. — La vida dura, el simple embrutecimiento— levantar, con el puño reseco, la tapa del féretro, sentarse, sofocarse. Así, nada de peligros, ni de senectud: el terror no es francés.

— ¡Ah! me encuentro tan abandonado que ofrezco a cualquier divina imagen mis impulsos hacia la perfección.

¡Oh mi abnegación, oh mi caridad maravillosa! ¡aquí abajo, sin embargo!

De profundis Domine, ¡si seré estúpido!

Cuando aún era muy niño, admiraba al presidiario intratable tras el cual se cierran siempre las puertas de la cárcel; visitaba los albergues y las posadas que él había santificado con su presencia; veía con su idea el cielo azul y el florido trabajo del campo; husmeaba su fatalidad en las ciudades. El era más fuerte que un santo, más sensato que un viajero — y él, ¡sólo él! como único testigo de su gloria y de su razón.

En las rutas, durante las noches de invierno, sin techo, sin ropas, sin pan, una voz oprimía mi corazón helado: "Debilidad o fuerza: hete aquí, es la fuerza. No sabes a dónde vas ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. Como si fueras un cadáver ya no te podrán matar." A la mañana tenía una mirada tan extraviada y un aspecto tan muerto que aquellos que encontré quizá no me hayan visto.

En las ciudades el fango se me aparecía súbitamente rojo y negro, como un espejo cuando la lámpara circula en la habitación contigua, ¡cual un tesoro en el bosque! Buena suerte, exclamaba, y veía un mar de llamas y humo en el cielo; y, a izquierda, a derecha, todas las riquezas resplandecientes como un millar de rayos.

Pero la orgía y la camaradería de las mujeres me estaban prohibidas. Ni siquiera un compañero. Me veía ante una multitud exasperada, ante el pelotón de ejecución, llorando la desgracia de que ellos no hubieran podido comprender, ¡y perdonando! — ¡Como Juana de Arco! — "Sacerdotes, profesores, maestros, os equivocáis al entregarme a la justicia. Jamás pertenecí a este pueblo; nunca he sido cristiano; pertenezco a la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; carezco de sentido moral, soy una bestia: estáis equivocados…"

Sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz. Soy una bestia, un negro. Pero puedo ser salvado. Vosotros sois falsos negros, vosotros: maniáticos, feroces, avaros. Mercader, tú eres negro; magistrado, tú eres negro; general, tú eres negro; emperador, vieja comezón, tú eres negro: has bebido un licor sin impuesto, de la fábrica de Satanás. — Este pueblo se inspira en la fiebre y el cáncer. Inválidos y ancianos son tan respetables que piden que los hiervan. — Lo sagaz es abandonar este continente, donde ronda la locura para proveer de rehenes a esos miserables. Yo entro en el verdadero reino de los hijos de Cam.

¿Conozco tan siquiera la naturaleza? ¿me conozco? — Basta de palabras. Sepulto a los muertos en mi vientre. ¡Gritos, tambor, danza, danza, danza, danza! Ni siquiera vislumbro la hora en que, al desembarcar los blancos, me precipitaré en la nada.

¡Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, danza!

Los blancos desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar.

He recibido el golpe de la gracia en pleno corazón. ¡Ah! ¡no lo había previsto!

Yo no hice el mal. Los días me serán leves, se me ahorrará el arrepentimiento. No habré padecido los tormentos del alma casi muerta para el bien, por la que asciende la luz severa como los cirios funerarios. El destino del hijo de familia, féretro prematuro cubierto de límpidas lágrimas. Sin duda el libertinaje es estúpido, el vino es estúpido; hay que dejar a un lado la podredumbre. ¡Pero el reloj no habrá llegado a dar más que la hora del puro dolor! ¡Me raptarán como a un niño para jugar al Paraíso en el olvido de toda desdicha!

¡Pronto! ¿hay otras vidas? —El sueño en la riqueza es imposible. La riqueza fue siempre un bien público. Unicamente el amor divino otorga las llaves de la ciencia. Veo que la naturaleza es sólo un espectáculo de bondad. Adiós quimeras, ideales, errores.

El razonable canto de los ángeles se eleva del navío salvador: es el amor divino. — ¡Dos amores! puedo morir de amor terrestre, morir de abnegación. ¡Dejo almas cuya pena se acrecentará con mi partida! Me has elegido entre los náufragos; los que quedan ¿no son acaso mis amigos?

¡Sálvalos!

Me ha nacido la razón. El mundo es bueno. Bendeciré la vida. Amaré a mis hermanos. Estas ya no son promesas infantiles. Ni la esperanza de escapar a la vejez y a la muerte. Dios hace mi fuerza, y yo alabo a Dios. 

*

El hastío ya no es mi amor. Las iras, el libertinaje, la locura, de la que conozco todos los impulsos y los desastres, — todo mi fardo está depositado. Apreciemos sin vértigo la extensión de mi inocencia.

En adelante seré incapaz de reclamar el consuelo de una paliza. No me creo embarcado para unas bodas donde Jesucristo es el suegro.

No soy prisionero de mi razón. He dicho: Dios. Quiero la libertad en la salvación: ¿cómo alcanzarla? Los gustos frívolos me han abandonado. Ya no necesito ni abnegación ni amor divino. No echo de menos el siglo de los corazones sensibles. Cada uno tiene su razón, su desprecio, su caridad: yo conservo mi sitio en la cumbre de esta angelical escala de buen sentido.

En cuanto a la felicidad establecida, sea o no doméstica... no, no puedo. Soy demasiado débil, demasiado disipado. La vida florece por el trabajo, vieja verdad: en cuanto a mi vida no es lo bastante pesada, y vuela y flota lejos muy por encima de la acción, ese adorado punto del mundo.

¡Cómo me convierto en solterona al fallarme el coraje de amar a la muerte!

Si Dios me concediera la calma celestial, aérea, la plegaria —como a los santos de antaño —. ¡Los santos, fuertes! ¡los anacoretas, artistas como ya no hacen falta!

¡Perpetua farsa! Mi inocencia podría hacerme llorar. La vida es la farsa en que participamos todos.

*

¡Basta! He aquí el castigo. ¡En marcha!

¡Ah! ¡los pulmones arden, zumban las sienes! la noche rueda en mis ojos, ¡con este sol! el corazón... Ios miembros...

¿A dónde vamos? ¿al combate? ¡Yo soy débil! los otros avanzan. ¡Las herramientas, las armas... el tiempo!...

¡Fuego! ¡fuego sobre mí! ¡Allí! o me rindo. — ¡Cobardes! — ¡Me mato! ¡Me arrojo a las patas de los caballos!

¡Ah!…

—Me habituaré.

Eso sería la vida francesa, ¡el sendero del honor!








Arthur Rimbaud



Una Temporada En El Infierno

jueves, febrero 04, 2016

La Guerra Santa


Voy a escribir un poema sobre la guerra. Tal vez no sea un verdadero poema, pero será sobre una guerra verdadera.
No será un verdadero poema, porque, si el poeta verdadero estuviera aquí, y si entre la multitud corriera el rumor de que iba a hablar, entonces se haría un gran silencio, primero se abultaría un pesado silencio, un silencio grávido de mil truenos.


Visible, nosotros veríamos al poeta; vidente, él nos vería; y palideceríamos en nuestras pobres sombras, querríamos que fuese tan real, nosotros los macilentos, nosotros los fastidiados, nosotros los cualquier cosa.


Estaría aquí, lleno a reventar con los mil truenos de la multitud de enemigos que contiene —porque los contiene, y los contenta cuando quiere— incandescente de dolor y de sagrada ira, y sin embargo tranquilo como un pirotécnico, en el gran silencio, abriría un grifo pequeño, el grifo pequeñito del molino de palabras, y por ahí nos soltaría un poema, un poema tal que nos pondríamos verdes.



***


Lo que voy a escribir no será un verdadero poema poético de poeta, porque si se dijera la palabra «guerra» en un verdadero poema, entonces la guerra, la verdadera guerra de la que hablara el verdadero poeta, la guerra sin piedad, la guerra sin compromisos ardería definitivamente dentro de nuestros corazones.
Porque en un verdadero poema las palabras traen las cosas. 
Pero tampoco será un discurso filosófico. Porque para ser filósofo, para amar la verdad más que a uno mismo, hay que estar muerto ante el error, hay que haber matado a las traidoras complacencias del sueño y de la ilusión cómoda. Y éste es el objetivo y el fin de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, aún hay traidores que desenmascarar.

   Y tampoco será obra de ciencia. Porque para ser un sabio, para ver y querer ver las cosas tal como son, se debe ser uno mismo, y quererse ver tal como uno es. Se debe haber roto los espejos mentirosos, se debe haber matado con una mirada despiadada a los fantasmas insinuantes. Y éste es el objetivo y el fin de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, aún hay máscaras que arrancar.


   Y tampoco será un canto entusiasta. Porque el entusiasmo es estable cuando el dios se ha erguido, cuando los enemigos no son sino fuerzas sin forma, cuando el estruendo de guerra retumba a todo volumen, y la guerra apenas ha comenzado, aún no hemos echado al fuego nuestras camas.


   Tampoco será una invocación mágica, porque el mago le pide a su dios: «Haz lo que a mí me gusta», y se niega a hacerle la guerra a su peor enemigo, si el enemigo le gusta; sin embargo, tampoco será una plegaria de creyente, porque el creyente pide de la mejor manera posible: «Haz lo que quieras», y para ello ha debido meter el hierro y el fuego en las entrañas de su más caro enemigo, que es lo que ocurre en la guerra, y la guerra apenas ha comenzado.


Será un poco de todo esto, un poco de esperanza y de esfuerzo hacia todo esto, y también será un llamado a las armas. Un llamado que el juego de ecos podrá devolverme, y que tal vez otros oirán.


   Han adivinado ahora de qué guerra quiero hablar.
De las otras guerras —de las que vivimos— no hablaré. Si hablara de ellas, sería literatura común, un sustituto, un a-falta-de, un pretexto. Así como me ha sucedido usar la palabra «terrible» cuando no tenía carne de gallina. Así como he usado la expresión «morir de hambre» cuando aún no había robado en los puestos de comida. Así como he hablado de locura antes de haber intentado mirar el infinito por el ojo de la cerradura. Así como he hablado de muerte, antes de haber sentido que mi lengua tenía el gusto a sal de lo irreparable. Así como algunos, que siempre se consideraron superiores al puerco doméstico, hablan de pureza. Así como algunos, que adoran y repintan sus cadenas, hablan de libertad. Así como algunos, que sólo aman su propia sombra, hablan de amor. O de sacrificio, los que no se cortarían por nada el dedo meñique. O de conocimiento, los que se disfrazan ante sus propios ojos. Así como nuestra gran enfermedad es hablar para no ver nada.
Sería un sustituto impotente, así como los viejos y los enfermos hablan con naturalidd de los golpes que dan o reciben los jóvenes saludables.

  ¿Tengo derecho de hablar entonces de esa otra guerra —sólo aquella que no vivimos— cuando quizá no ha estallado irremediablemente en mí? ¿Cuando todavía estoy en las escaramuzas? Es cierto, tengo es-caso derecho de hacerlo. Pero «escaso derecho», también quiere decir «a veces el deber» —y sobre todo «la necesidad», porque nunca tendré demasiados aliados.


***

Intentaré pues hablar de la guerra santa.
¡Que estalle de manera irreparable! Es cierto, arde de vez en cuando, pero nunca por mucho tiempo. Al primer indicio de victoria, me admiro de mi triunfo, y me hago el generoso, y hago pactos con el enemigo. Hay traidores en la casa, pero tienen pinta de amigos, ¡sería tan desagradable desenmascararlos! Tienen su lugar junto a la chimenea, sus sillones y sus pantuflas, y vienen cuando dormito, a ofrecerme un cumplido, una historia palpitante o graciosa, flores y golosinas, y a veces un bonito sombrero con plumas.


 Hablan en primera persona, es mi voz la que creo oír, es mi voz la que creo emitir: «soy…, sé… quiero…» ¡Mentiras! Mentiras injertadas en mi carne, abscesos que me gritan: «¡No nos mates, somos de tu misma sangre!», pústulas que lloriquean: «Somos tu único bien, tu único adorno, sigue pues alimentándonos, no te cuesta tanto!»
   Y son numerosos, y son encantadores, son compasivos, son arrogantes, hacen chantaje, se alían —pero estos bárbaros no respetan nada— nada verdadero, quiero decir, porque frente a todo lo demás, están retorcidos de respeto. Gracias a ellos tengo una apariencia, son ellos quienes ocupan el lugar y guardan las llaves del armario de máscaras. Me dicen: «Nosotros te vestimos, sin nosotros, ¿cómo te presentarías en el mundo elegante?» ¡Ay! ¡Mejor andar desnudo como una larva!
Para combatir a estos ejércitos, sólo tengo una espadita minúscula, apenas visible al ojo desnudo, filosa como una navaja, es cierto, y muy asesina. Pero verdaderamente tan pequeña que la pierdo a cada instante. Nunca sé dónde la he guardado. Y cuando la encuentro, entonces me parece que pesa demasiado y es difícil de manejar, mi espadita asesina.
   Apenas sé decir algunas palabras, y además son más bien vagidos, mientras que ellos hasta saben escribir. Siempre tengo uno en la boca, que acecha mis palabras cuando quiero hablar. Las escucha, se guarda todo para él, y habla en mi lugar, con las mismas palabras, pero con su propio acento inmundo. Y gracias a él la gente me estima y me considera inteligente. (Pero quienes saben no se equivocan: ¡ojalá pudiera oír a quienes saben!)


Estos fantasmas me roban todo. Después de esto, se les hace fácil compadecerse de mí: «Nosotros te protegemos, te expresamos, te hacemos valer. ¡Y tú quieres asesinarnos! Pero es a ti mismo a quien desgarras cuando nos regañas, cuando nos golpeas vilmente en la nariz tan sensible, a nosotros, tus buenos amigos.»


   Y la sucia compasión, con sus tibiezas, llega a debilitarme. ¡Contra ustedes, fantasmas, toda la luz! Con sólo encender la lámpara, se callarán. Con sólo abrir un ojo, desaparecerán. Porque son el vacío esculpido, la nada maquillada. Contra ustedes, la guerra a ultranza. Nada de piedad, nada de tolerancia. Un solo derecho: el derecho del que más es.


Pero ahora es otra canción. Se sienten descubiertos. Entonces se hacen los conciliadores. «En efecto, tú eres el amo. Pero, ¿qué es un amo sin sirvientes? Déjanos en nuestros modestos lugares, prometemos ayudarte. Mira, por ejemplo: imagina que quieres escribir un poema. ¿Qué harías sin nosotros?»
Sí, rebeldes, un día los volveré a poner en su lugar. Los doblaré a todos bajo mi yugo, los alimentaré con heno y los estregaré todas las mañanas. Pero mientras me chupen la sangre y me roben la palabra, ¡ay!, ¡prefiero nunca escribir un poema!
  Qué bonita paz se me propone. Cerrar los ojos para no ver el crimen. Agitarse de la mañana a la noche para no ver a la muerte siempre dispuesta. Creerse victorioso antes de haber luchado. ¡Paz de mentiras! Conformarse con sus cobardías, puesto que todo el mundo se conforma. ¡Paz de vencidos! Un poco de mugre, un poco de ebriedad, un poco de blasfemia bajo palabras ingeniosas, un poco de hipocresía, de la que se hace una virtud, un poco de pereza y de ensoñación, o incluso mucho si uno es artista, un poco de todo esto rodeado por toda una confitería de bellas palabras, ésa es la paz que se me propone. ¡Paz de vendidos! Y para salvaguardar esta paz vergonzosa, uno haría todo, uno haría la guerra contra sus semejantes. Porque existe una receta vieja y segura para conservar siempre la paz en uno: acusar siempre a los otros. ¡Paz de traición!


***


Ahora saben que quiero hablar de la guerra santa.
Aquel que ha declarado esta guerra en sí mismo está en paz con sus semejantes y, aunque todo él sea el campo de la batalla más violenta, dentro del adentro de sí mismo reina una paz más activa que todas las guerras. Y cuanto más reina la paz dentro del adentro, en el silencio y la soledad central, más estragos hace la guerra contra el tumulto de mentiras y la innumerable ilusión.


En ese vasto silencio cubierto de gritos de guerra, oculto del afuera por el fugaz espejismo del tiempo, el eterno vencedor oye las voces de otros silencios. Solo, habiendo disuelto la ilusión de no estar solo, solo, ya no sólo es él quien está solo. Pero yo estoy separado de él por esos ejércitos de fantasmas que debo aniquilar. ¡Ojalá pudiera un día instalarme en esta ciudadela! ¡Sobre las murallas que me desgarren hasta los huesos, para que el tumulto no entre a la cámara real!
«Pero, ¿mataré?», pregunta Arjuna el guerrero. «¿Pagaré el tributo al César?», pregunta otro. —Mata —se le responde— si eres un asesino. No tienes alternativa. Pero si tus manos enrojecen con la sangre del enemigo, no dejes que ni una gota salpique la cámara real, donde espera el vencedor inmóvil. —Paga —se le responde—, pero no dejes que el César eche ni una mirada sobre el tesoro real.

  Y yo que no tengo otra arma, en el mundo del César, más que el habla, yo que no tengo otra moneda, en el mundo del César, más que las palabras, ¿hablaré?
Hablaré para llamarme a la guerra santa. Hablaré para denunciar a los traidores que he alimentado. Hablaré para que mis palabras avergüencen a mis acciones, hasta el día en que una paz acorazada de trueno reine en la cámara del eterno vencedor.


   Y porque he usado la palabra guerra, y esta palabra guerra ya no es hoy un simple ruido que la gente instruida hace con la boca, porque ahora es una palabra seria y cargada de sentido, se sabrá que hablo seriamente y que no son ruidos vanos los que hago con la boca.






René Daumal

Traducción de Mónica Mansour


El Ocaso Del Siglo


Tenía que ser mejor que los anteriores, nuestro siglo XX.
Ya no está a tiempo de demostrarlo,
tiene los años contados, andar vacilante,
respiración corta.


Han sucedido demasiadas cosas
que no debieron suceder,
y lo que tenía que llegar
no ha llegado.


Tenía que estallar la primavera
y, entre otras cosas, la felicidad.


El miedo tenía que abandonar valles y montañas.
La verdad tenía que ser más veloz que la mentira
en alcanzar el blanco.


Algunos desastres
no debieron repetirse,
por ejemplo la guerra,
el hambre, etcétera.


Tenía que respetarse
la indefensión de los indefensos,
la confianza y cosas por el estilo.


Quien deseaba complacerse en este mundo
se enfrenta a una hazaña irrealizable.


La estupidez no es ridícula.
La sabiduría no es alegre.
La esperanza
dejó de ser una muchacha,
etcétera, por desgracia.

Dios tenía que confiar, por fin, en el hombre
bueno y fuerte,
pero un bueno y un fuerte
siguen siendo dos hombres.


Cómo vivir, me preguntó por carta alguien
a quien yo pensaba formular
la misma pregunta.


De nuevo y como siempre,
según lo dicho anteriormente,
no hay preguntas más apremiantes
que las preguntas ingenuas.







Wislawa Szymborska


Traducción de Ana María Moix y Jerzy Wojciech


martes, febrero 02, 2016

El Reino De Tu Cuerpo



Fotografía de Karrah Kobus

Mi cuerpo en tu cuerpo.
Sol en Trópico de Cáncer.
Días del invierno abrasado
de los candentes alisios y las lunas del trueno.
Entre jardines colgantes reluce la lluvia:
anillos, cristales y relámpagos.
Mi cuerpo en tu cuerpo abre sus plumajes
agita sus alas, canta, vuela
llama las aguas fértiles
pájaro del verano, pájaro heraldo.
Mi cuerpo en tu cuerpo se arraiga
pone sus huevos, echa semillas, se soterra,
sangra su amarga miel, su dulcedumbre que huele a humus.
Mi cuerpo en tu cuerpo de aguas madres
sol en Acuario, luna de Cáncer
cangrejo azul entre tus ríos nobles
crecidos bajo las tormentas equinocciales.

Han vuelto los tiempos del Diluvio.
En el llano inundado miro las islas de soledad
tierras recién salidas de las aguas
sobre las que aún no se ha posado la paloma de Noé.
Estamos solos en medio de la lluvia
en medio de los vuelos, en medio de la fuga de los días,
solos y dobles, habitados el uno por el otro
reflejados uno en otro
cuerpo exacto que junta la imagen con su objeto
y atraviesa, cantando, los espejos del tiempo.
Estamos solos en medio del invierno tórrido
aquí en el Trópico, aquí entre nieves
en todas partes, en ninguna parte
caídos uno en otro, entrando uno en otro
mientras nos rodean el círculo de las tempestades
las voces de la muchedumbre
el resplandor de las ciudades
las inocentes parejas del Arca
la noche pródiga, los soles rumorosos.

El zodíaco gira sobre nosotros
mezclando los meses y los signos.
Cáncer navega en Acuario
Julio es un río en el que tú te bañas
Agosto sacude su melena de llamas
y te envuelve en un rugiente clima de estío
Septiembre derrama un vino crepuscular
Octubre suelta su jauría de monteros
Noviembre tiene el gusto de tus labios
tu olor a enredadera y a tierra recién mojada
Diciembre sale de tu cabellera
sale de tus ojos, sale de tu risa
lleno de balcones soleados donde besarnos
y abre un abanico de caminos verdes
para que nos fuguemos hacia Enero
hacia sus montes de hielo o de sequía
hacia su sol de montaña pascual
hacia el Año Nuevo de rostro doble
Enero de dos filos, Enero de dos cuerpos
arco de escarcha o de lumbre
que hemos cruzado tomados de la mano
pasándonos el alma de boca en boca
zozobrados en nosotros mismos
como peces en celo, frenéticos peces que desovan
en los mares nupciales de Febrero
hasta varar su furia de espumas y de dientes
en los puertos de Marzo, playas del equinoccio
donde la Primavera y nuestra despedida
confundieron en una misma promesa de renuevos
sus nombres, sus memorias, sus pasos, sus adioses.



II



En la penumbra tu rostro color de luna
las alas de tus ojeras
la negra planta de tus cabellos
y el trópico de tu cuerpo
los días de verano o de invierno lluviosos
las cosechas dadas o las cosechas perdidas
el mar rompiendo contra mis litorales
tú: llanura, salinar, montaña a la que subo
para tocar cerca de tus senos alguna estrella tibia
tú: selva cuyo pesado olor milenario
se estira y en mí se enrosca como una sierpe
tú: guijarro, pluma al viento, trepadora en flor
monte por el cual me pierdo
yermo por donde padezco
huerta florecida en mi costado
ría de la noche, fuente de luna llena
Encantada de las aguas. 
                                          Voy cayendo en ti
caigo en tu imagen, en tu espejo
hacia la rosa ardiente, secreta de tu boca
naufrago en ti, en tu vaivén de ola
en tu flujo y reflujo constelados.
Mecida en tus corrientes
te mueves, ondeas, nadas, flotas
trémula medusa de cabellera de obsidiana;
eres el mar cuando buscas tu dicha,
soy un pez entre tus aguas nocturnas
cómo me empeño en esta obra de vivirnos,
de estar juntos, a solas con el mundo
de estar solos, junto a todo lo que existe!


Fotografía de Patricia Savarese



Juan Liscano


domingo, enero 31, 2016

Ruego A Una Deidad


Sorprendí a la desgracia robándose mis palomas
y la espanté a latigazos
Volvió sus dientes temblorosa de rabia
y de una bofetada me robó la pasión
 


Perdóname señora oscura y venerable
mi atrevimiento de hijo bastardo

que no puede más con su vacío corazón.















Raúl Gómez Jattin


viernes, enero 29, 2016

Razones De Amor


Con palabras sencillas y duras de metal y piedra,
para que se conserven en tu corazón como un corazón grabado a navaja en los árboles y las bancas del parque,
voy a enumerarte las inventadas razones de mi amor.

Te amo porque me haces pensar con todo el cuerpo.
Hasta los dedos de los pies son ricos en ideas cuando yaces desnuda y cantas.
Cuando te recuestas en mí toda untada de agua de estrellas,
hasta la última célula, la más recóndita,

da claves que me ayudan a entender la eternidad.

Te amo porque agregas sed a mi sed y hambre a mi hambre,
porque no eres la saciedad, que es la muerte.
Porque, como un espejo, me devuelves la imagen de un pozo sin fondo, un abismo humano y hermoso.

Te amo porque no te embriagan los conceptos modernos del amor.
Te amo porque no es un amorcito sarmentoso y paria el que en mí
cultivas,
ni sarmentosos y parias son sus frutos.

Ojalá sobre la tierra pudiera llover el jugo de tu amor.
Quisiera servir tu amor a los pobres en platos de oro.

Te amo porque quitas filo a mi alma y me haces perdonar a Dios.
A Dios le palmeo el hombro cuando, bañado en sudor macho de hombre,
regreso de tu abrazo.
Porque te amas a ti misma, te amo.









José Libardo Porras



martes, enero 26, 2016

En El Mundo No Quieren A Los Tristes

A Luis Camilo Guevara



Uno tiene derecho a acongojarse
a sentirse vencido

pero en el mundo no quieren a los tristes

Uno está en el deber de levantarse
agarrar su cayado
echar a andar
Optar por esconderse entre sí mismo
Irse a la misma mierda
Desamarrar sus diablos
O simplemente hacerse el monigote
                                              el salsero mayor
                                              el chicle más orondo de la fiesta.


 

Imagen tomada de: La Vida Es Bella



Gustavo Pereira



lunes, enero 25, 2016

La Escritura De Dios

La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una trampa en lo alto,, y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar. 

    He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo. 

    La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.

    Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla. 

    Esta reflexión me animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios. 

    Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.

    Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos. 

    No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel testo. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.

     Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente." 

    Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.

    Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.




    Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escriturad del tigre. 

    Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán. 

Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.




Jorge Luis Borges




Elegía


Como el humo que vuela por el triste paisaje
condensándose plenamente bajo el cielo de plomo
flota mi alma
a ras de tierra.
Flota, pero no echa a volar.


¡Alma dura, suave fantasía!
que sigues las pesadas huellas del mundo,
mírate aquí, abajo,
contempla tu origen.

Aquí donde bajo el cielo otras veces tan líquido,
en la soledad de las amargas medianeras,
el silencio monótono de la miseria
amenazando, suplicando,
disuelve la tristeza condensada
en el corazón de los meditabundos
y la mezcla
con la tristeza de millones.


Toda la humanidad
se prepara, aquí donde no hay más que ruinas.
La hirsuta lechetrezna despliega su sombrilla
en el patio abandonado de una fábrica.
Por las delgadas escaleras de ventanas
pequeñas y rotas, descienden los días
a la húmeda oscuridad.


Responde tú:
¿eres de aquí
y por eso nunca te abandona
el grave deseo
de parecerte a los demás miserables
en quienes se atoró esta gran época
y en cuyos rostros todos los rasgos se deforman?


Ahí descansas, donde la coja empalizada
guarda y vigila,
gritando, el voraz orden moral.
¿Te reconoces? Ahí las almas
esperan, vacías, un futuro construido, hermoso, firme,
igual que sueñan las parcelas,
grave, tristemente,
tener alrededor casas altas que tejan
un rápido murmullo. Los vidrios rotos,
incrustados en el fango, miran con sus ojos fijos,
sin luz, los solitarios y sufrientes prados.


A veces caen de las dunas
dedales de arena...,
y algunas veces revolotea, zumbando,
una oscura mosca, verde o azul,
atraída de los paisajes más plenos
por los excrementos humanos
y los harapos.


A su modo pone aquí la mesa
la bendita madre tierra
que sufre, hipotecada.
En una olla de hierro crece yerba amarilla.


¿Sabes tú
qué desnuda alegría —la de la conciencia—
te atrae y te arrastra para que el paisaje te atrape,
y qué rico sufrimiento
te empuja hacia allí?
Así vuelve a su madre el niño
que rechazan y golpean en tierra extraña.
En verdad
sólo aquí puedes reír o llorar.
Aquí puedes ser dueña de ti misma,
oh, alma. Esta es mi patria.






Attila József
Traducción de Fayad Jamís


domingo, enero 24, 2016

Esta Ciudad


Esta ciudad provoca escribir un poema antirrobo.
Un poema de máscaras de hierro
donde las rejas de puertas y ventanas
se propagan al cerco de la cara
y le sirven de antifaz.
Esta ciudad provoca escribir poemas quitamanchas.
Manchas de pegante en labios de niñ s,
manchas adultas
llevando costales de tiempo perdido.
Manchas en el sueño asesino,
en los nudos de manos inermes,
lentas manchas de petróleo y tóxicos
que reptan sobre el río.
Esta ciudad urge,
no deja en paz,
parece decir al oído:
vuélvete loco de amor,
escribe un salmo
que haga mi faz
menos inhóspita

Y los templos abren sus puertas
para sentarse en silencio
a observar la cabeza blanca de l s viej s,
ignorando qué increíble
modo de amar conservan.
De ahí se vuelve a la calle
a fluir en un llanto tibio y transparente,
haciendo imágenes con el dolor
para que el llanto sea colectivo
y lloremos
la muerte de los sentimientos.
Porque qué orfandad de sentimientos
entraña sobrevivir en esta ciudad.

















John Galán Casanova



Bogotá, 1982


Nadie mira a nadie de frente,
de norte a sur la desconfianza, el recelo
entre sonrisas y cuidadas cortesías.
Turbios el aire y el miedo
en todos los zaguanes y ascensores, en las camas.
Una lluvia floja cae
como diluvio: ciudad de mundo
que no conocerá la alegría.
Olores blandos que recuerdos parecen
tras tantos años que en el aire están.
Ciudad a medio hacer, siempre a punto de parecerse a algo
como una muchacha que comienza a menstruar,
precaria, sin belleza alguna.
Patios decimonónicos con geranios
donde ancianas señoras todavía sirven chocolate;
patios de inquilinato
en los que habitan calcinados la mugre y el dolor.
En las calles empinadas y siempre crepusculares,
luz opaca como filtrada por sementinas láminas de alabastro,
ocurren escenas tan familiares como la muerte y el amor;
estas calles son el laberinto que he de andar y desandar:
todos los pasos que al final serán mi vida.
Grises las paredes, los árboles
y de los habitantes el aire de la frente a los pies.
A lo lejos el verde existe, un verde metálico y sereno,
un verde Patinir de laguna o río,
y tras los cerros tal vez puede verse el sol.
La ciudad que amo se parece demasiado a mi vida;
nos unen el cansancio y el tedio de la convivencia
pero también la costumbre irremplazable y el viento.



Bogotá vista desde el barrio Los Laches, 2011



María Mercedes Carranza