Su silencio camina como un hombre
por el llano de espinas y espejismos.
Arde y crepita un aire de chicharras.
La luz se quiebra como un leño seco.
Con su carga de sol echada al hombro,
su carga de saliva amarga y hambre,
su carga de palabras nunca oídas,
nunca dichas, ocultos minerales,
con su carga de soles y silencios
está cruzando un hombre el mediodía.
Le acechan ojos de la sed -y sigue-
ojos de arena y grieta, ojos de espinas.
Le acechan ojos de la luz -y sigue-
ojos de llama blanca y de carbones.
Reptan los ojos de la fiebre, atisban,
despiden babas, arman aguijones.
Aguas distantes abren como fauces
ojos color de légamo, ojos saurios.
Sacan colmillos curvos, sacan uñas
ojos de polvo de oro y terciopelo.
Plumajes de voraces ojos vuelan.
Ojos lisos, sin párpados, le espejan.
También la muerte acecha
escondida en los ojos del paisaje.
Sacude sus pulseras de velludas arañas,
su collar de mandíbulas caribes,
baila, agita en la mano
zumbante vara de moscones verdes,
suelta pieles de sierpe y espinazos de raya,
juega con los espejos,
traza curvas y círculos de lumbre
que estallan como pólvora,
hace girar embudos de polvo y vientos negros,
sopla montes de arena, hincha cabezas de agua
y al caer de la tarde
mientras chilla un crepúsculo de monos
se sale de los ojos del paisaje
y mira con los suyos
con sus ojos de cuarzo y de mercurio.
Está mirando al caminante íngrimo,
a un hombre de silencios que se dobla
bajo el peso del hambre y de la sed;
le está mirando andar por la llanura
hacia más nunca y hacia siempre solo.
Mas en él anda un pueblo de hombres solos,
de soledades que sonríen yuntas,
de silencios que nombran la esperanza.
Andan en él una mujer de sombras,
un niño de maíz, un asno flaco.
Pasan lunas, rebaños, y días vegetales,
crecen zarzas, ciudades, hongos, yermos,
se despeñan crecientes roedoras
y se agrieta la tierra, desollándole,
y corre, al fin del sueño, un río manso
tocando entre bambúes, una marimba de agua.
Por una tierra sequía y lumbre,
hacia más nunca y hacia siempre solo
camina un hombre a quien la muerte mira.
Lleva una sed de siglos Orinoco
que no es, acaso, de agua.
Lleva un hambre tamaño de la selva
que no es de pan tan sólo.
Lleva una tierra, un signo, un pueblo amigo,
un férvido propósito de andar,
un cansancio vencido que florece,
lleva en fin, una mañana hacia su casa
y la muerte que vela entre dos sombras
como un negro relámpago de luz
cierra los párpados,
deja que hacia mañana pase el hombre.
Juan Liscano