Después del amor miro el cielo raso que es el cielo de los amantes: vacío de cal blanca, ya no estás. Recuerdo... después del amor sucedía un pudor silencioso, la nostalgia del deseo, la decepción de ese sueño de absoluto.
Para disimular su derrota o su triunfo imperfecto, Sandra prefiere dormirse mientras yo fumo, olvido, y no comprendo nada: ni la felicidad que se va, ni la que llegó.
Agobiado por la extenuación me hundí en una especie de quietud mística, y ese limbo en que cayeron mis sentidos me hizo desear la eternidad. Que ese instante sin dejar de ser humano fuera eterno. Que ni la noche ni el sueño tuvieran fin. Que nuestro silencio fuera puro y durable como la nada. Que cada cosa y cada gesto permanecieran en sí, idénticos, y en su puro instante sin porvenir.
Todo lo que quería en la vida era que Sandra estuviera allí callada y adorable, mía y muda para siempre.
Esta imagen fugitiva se ha ido contigo, y ya no estás. ¿En qué sitio del mundo cae ahora tu mirada, o hacia qué cielo se levanta? Ese cielo, sin nada mío, sin una estrella, debe ser un cielo vacío. Pero aquí, las cosas permanecen en el mismo sitio, inmutables, fieles a tu recuerdo: la misma mosca pegada a la tela de araña, el polvo de una larga semana, la corbata verde colgada en el clavo. Todo vive aquí una vida embalsamada. Nadie se atreve a moverse para que nada cambie. Todo espera que vuelvas para que resuciten los objetos inanimados.
Las cosas siguen siendo cosas, mi amor. Clea, el pájaro de mal agüero se murió de repente. Había llegado al monasterio una mañana de sol de invierno, un día de diciembre. El Monje le ofició un reposo con música de Verdi, exactamente con el Prelude de Rigoletto. Fue una mala noticia para todos, y una nube tapó el sol brevemente en señal de duelo. Luego vino un ave de rapiña y se la llevó.
¡Adiós Clea, habitante del viento!
Las rosas ya no son rojas, y se cansaron de su belleza. Las había cortado para mí en las inmediaciones de un lago. Los días de tu estancia conmigo lucían bien en su frasco de aguardiente, pero ahora se acabó. Se marchitaron por mi tos, la nicotina, la luz eléctrica y los chillidos de Paul Anka.
Ni el sol, ni el aire entran más aquí desde que te fuiste. Te has llevado lo mejor de mí, y las ganas de vivir. Por la mañana, el despertador agota toda su cuerda y yo lo dejo, pues no tengo nada qué hacer, ni a donde ir. La ciudad me horripila sin nuestras citas al pie de los cines, o en los salones de té, donde escribías mi nombre en tres idiomas, o me hacías declaraciones de amor sobre la servilleta: “Je t’aime”, “I love you”, “Te amo”.
—Gonzalo, ¿por qué te amo no tiene sino dos palabras?
—No sé.
—Debiera decirse en miles de palabras.
—¿Para qué?
—Para no terminar nunca y pasarme la vida diciendo: te amo... te amo... te amo...
Los libros siguen en el mismo sitio, sin leerlos. Las obras por escribir, que esperen. Estoy sin aliento. Las colillas amontonadas. El café frío. Las copas sin ron. La soledad en todas partes, y en el alma.
Nuestra canción francesa, Sandra, gira en el mismo círculo vicioso: olor a Campos Elíseos. París canalla, hojas muertas, primavera, boulevard de los sueños rotos, déjame ser la sombra de tu perro, la revolución de la belleza por un beso, tu colilla de Lucky por mi cráneo para que completes tu colección de ceniceros.
No pasa nada, mi amor. Sobre la terraza vuela un helicóptero, pero no estoy seguro. Puede ser una mosca. Sólo el reloj me habla de este minuto de la eternidad en que tu párpado se cierra y la tierra desaparece. Sucedía cuando te besaba y éramos felices. Tal vez ahora seas feliz en otra parte, sin mí. ¿O eres infeliz? Entonces, ¿qué hacer para seguir viviendo?
En lugar del revólver voy a la tienda de la esquina y me compro un almanaque Bristol con una copia de Modigliani que se te parece, como quien compra una libra de sal para la sopa.
Te cuelgo de la pared y me duermo mirándote.
Gonzalo Arango