Aprendiendo a pensar me perdí.
Experimenté todo; deserté de todo.
Me adherí con juramentos a las banderas que luego traicioné, a los credos en que nunca creí.
Desterrado de la razón vagué por los arrabales como un loco perdido. Mi hogar era los extramuros, las ruinas, los nidos de las águilas abandonados, los lechos de los ríos secos.
En las montañas adoré a los bandidos que más tarde injurié.
Las autoridades me abrumaron con su terrible falso poder, hasta el punto de desfallecer con sólo presentir un crimen, el olor de un policía.
Me sublevé, hacha en mano, contra los dogmas humillantes de la dignidad de la vida.
En los jardines del tirano nunca me invitaron a roer el pan del poder, el de la gloria. Me daban a morder, en cambio, el hueso del sacrificio.
El poder era mi sueño, pero en la vida me supo amargo y perecedero: pan de muerte.
De las iglesias me expulsaron con exorcismos de azufre de excomunión, aunque impulsado por un feroz misticismo y un deseo de salvación salvaje, por impetrar perdón me ofrendaba en holocausto para que el humo de la plegaria de mi cuerpo me trajera de la hoguera el aroma de mi condición divina: ¡El Martirio!
Merodeaba en los aleros de los palacios del poder y la riqueza, y canjeaba poemas inspirados por besos adúlteros con mujeres espléndidas. A falta de oro, Judas fue mi preceptor en el sexo.
Poseía todo lo que codiciaba, y después lo traicionaba.
Entregaba mi alma por la clave de un sésamo para espiar en los paraísos eróticos de la aristocracia: carne de carnaval, amaneceres de embriagueces turbias, lujurias grises, el tedio de la incomunicación, la muerte perfumada y desnuda, el horror en el infierno de las delicias.
Después de las orgías pactaba conspiraciones contra cualquier césar o divinidad.
La taberna fue mi templo, mi universidad.
En las antesalas de la gloria mendigué poder, santidad, heroísmo, con la abnegación de un pordiosero. Me rechazaron siempre por mi invencible aire de pureza que descubrían en el fondo de mi satanismo modelo; o en mi rojo aire libre de profeta pirómano por la cólera y la compasión del mundo.
En una edad lejana fui portero de alcobas concubinas en un prostíbulo real. Y, eunuco-bufón, pecaba con las llaves de oro de la imaginación inventando abracadabras para violar los secretos del sexo de la nobleza. ¡Oh jubilosas lujurias, oh satánicos éxtasis de fornicación!
Mi Gólgota fue la castidad.
En el delirio de la imaginación ascendí a tamborero del Palacio de Justicia. Mi misión era siniestra: ordenar los ajusticiamientos sin derramar una lágrima. Envidiaba el dedo en el gatillo de los fusileros: su mano firme y su corazón helado.
De ahí me trasladaron como censor al Palacio de Bellas Artes. Abrumado de méritos contra la Libertad, fui proclamado verdugo y me ahorqué por el honor de una medalla.
La bandera del Trono se enlutó por mí.
Mis mundos eran subterráneos y sinuosos como los del gusano y el topo. En la noche saltaba de cangrejo a búho. Del búho al ángel me separaba un abismo en el que sembré semillas de redención: un puñado de lujurias marchitas y derrotas frescas.
Arruiné mi vida por enriquecer el ego.
Pasé sin desgarramiento del Corazón de Jesús al comunismo; de las sosas academias a los antros de perdición; de la idolatría al sacrilegio.
De la razón degollada di a luz el Nadaísmo como tabla de salvación para cruzar la noche náufraga del materialismo del siglo, y sobrevivir a sus feroces signos.
Apuré todo lo sagrado como un tintero de veneno purificador, pero la santidad me derrotó con sus primeras espinas.
Me afilié en los bandos malditos y afilé mis garras para la barbarie. En la tensión del arco descubrí que la acción no era mi cielo.
Escapé en un velero perseguido por submarinos atómicos.
Me degradaron en público alegando mi ternura como traición a la patria.
Me rebelé contra el orden opresor que impone los privilegios del poder a los pobres.
Mordí la piedra de la derrota filosofal.
Impotente contra la iniquidad y la inmundicia, me hice bandido político, bandido lógico, y una vez me reventaron como un sapo por no llenar los requisitos de la infamia, máxima virtud de los tiranos.
Asalté los tesoros y repartí el botín entre los terroristas, las prostitutas chancrosas y los criminales en retiro.
Yo no conquistaría ningún cielo, ningún trono, por la virtud. Armado de mis feroces atavismos: el terror y la misericordia, me lancé a la aventura.
Bienaventurados los aventureros porque de ellos serán los tesoros de la Imaginación.
Fue así como derrotado de todo me hice bandido del poema, y un rayo me hirió de luz mientras miraba la gaviota de Providencia sobre una nube color naranja.
Después de tales peripecias hallé el camino al caer al abismo donde me encontré a mí mismo.
Agobiado por la felicidad di el salto a la penúltima fe: ¡El Amor! Forjar en los más altos cielos del ser su trono en la cúpula divina.
Gonzalo Arango