Toma a tu mujer ahora que su carne se abre a ti, temblorosa y
hambrienta,
ahora que su corazón truena como los carros cargados de azúcar cuando
dejan el valle y trepan la cordillera
y su piel arde con la violencia de un alto horno recién encendido.
Consúmela sin freno. Sin cálculo.
Ya tendrás tiempo de sobra para dedicarte al negocio
y gastar tu cuerpo deleznable dando cuerda a tus estériles sueños de
perfecto marido.
Ahora que ella ansía el roce de tus manos y la humedad tibia de tu lengua
para incendiarse por dentro,
ponle dinamita en su torre de energía y déjala sin energía, a oscuras,
ciega de gozo.
No te des tregua.
Después hasta tu sombra le estorbará como estorba al cazador el sol en
el cielo,
como al fugitivo estorba un camarada enfermo,
como estorba en el andén un mendigo que exhibe su llaga.
Después ni siquiera soportará tu respiración bronca de viejo.
Éste es el tiempo.
Enloquécete lamiendo sus humores de hembra, sus enamoradas sales,
hasta desfallecer.
Con los años verás que nada era tan importante.
Con los años tendrás el recuerdo de un olor y un sabor a almidón y sudor
y sangre mezclados,
semejante al vaho que exhalan las cantinas al alba,
y de un grito de mujer como de bestia herida.
Será algo, al menos, para no ahogarte
en el cenagal