Recuerdo con regocijo
los cortes de luz en la infancia.
El barrio entero se apagaba
mientras rompían la noche prolongados gritos
de desesperación o alegría.
Cuando ya pocos sonidos nos rondaban
(se prescindía obligatoriamente del estéreo y la tv)
se daba espacio para soñar que la luz de la luna
nos perseguía
celebrábamos
la oscuridad al encender las velas
que daban paso a la aparición
de palomas y conejos en las paredes.
Se avistaba en las ventanas vecinas
la aglomeración de las familias
alrededor de una llama improvisada.
Al pasar el tiempo
habiendo el silencio y la penumbra
invadido el espacio
cuando menos se sospechaba
y casi nos acostumbrábamos
a ese estado colectivo de oscuridad
regresaba sin aviso la luz eléctrica
de nuevo los gritos de asombro
y bienvenida anunciaban el final
de una fiesta.