domingo, julio 19, 2015

En La Tierra


No es que este obligando
a mi hijo
a trabajos forzados
en la tierra; solamente
le estoy enseñando
a consentir a su madre
desde pequeño.



















 Hugo Jamioy

viernes, julio 17, 2015

Tambores En La Noche


Los tambores en la noche,
parece que siguieran nuestros pasos… 
Tambores que suenan como fatigados
en los sombríos rincones portuarios,
en los bares oscuros, aquelárricos,
donde ceñudos lobos
se fuman las horas,
plasmando en sus pupilas
un confuso motivo de rutas perdidas,
de banderas y mástiles y proas.

Los tambores en la noche
son como un grito humano.
Trémulos de música les he oído gemir,
cuando esos hombres que llevan
la emoción en las manos
les arrancan la angustia de una oscura saudade,
de una íntima añoranza,
donde vigila el alma dulcemente salvaje
de mi vibrante raza, 
con sus siglos mojados en quejumbres de gaitas.

Los tambores en la noche
parece que siguieran nuestros pasos.
Tambores misteriosos que resuenan
en las enramadas de los rudos boteros,
acompasando el golpe con los cantos
de los decimeros, con el grito blasfemo
y la algazara, con los juramentos
de los marineros… en tanto que se anuncia
tras los gibosos montes
un caprichoso recorte de mañana.
Los tambores en la noche, hablan.
¡Y es su voz una llamada
tan honda, tan fuerte y clara,
que parece como si fueran sonándonos en el alma!



Gaitas y Tambores Oleo de Jorge Urango




Jorge Artel





lunes, julio 13, 2015

La Voz De Los Ancestros

A doña Carmen de Arco

 
Oigo galopar los vientos
bajo la sombra musical del puerto.
Los vientos, mil caminos ebrios y sedientos,
repujados de gritos ancestrales,
se lanzan al mar.
Voces en ellos hablan
de una antigua tortura,
voces claras para el alma
turbia de sed y de ebriedad.


¿De qué angustia remota será el signo fatal
que sella en mí este anhelo
de claves imprecisas?
Oigo galopar los vientos,
sus voces desprendidas
de lo más hondo del tiempo
me devuelven un eco
de tamboriles muertos,
de quejumbres perdidas
en no sé cuál tierra ignota,
donde cesó la luz de las hogueras
con las notas de la última lúbrica canción.

Mi pensamiento vuela
sobre el ala más fuerte
de esos vientos ruidosos del puerto,
y miro las naves dolorosas
donde acaso vinieron
los que pudieron ser nuestros abuelos.
—¡Padres de la raza morena!—
Contemplo en sus pupilas caminos de nostalgias,
rutas de dulzura,
temblores de cadena y rebelión.


¡Almas anchurosas y libres
vigorizaban los pechos y las manos cautivas!
Una doliente humanidad se refugiaba
en su música oscura de vibrátiles firas…
—Anclados a su dolor anciano
iban cantando por la herida…—


¡Oigo galopar los vientos,
temblores de cadena y rebelión,
mientras yo —Jorge Artel—
galeote de un ansia suprema,
hundo remos de angustias en la noche!








Jorge Artel





miércoles, julio 08, 2015

Cosmogónica


Sólo sé que soy
un animal negro y antiguo
acribillado de soles.
He servido desde mi origen
a una voluntad extraña,
a un amo desconocido.
Pero aún no sé por qué
ni para qué existo,
mientras pasan los eones
y devoro y regurgito
mis propias heces,
mis candentes entrañas...
Sé que extiendo mi aliento
más allá de todos los abismos.
Sé que soy la medida de la muerte
y la cifra de los renacimientos,
pero me pierdo, igual,
en mi propia grandeza...





Daría por ello todos los prodigios,
mis planetas más verdes, el oro inútil,
la feérica cristalería
de mis constelaciones,
sólo por ser una más de las gotas
de lluvia, el más ínfimo grano
de arena en el desierto
o los ojos del niño que contempla
en la tierra la extensión dolorosa
de mi cuerpo...
Sé que habré de morir también un día
y no sabré tampoco
mi por qué
ni mi nombre.



Pedro Arturo Estrada


lunes, julio 06, 2015

Ayer escuché, muy tarde...


Ayer escuché, muy tarde, muy tarde en la noche, los tapletazos de alguien que corría.

Me asomé a la ventana, y en efecto, un joven (¿17, 18 años?), corría como desesperado en medio de la calle completamente solitaria y silenciosa.

Árboles había, en la calle, puertas de casas, casas,

una hoja que temblaba, sola y extraña entre las ramas quietas, un pájaro también y su sombra que nadie, ni yo mismo, viera.

Cosas así, cosas así había.

¡Taple, taple, taple, taple!, se oía el golpe de sus zapatos sobre el empedrado.

Durísimo, durísimo, ¡taple, taple!, se oía. Durísimo, durísimo se oía:

Era evidente que huía.

Lo vi unos segundos más hasta que desapareció al voltear la esquina.

Entonces esperé a que apareciera el perseguidor:

No apareció nunca. Nunca, nunca apareció.

¿De qué huía, entonces?

Fue muy triste, fue muy triste porque pensé o sentí que huía de sí mismo, y alcancé a pensar también en mí huyendo por otra vía: la de decir, hablar, la de resolver mi miedo por caminos provisionales e ilusorios.

Y me pareció de pronto que el muchacho, mientras más intentaba huir, más se alcanzaba.

Era como el envés del suplicio de Tántalo: hallaba a cada paso sólo aquello que no deseaba hallar: él.

Era en realidad muy triste:

¡Taple, taple, taple, se escuchaban mis palabras en mi noche,

taple, taple, taple, esas eran todas mis palabras en mi noche. 






 Gabriel Jaime Franco



martes, junio 30, 2015

Carta A Los Directores De Los Asilos De Locos



De: Hombre Mirando Al Sudeste
 
Señores:

Las leyes, las costumbres, les conceden el derecho de medir el espíritu. Esta jurisdicción soberana y terrible, ustedes la ejercen con su entendimiento. No nos hagan reír. La credulidad de los pueblos civilizados, de los especialistas, de los gobernantes, reviste a la psiquiatría de inexplicables luces sobrenaturales. La profesión que ustedes ejercen está juzgada de antemano. No pensamos discutir aquí el valor de esa ciencia, ni la dudosa realidad de las enfermedades mentales. Pero por cada cien pretendidas patogenias, donde se desencadena la confusión de la materia y del espíritu, por cada cien clasificaciones donde las más vagas son también las únicas utilizables, ¿cuántas nobles tentativas se han hecho para acercarse al mundo cerebral en el que viven todos aquellos que ustedes han encerrado? ¿Cuántos de ustedes, por ejemplo, consideran que el sueño del demente precoz o las imágenes que lo acosan, son algo más que una ensalada de palabras?

No nos sorprende ver hasta qué punto ustedes están por debajo de una tarea para la que sólo hay muy pocos predestinados. Pero nos rebelamos contra el derecho concedido a ciertos hombres -incapacitados o no- de dar por terminadas sus investigaciones en el campo del espíritu con un veredicto de encarcelamiento perpetuo. ¡Y qué encarcelamiento! Se sabe -nunca se sabrá lo suficiente- que los asilos, lejos de ser “asilos”, son cárceles horrendas donde los recluidos proveen mano de obra gratuita y cómoda, y donde la brutalidad es norma. Ustedes toleran todo esto. El hospicio de alienados, bajo el amparo de la ciencia y de la justicia, es comparable a los cuarteles, a las cárceles, o los penales.

No nos referimos aquí a las internaciones arbitrarias, para evitarles las molestias de un fácil desmentido. Afirmamos que gran parte de sus internados -completamente locos según la definición oficial- están también recluidos arbitrariamente. Y no podemos admitir que se impida el libre desenvolvimiento de un delirio, tan legítimo y lógico como cualquier otra serie de ideas y de actos humanos. La represión de las reacciones antisociales es tan quimérica como inaceptable en principio. Todos los actos individuales son antisociales. Los locos son las víctimas individuales por excelencia de la dictadura social. Y en nombre de esa individualidad, que es patrimonio del hombre, reclamamos la libertad de esos galeotes de la sensibilidad, ya que no está dentro las facultades de la ley el condenar a encierro a todos aquellos que piensan y obran.

Sin insistir en el carácter verdaderamente genial de las manifestaciones de ciertos locos, en la medida de nuestra aptitud para estimarlas, afirmamos la legitimidad absoluta de su concepción de la realidad y de todos los actos que de ella derivan.

Esperamos que mañana por la mañana, a la hora de la visita médica, recuerden esto, cuando traten de conversar sin léxico con esos hombres sobre los cuales -reconózcanlo- sólo tienen la superioridad que da la fuerza.




Antonin Artaud



lunes, junio 29, 2015

Tus Largos Cabellos Negros


Tus largos cabellos negros
tus ojos como avellanas
tu boca roja
tus manos
tu cuello
tus pechos saltarines
tu vientre
el pájaro que entre tus piernas canta
Todo
todo eso que me niegas
...se lo comeran los gusanos


Miguel James

Los Lindos Culitos De Las Bellas Muchachitas


No queremos estudiar
Muchos libros embrutecen
Sólo queremos saber de los lindos culitos
de las bellas muchachitas
tener hermosas erecciones
no nos hablen de historia
nosotros somos la historia
ni nos interesa el producto territorial
y las lecciones de cívica nos dan náuseas
Queremos beber cerveza
Los niños del 1ero A queremos tomar cerveza
No queremos caramelos
ni ser responsables y maduros y podridos
hasta el tuétano
No queremos estudiar
Muchos libros enloquecen
y los ladrones no estudian
Ni los presidentes
Ni los abogados
Ni los curas
Ni los policías
Ni los maestros estudian
no queremos preservativos
tan sólo masturbarnos en la grama
Queremos jugar
nada de clases de geografía
Nosotros somos islas
mar por norte
mar por sur
mar por oriente
Y mar por poniente
basta de gramática
somos eztrellaz escritas con Z
Nos gusta cantar
y bailar
y correr alegres y subir las montañas
No queremos estudiar
Déjennos en paz
Cómanse ustedes su cochina gelatina
Nos gustan las comiquitas
El Zorro
La Mujer maravilla
Y los lindos culitos de las bellas muchachitas.

















Miguel James


viernes, junio 26, 2015

Ragnarök


En los sueños (escribe Coleridge) las imágenes figuran las impresiones que pensamos que causan; no sentimos horror porque nos oprime una esfinge, soñamos una esfinge para explicar el horror que sentimos. Si esto es así ¿cómo podría una mera crónica de sus formas transmitir el estupor, la exaltación, las alarmas, la amenaza y el júbilo que tejieron el sueño de esa noche? Ensayaré esa crónica, sin embargo; acaso el hecho de que una sola escena integró aquel sueño borre o mitigue la dificultad esencial.

El lugar era la Facultad de Filosofía y Letras; la hora, el atardecer. Todo (como suele ocurrir en los sueños) era un poco distinto; una ligera magnificación alteraba las cosas. Elegíamos autoridades; yo hablaba con Pedro Henríquez Ureña, que en la vigilia ha muerto hace muchos años. Bruscamente nos aturdió un clamor de manifestación o de murga. Alaridos humanos y animales llegaban desde el Bajo. Una voz gritó: ¡Ahí vienen! y después ¡Los Dioses! ¡Los Dioses! Cuatro a cinco sujetos salieron de la turba y ocuparon la tarima del Aula Magna. Todos aplaudimos, llorando; eran los Dioses que volvían al cabo de un destierro de siglos. Agrandados por la tarima, la cabeza echada hacia atrás y el pecho hacia adelante, recibieron con soberbia nuestro homenaje. Uno sostenía una rama, que se conformaba, sin duda, a la sencilla botánica de los sueños; otro, en amplio ademán, extendía una mano que era una garra; una de las caras de Jano miraba con recelo el encorvado pico de Thoth. Tal vez excitado por nuestros aplausos, uno, ya no sé cual, prorrumpió en un cloqueo victorioso, increíblemente agrio, con algo de gárgara y de silbido. Las cosas, desde aquel momento, cambiaron.

Todo empezó por la sospecha (tal vez exagerada) de que los Dioses no sabían hablar. Siglos de vida fugitiva y feral habían atrofiado en ellos lo humano; la luna del Islam y la cruz de Roma habían sido implacables con esos prófugos. Frentes muy bajas, dentaduras amarillas, bigotes ralos de mulato o de chino y belfos bestiales publicaban la degeneración de la estirpe olímpica. Sus prendas no correspondían a una pobreza decorosa y decente sino al lujo malevo de los garitos y de los lupanares del Bajo. En un ojal sangraba un clavel; en un saco ajustado se adivinaba el bulto de una daga: Bruscamente sentimos que jugaban su última carta, que eran taimados, ignorantes y crueles como viejos animales de presa y que, si nos dejábamos ganar por el miedo o la lástima, acabarían por destruirnos.

Sacamos los pesados revólveres (de pronto hubo revólveres en el sueño) y alegremente dimos muerte a los Dioses.



Jorge Luis Borges




Parábola Del Palacio


Aquel día, el Emperador Amarillo mostró su palacio al poeta. Fueron dejando atrás, en largo desfile, las primeras terrazas occidentales que, como gradas de un casi inabarcable anfiteatro, declinan hacia un paraíso o jardín cuyos espejos de metal y cuyos intrincados cercos de enebro prefiguraban ya el laberinto. Alegremente se perdieron en él, al principio como si condescendieran a un juego y después no sin inquietud, porque sus rectas avenidas adolecían de una curvatura muy suave pero continua y secretamente eran círculos. Hacia la medianoche, la observación de los planetas y el oportuno sacrificio de una tortuga les permitieron desligarse de esa región que parecía hechizada, pero no del sentimiento de estar perdido, que los acompañó hasta el fin. Antecámaras y patios y bibliotecas recorrieron después y una sala exagonal con una clepsidra, y una mañana divisaron desde una torre un hombre de piedra, que luego se les perdió para siempre. Muchos resplandecientes ríos atravesaron en canoas de sándalo, o un solo río muchas veces. Pasaba el séquito imperial y la gente se prosternaba, pero un día arribaron a una isla en que alguno no lo hizo, por no haber visto nunca al Hijo del Cielo, y el verdugo tuvo que decapitarlo. Negras cabelleras y negras danzas y complicadas mascaras de oro vieron con indiferencia sus ojos; lo real se confundía con lo soñado o, mejor dicho, lo real era una de las configuraciones del sueño. Parecía imposible que la tierra fuera otra cosa que jardines, aguas, arquitecturas y formas de esplendor. Cada cien pasos una torre cortaba el aire; para los ojos el color era idéntico, pero la primera de todas era amarilla y la última escarlata, tan delicadas eran las gradaciones y tan larga la serie.

Al pie de la penúltima torre fue que el poeta (que estaba como ajeno a los espectáculos que eran maravilla de todos) recitó la breve composición que hoy vinculamos indisolublemente a su nombre y que, según repiten los historiadores mas elegantes, le deparó la inmortalidad y la muerte. El texto se ha perdido; hay quien entiende que constaba de un verso; otros, de una sola palabra. Lo cierto, lo increíble, es que en el poema estaba entero y minucioso el palacio enorme, con cada ilustre porcelana y cada dibujo en cada porcelana y las penumbras y las luces de los crepúsculos y cada instante desdichado o feliz de las gloriosas dinastías de mortales, de dioses y de dragones que habitaron en él desde el interminable pasado. Todos callaron, pero el Emperador exclamó: ¡Me has arrebatado el palacio! y la espada de hierro del verdugo segó la vida del poeta.

Otros refieren de otro modo la historia. En el mundo no puede haber dos cosas iguales; bastó (nos dicen) que el poeta pronunciara el poema para que desapareciera el palacio, como abolido y fulminado por la última sílaba. Tales leyendas, claro está, no pasan de ser ficciones literarias. El poeta era esclavo del emperador y murió como tal; su composición cayó en el olvido porque merecía el olvido y sus descendientes buscan aún, y no encontrarán, la palabra del universo.





Jorge Luis Borges



Saber Perder


Acaso nada se pierda,
ni la vida, cuando en verdad
nada antes teníamos.
Ni el amor,
que nunca fue completamente nuestro:
espejismo salvaje,
una costumbre más,
un sueño menos.

Saber perder,
Saber pasar sobre las cosas
hacia el camino de la nada;
saber ganar
bajo tanta pérdida aparente.

Saber vencer
en el despojamiento de uno mismo.

Todo olvido,
todo fracaso,
como la única y última
victoria posible.



Ouroboros,  de zarathus1


Pedro Arturo Estrada


jueves, junio 25, 2015

Monólogo Del Día


Y el mundo, sí, siempre estará ahí
empotrado en cada uno, como la vida
que discurre “por igual” para todos...
Queda aún esa palabra acompañando entre millones
una soledad entre millones. Y no es esto o aquello
esa terrible fuente de presagios aunque tu rostro se diluya
en la corriente de lo pasajero y tus sueños rueden en la ceniza.
Caminar en la tarde entre diez mil desconocidos es, no obstante,
como darse un baño de mar, así en la noche haya que volver
al tedioso deber de pensarlo todo minuciosamente.
Ya no es posible tratar de deslizar ideas que cada cual desecha
o cada cual recibe como una incómoda llovizna.
Mira en cambio cómo viene,
iluminado y lento, el tren antiguo de tus dudas
a estacionarse sin ruido en su rincón de niebla.
Ahora es más fácil.
No existe más que ese propósito claro, ese deseo de ser
por fin otro, sinceramente otro en adelante.
Quizá termines consiguiéndolo, “con la ayuda de Dios”,
como decía tu abuela.
Antes te inquietabas trascendentalmente por todo.
No había nada que no entrañase un sesudo misterio para ti.
Te detenías tembloroso a cada paso, te rezagabas en la vía.
Cualquier cielo amarillo, una campana sorda en algún lado,
un libro que llegaba por azar y todas esas cogitaciones
pesaban como rocas a tu espalda. Con razón
el principio de angina, la salmuera
en la boca, tus poemas en blanco y negro amargos,
tus espinosas lecturas de Ciorán. Y claro, tu mujer,
ese fiasco que te partió la vida en dos. No vale
la pena sin embargo. Nada serio podrías referir a tus amigos.
Para todos tú eres, sigues siendo un chico bueno aún.
Cierta perspectiva no está del todo cancelada.
Después vendrá, acaso, un nuevo giro, un salto inesperado
hacia otra cosa, otra mujer, algún mejor asunto, un viaje.
El suicidio es absurdo, incluso desde el punto de vista camusiano.
Vuelve a coger el ritmo, como dicen los manuales,
abandona la cama y métete en la luz de esta tibia mañana.
Claro que luego se te abrirá al primer descuido
ese silencio en mitad de una frase. Te quedarás
pensando estupideces en el momento decisivo, crucial.
Mas, no te arredres, muchacho, cuando llegue tu hora.
A todos nos acecha de vez en cuando una crisis de nervios.
Otros se adaptan bastante bien a todo esto.
El quid está en no aflojar, templar el alma,
“mantenerse derecho y no perder la compostura”,
según decía, recuerda, otra vez tu abuela.
Vete a mirar palomas y árboles (si quedan)
en los parques, sál del encierro, hombre.
Contempla lo que resta, mira
esas montañas calcinadas. Vuelve sereno
a tus primeras lecturas de Lao Tsé.
Con tiento y buena suerte, llegarás a la orilla.
Algo te esperará, no necesariamente la locura,
ni la peste del siglo o el reuma tempranero.
Acaso entonces, pese a todo, te aceptarás más puro,
más humilde o tan libre
quizá como Lao Tsé.



Pedro Arturo Estrada




El Poema Que Aún No Puedo Nombrar




Mis manos elevan a lo alto un tazón de arroz, granos cosechados
en el campo donde enterraron a mi abuela.
Cada grano de arroz sabe dulce como la canción de cuna
de la abuela que nunca conocí.
Imagino su rostro suave mientras la extendían bajo tierra,
sus ropas raídas, su piel pegada a los huesos;
en la gran hambruna de 1945*, mi pueblo
tenía hambre de tumbas para enterrar a todos sus muertos.
Nadie podía encontrar la tumba de mi abuela,
entonces a mi padre el arroz le supo amargo durante sesenta y cinco años.

Después de sesenta y cinco años, nos paramos mi padre y yo
Frente a la tumba de mi abuela.
Escuché a mi padre llamar "Mamá" por vez primera;
temblaba el arrozal a sus espaldas.
----
Mis pies se aferran al barro.
Escucho en el ardiente incienso la expansión del alma de mi abuela, uniéndose profundamente a la tierra, arraigando en el campo,
en voz baja canta canciones de cuna, llamando a las espigas de arroz a florecer.

Alzando el tazón de arroz en mis manos, cuento cada semilla,
cada una brilla con el sudor de mis parientes,
sus espaldas encorvadas en los arrozales,
la fragancia de la canción de cuna de mi abuela emana en cada uno.



* La Hambruna vietnamita de 1945 ocurrió al norte del país, de octubre de 1944 a mayo de 1945, durante la ocupación japonesa de la Indochina francesa en la Segunda Guerra Mundial. Entre 400.000 y 2 millones de personas se estima que murieron de hambre durante este tiempo. (Nota de la autora).



Nguyen Phan Que Mai

Traducción de Arturo Fuentes

miércoles, junio 24, 2015

Monólogo De La Noche


Más allá, sin embargo, está la muerte. Eso
que no sabes y en lo cual adivinas un frío, un terror.
Esa sombra que años de retórica fácil,
distracción y silencios complacientes
han podido evitar.
Cuando te acuestes, no obstante, esa última noche,
sólo para esperarla, trata entonces de entrar
serenamente dueño de tu dolor, tu cuerpo
como un viejo equipaje que ya dejas,
para volar sin miedo, sin sobresalto el aire
que una vez se te abrió escuchando a Schubert
en tu pueblo de infancia.
Luego, la desmemoria, el vasto corredor de luz y sombra,
qué sabemos, acaso, el choque abrupto con mandíbulas
de abismos o negros agujeros
y no haber hecho nada suficiente para merecerlo
o merecer otra suerte.
De nuevo (tal vez no sirva entonces Lao Tsé)
recurrirás al vademécum de tus astucias naturales
o pedirás o gemirás (todo podría ser convincente)
a las oscuras potencias por la salvación de tu alma.
Ese Dios con el cual no te llevaste bien evidentemente,
en el cual no creíste demasiado, es la verdad,
hará de ti un desecho que arrojará a lo más profundo.
Allí se acabarán tus penas.
Será, con todo, menos terrible que ser quemado vivo
por milenios y milenios entre inamistosos diablos.
Recuerda entonces (si es posible), que sólo fuiste un hombre.
Que salvado o perdido, fue a la larga, ganancia.
Que en la tierra tuviste bien o mal ciertas cosas.
Que te invitaron a una fiesta por azar, y te dieron
esa oportunidad gratuita de disfrutar o de aburrirte.
En ese momento, también, te aceptarás humilde.
Habrás vuelto a tu origen.


Pedro Arturo Estrada


La Rosa

Angel de alas
concéntricas
que son párpados
extendidos
al delirio de la nube
que hacia ti avanza
para cubrirte
con su alfabeto tornasol
de briznas de agua

Desde el cenit
te ves flotando

Frente a ti
apareces atado a la tierra
con un cordón de espinas

La tierra quiere detenerte
y tu delirio es el sol

Flotación y Gravedad
te disputan
por los dones de tu milagro
porque eres un enigma
con forma de torbellino en reposo
a cuya aparición
le anteceden las manos
que domaron a los monstruos de Arborescencia

Esas manos acariciaron la espina
y de esas nupcias
brotaste
pleno de mensajes
cifrados en tu silencio

Tu actitud
es la de quien escucha
las lisonjas del sol
el cíclope pelirrojo

Los himnos a tu fragilidad de umbela de éter
serán entonados
con acordes de rocío
cuando tus alas se desprendan
y ya no esté el altar de tu figura




Jairo Guzmán Sossa