miércoles, octubre 01, 2014

Carta A Los Rectores De Las Universidades Europeas

En la estrecha cisterna que llamas “Pensamiento” los rayos del espíritu se pudren como parvas de paja. Basta de juegos de palabras, de artificios de sintaxis, de malabarismos formales; hay que encontrar –ahora- la gran Ley del corazón, la Ley que no sea una ley, una prisión, sino una guía para el espíritu perdido en su propio laberinto. Más allá de aquello que la ciencia nunca podrá alcanzar, allí donde los rayos de la razón se quiebran junto a las nubes, ese laberinto existe, núcleo en el que convergen todas las fuerzas del ser, las últimas nervaduras del Espíritu. En ese dédalo de murallas movedizas y siempre trasladadas, fuera de todas las formas conocidas de pensamiento, nuestro espíritu se agita espiando sus más secretos y espontáneos movimientos, esos que tienen un carácter de revelación, ese aire de venidos de otras partes, de caídos del cielo.

Pero la raza de los profetas se ha extinguido. Europa se cristaliza, se momifica lentamente dentro de las ataduras de sus fronteras, de sus fábricas, de sus tribunales, de sus Universidades. El Espíritu “helado” cruje entre las planchas minerales que lo oprimen. Y la culpa es de sus sistemas enmohecidos, de su lógica de dos y dos son cuatro, la es de ustedes –Rectores- atrapados en la red de los silogismos. Fabrican ingenieros, magistrados, médicos a quienes escapan los verdaderos misterios del cuerpo, las leyes cósmicas del ser; falsos sabios, ciegos en el más allá, filósofos que pretenden reconstruir el Espíritu. El más pequeño acto de creación espontánea constituye un mundo más complejo y más revelador que cualquier sistema metafísico. Déjennos, pues, señores; tan solo son usurpadores. ¿Con qué derecho pretenden canalizar la inteligencia y extender diplomas de Espíritu? 

No saben nada del Espíritu, ignoran sus más ocultas y esenciales ramificaciones, esas huellas fósiles tan próximas a nuestros propios orígenes, esos rastros que a veces alcanzamos a localizar en los yacimientos más oscuros de nuestro cerebro. En nombre de su propia lógica, les decimos: la vida apesta, señores. Contemplen por un instante sus rostros, y consideren sus productos. A través de las cribas de sus diplomas, pasa una juventud demacrada, perdida. Son la plaga de un mundo señores, y buena suerte para ese mundo, pero por lo menos que no se crean la cabeza de la humanidad.








Antonin Artaud




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