Lego, y hablaré sin embargo de la música.
Parto de esta
fracasada ambición: hallar para la poesía escrita la virtud de la música.
La música
transmite, tiene, contiene, lleva arquetípicamente la esencia de lo que somos.
Es perfectamente concebible y real la existencia de una cultura sin tradición
escrita, pero ninguna sin la música.
En la música es
como si reposara, a punto de despertar, un dios necesitado de nosotros, y como
si ahí se expresara, por no sé que extraña razón, la esencia de lo que somos.
¿Quién descubrirá esa razón última?
No será el verbo quien lo diga.
Es como si Dios
fuera esquivo y astutamente nos hablara allí donde sabe que podemos intuir pero
no apresar una razón última.
La música, sin embargo, es como si nos estuviera
diciendo esa razón.
Ella canta
mientras lo demás balbucea.
No hay oración
más alta que la música.
Ella es más
ligera que un pájaro de Perse, pero cuánto, cuánto pesa y cuánto da sentido de
vivir en nuestro corazón tan huérfano.
Las preguntas en el Juicio Final son violines.
Y yo, ¿qué les diré?
Algo haré, claro,
pero no serán sino palabras.
Es horrible.