En cierto sentido, la poesía que no nace del silencio, o aspira a él, es ruido.
La aspiración al silencio puede surgir de la ilusoria certeza o de la honrada sospecha de que la infinidad de discursos que nos acechan con su zarpa de parloteo no son más que bullicio.
La paradoja y el drama: también la aspiración al silencio quiere ser nombrada.
Y para acabar de ajustar, pensamos con palabras; o mejor, con fulguraciones que se interconectan entre sí a tal velocidad que la palabra ya no podrá nombrarlas, ni dirigirse al sitio en el que ellas, las fulguraciones, hallaban una especie de conclusión.
Es sorprendente que un párrafo cualquiera pueda finalizarse.
Incluso, que comience.
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