martes, agosto 11, 2015

Poema Sin Odios Ni Temores

Negro de los candombes argentinos,
bantú, cuya sombra colonial se esparce
quién sabe en cuáles socavones del recuerdo.
—¿Qué se hicieron los barrios del tambor?—.
Aunque muchos te ignoren
yo sé que vives, y despierto
cantas aún las tonadas nativas,
ocultas en los ritmos disfrazados de blanco.


Negro del Brasil,
heredero de antiquísimas culturas,
arquitecto de músicas,
en el sortilegio de las macumbas
surge la patria integral,
robustecida por tus alegrías y tus lágrimas.


Negro de las Antillas,
de Panamá, de Colombia, de México,
de todos los surlitorales,
—dondequiera que estés,
no importa que seas nieto de chibchas,
españoles, caribes o tarascos—
si algunos se convierten en los tránsfugas,
si algunos se evaden de su humano destino,
nosotros tenemos que encontrarnos,
intuir, en la vibración de nuestro pecho,
la única emoción ancha y profunda,
definitiva y eterna:
somos una conciencia en América.


Porque solo nuestra sangre es leal
a su memoria. Ni se falsifia ni se arredra
ante quienes nos denigran
o, simplemente, nos niegan.
Esos que no se saben indios,
o que no desean saberse indios.
Esos que no se saben negros,
o que no desean saberse negros.
Los que viven traicionando su mestizo,
al mulato que llevan —negreros de sí mismos—
proscrito en las entrañas,
envilecido por dentro.


Muros impertérritos nos han traducido a piedra,
como un eterno testimonio;
su victoriosa voz prolonga,
bajo la acústica de los siglos,
nuestra feraz presencia.


A través de nosotros
hablan innumerables pueblos,
islas y continentes,
puertos iluminados de pájaros
y canciones extrañas,
cuyos soles
mordieron para siempre
el alma de los conquistadores
cuando un mundo amanecía en Guanahaní.



Tomada de Besouro


Y, óigase bien,
quiero decirlo recio y alto.
Quiero que esta verdad traspase el monte,
la cumbre, el mar, el llano:
¡no hay tal abuelo ario!
El pariente español que otros exaltan
—conquistador, encomendero,
inquisidor, pirata, clérigo—
nos trajo con la cruz y el hierro,
también, sangre de África.


Era, en realidad un mestizo,
¡como todos los hombres y las razas!
¡Un mestizo igual a su monarca,
al de Inglaterra o el Congo,
a Felipe Tomás Cortina!


Y aquellos que se escudan
tras los follajes del árbol genealógico,
deberían mirarse al rostro
—los cabellos, la nariz, los labios—
o mirar aún mucho más lejos:
hacia sus palmares interiores,
donde una estampa nocturna,
irónica, vigila
desde el subfondo de las brumas…


Nuestro dolor es la fuente
de nuestras propias ansias.
Nuestra voz está unida, por su esencia,
a la voz del pasado,
trasunto de ecos
donde sonoros abismos
pusieron su profundidad, y el tiempo
sus distancias.


No lleva nuestro verso cascabeles de clown,
ni —acróbata turístico—
plasma piruetas en el circo
para solaz de los blancos.
En su pequeño mar
no huyen los abuelos fugándose en la sombra,
cobardes, obnubilados
por un sol imaginario.
¡Ellos están presentes,
se empinan para vernos,
gritan, claman, lloran, cantan,
quemándose en su luz
igual que en una llama!


Negros de nuestro mundo,
los que no enajenaron la consigna,
ni han trastocado la bandera,
este es el evangelio:
¡somos —sin odios ni temores—
una conciencia en América!




 Jorge Artel



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